– ¿Qué coño es esa mierda que estás contando? Eres una mierda de tío y no te vayas a creer que pienso permitirte que vayas por ahí dándote pisto, puto… tontaina… -Per estaba tan iracundo que lo veía todo negro a su alrededor, ya no existía nada, salvo él y Mattias. Y lo único que sentía era el pelo de Mattias en la mano, la fuerza del retroceso, que le atravesaba la mano cada vez que la cabeza de Mattias se estrellaba contra el asfalto. Lo único que veía era la sangre que empezaba a teñir la capa negra que se extendía bajo la cabeza de Mattias. La contemplación de aquellas manchas rojas lo llenó de bienestar. Y ese bienestar alcanzó lo más recóndito de su pecho, acariciándolo, cuidándolo, proporcionándole una calma que rara vez solía sentir. No intentó combatir la rabia, sino que permitió que inundase su ser, cedió a ella con avidez, disfrutando de la sensación de algo primitivo que anulaba todo lo demás, todo lo complejo y triste y pequeño. No quería parar, no podía parar. Siguió gritando y golpeando, siguió mirando la masa roja, pastosa y húmeda cada vez que levantaba la cabeza de Mattias, hasta que notó que alguien lo agarraba por detrás y lo apartaba de un tirón.
– ¿Qué demonios estás haciendo? -Per se dio la vuelta y miró casi con asombro el semblante airado y horrorizado del profesor de matemáticas. Arriba, desde todas las ventanas de la escuela, asomaban montones de ojos inquisitivos y en el patio ya se había congregado un pequeño grupo de curiosos. Per miraba impávido el cuerpo inerte de Mattias y se dejó arrastrar otros cuantos metros lejos de su víctima.
– ¡Qué coño! ¿Es que estás mal de la cabeza? -El rostro del profesor de matemáticas estaba a tan sólo unos centímetros del suyo. Le gritaba en voz muy alta, pero Per le volvió la cara con indiferencia.
Había sido tan agradable durante unos minutos… Ahora sólo sentía vacío.
Se quedó un buen rato mirando las fotos del pasillo. Tantos momentos de alegría. Tanto amor. La foto en blanco y negro de la boda, en la que se los veía más rígidos de lo que en realidad se sentían. Anna-Greta en los brazos de Britta y él detrás de la cámara. Si no recordaba mal, después de hacer la instantánea dejó la cámara y cogió en brazos a su hija por primera vez. Britta se puso algo nerviosa y le rogó que le apoyase bien la cabeza, pero fue como si supiera hacerlo por instinto. Y, a partir de aquel momento, siempre se implicó en el cuidado de las hijas, mucho más de lo que se esperaba de un hombre en su época. En numerosas ocasiones lo reconvino su suegra, porque, según decía, cambiar pañales o bañar bebés no era cosa de hombres. Pero él no podía evitarlo. Le resultaba tan natural hacerlo, y tampoco le parecía justo que Britta cargase con todo el trabajo de tres niñas que, además, se llevaban tan poco. En realidad, les habría gustado tener más hijos, pero después del tercer parto, que resultó diez veces más complicado que los dos primeros juntos, el doctor se lo llevó a un lado y le dijo que el cuerpo de Britta no aguantaría uno más. Y Britta lloró. Bajó la cabeza y, sin mirarlo y sin dejar de llorar, le pidió perdón por no haberle dado un varón. El se quedó atónito. Jamás se le habría ocurrido desear nada distinto de lo que tenían. Rodeado de sus cuatro chicas, se sentía más rico de lo que debería estar permitido. Le llevó un rato convencerla de ello, pero cuando Britta comprendió que le hablaba con total sinceridad, enjugó sus lágrimas y ambos se concentraron en las niñas que juntos habían traído al mundo.
Ahora tenían a muchos más a los que amar. Las niñas habían tenido hijos, que Herman y Britta adoraban, y, una vez más, él tuvo ocasión de demostrar sus habilidades a la hora de cambiar pañales cuando sus hijas y sus familias necesitaban ayuda. Pero Britta y él se sentían agradecidos y felices de tener un sitio, de tener a quien ayudar, a quien amar. Y ahora tenía hijos incluso alguno de los nietos. Cierto que los dedos de Herman se comportaban de un modo algo más torpe, pero con esos pañales nuevos y tan ingeniosos que llamaban Up and Go sí que se las arreglaba para cambiarlos aún de vez en cuando. Meneó la cabeza. ¿Adonde habían ido a parar los años?
Subió al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Britta estaba echando el sueñecito de mediodía. Habían tenido un mal día. En varias ocasiones, Britta no lo reconoció y, a ratos, creía encontrarse en casa de sus padres. Preguntó por su madre. Y, luego, con el terror en la voz, por su padre. Herman le acarició la cabeza y le aseguró una y otra vez que hacía ya muchos años que su padre no estaba. Que ya no podía lastimarla.
Le acarició la mano que descansaba sobre la colcha de ganchillo. Arrugada, con las mismas manchas que a él le habían salido con el paso del tiempo. Pero aún conservaba los dedos largos y elegantes. Sonrió para sí al observar que se había pintado las uñas de rosa. Britta siempre había sido un tanto presumida, jamás abandonó esa propensión. Pero él no se quejaba. Su mujer siempre había sido hermosa y, en cincuenta y cinco años de matrimonio, jamás había dedicado a otra ni un pensamiento ni una mirada.
Los párpados cerrados revelaron un leve movimiento de los ojos. Estaría soñando. A Herman le habría gustado poder entrar en sus sueños. Vivir en ellos con ella y fingir que todo era como antes.
Hoy, en su estado de perturbación, Britta había hablado de aquello que habían acordado no volver a mencionar jamás. Pero su cerebro se descomponía y se corrompía, y con él los diques y muros que, a lo largo de los años, habían levantado en torno a su secreto. Llevaban tanto tiempo compartiéndolo que, en cierto modo, se había entremezclado con el brocado de sus vidas hasta hacerse invisible. Finalmente, se permitieron relajarse y olvidar.
La visita de Erik no le sentó nada bien. En absoluto. Abrió en el muro una grieta que ahora se ensanchaba por momentos. Si no la sellaba bien, un aluvión torrentoso irrumpiría arrollándolos a todos.
Pero ya no tenían que preocuparse más por él. No, ya no tenían que preocuparse más. Herman continuó acariciándole la mano.
– Ah, por cierto. Ayer se me olvidó decirte que Karin llamó. Habéis quedado para dar un paseo a las diez. En la farmacia.
Patrik se detuvo en seco.
– ¿Karin? ¿Hoy dentro de… -hizo una pausa para mirar el reloj-…media hora?
– Sorry -replicó Erica en un tono que indicaba claramente que no lo lamentaba lo más mínimo. Luego lo dulcificó y añadió:
– Pensaba ir a la biblioteca para buscar algo de información, así que si Maja y tú estáis listos dentro de veinte minutos, puedo llevaros.
– ¿Y a ti… -Patrik vaciló un instante-…no te molesta?
Erica se le acercó y lo besó en los labios.
– Los paseos con tu ex mujer son una bagatela en comparación con esa tendencia tuya a usar la comisaría como guardería para nuestra hija.
– Ja, ja, muy gracioso -replicó Patrik enfurruñado, más que nada porque era consciente de que Erica tenía razón. No había sido muy sensato por su parte.
– ¡Pues no te quedes ahí parado sin hacer nada! ¡Venga, a vestirse! Desde luego, si fueras a ver a tu ex mujer con esa pinta sí que protestaría -reconoció Erica entre risas, examinando a su marido de pies a cabeza, en calzoncillos y calcetines largos.
– Sí, estoy demasiado sexy, ¿verdad? -dijo Patrik posando como un culturista. Erica estalló en tal ataque de risa que tuvo que sentarse en la cama.
– ¡Por Dios, no hagas eso!
– ¿El qué? -preguntó Patrik fingiéndose ofendido-. Si estoy de un cachas que tira de espaldas. Esto es sólo para engañar a los cacos, para que crean que pueden sentirse seguros -afirmó al tiempo que se daba una palmadita en la barriga, que tembló más de lo que lo habría hecho de haber estado constituida sólo por músculos. No podía decirse que el matrimonio hubiese reducido el perímetro de la cintura en absoluto.
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