Andrea Camilleri - El campo del alfarero

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En los pedregosos aledaños de Pizzutello, la lluvia ha devuelto a la luz un cadáver con signos de haber sido ajusticiado por traición. Sin huellas dactilares y con el rostro desfigurado, las características no se corresponden con las de ningún desaparecido. Y cuando Mimì Augello insiste de forma muy extraña en hacerse cargo del caso personalmente, las alarmas de Montalbano se encienden.
Pese a que los molestos achaques de la edad lo tienen algo embotado, su infalible instinto lo lleva a no ceder las riendas y seguir adelante sin bajar la guardia. O tal vez el mejor estímulo sea la aparición en escena de Dolores Alfano, una mujer atractiva y seductora que denuncia la desaparición de su marido, de quien dejó de tener noticias poco antes de que embarcara hacia Sudamérica. Así, de manera gradual y casi imperceptible, dos casos en apariencia distantes empiezan a mezclarse.

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1) Tira al cubo de la basura la jeringa, que todavía contiene sangre.

2) No quita el polvo del mueblecito de la entrada (ella nos dijo que dejó la casa limpia y en perfecto orden).

3) No recoge un recibo de Enel; es más, lo empuja debajo del mueblecito.

Después regresa al motel, donde duerme, y a la mañana siguiente vuelve a Vigàta. Al cabo de unos días el carnicero envía una carta anónima a Antimafia, acusando a Balduccio Sinagra del homicidio de un correo que por lo visto lo había traicionado. De esta manera confía en poner en marcha la investigación. Pero Antimafia y Antidroga saben que no puede haber sido Balduccio, por lo de la carta entregada por el propio Balduccio a Giovanni, una carta de la que los dos asesinos no sabían nada y que habían destruido junto con las demás cosas de Giovanni. Sé que no lo vas a entender bien, pero me comprometo a explicártelo mejor cuando todo esté hecho. Dos meses después del asesinato, la lluvia (creo que con la ayuda de Pecorini) saca a la luz los restos de un desconocido. Entonces Dolores viene a comisaría a plantear las primeras dudas sobre que su marido se haya embarcado realmente. En efecto, el representante del armador me revela que Alfano no se presentó al servicio. Yo identifico el cadáver a través de un puente dental que Giovanni se tragó antes de que lo mataran. Por cierto: en mi opinión lo desfiguraron para facilitar la identificación sólo a través del ADN, dando así justificación temporal a las falsas inquietudes de Dolores acerca de la probable desaparición de su marido. En resumen, a partir de aquel momento Dolores se transforma en la directora de escena de nuestra investigación, haciéndola converger hábilmente (yo entretanto se la he confiado a mi subcomisario) en Balduccio.

Pero Musante (a quien tú conoces) me convenció de lo contrario. Y por eso fui a hacer una inspección a Gioia Tauro (tenía poco tiempo, no pude ir a verte, perdóname) y se me plantearon dudas y sospechas.

Creo que lo que te he dicho puede bastarte por ahora. Si Dolores reacciona tal como esperamos, el juego está hecho, y tú tienes en la mano los elementos esenciales para interrogarla. Y una vez más te repito, querido amigo, que no debes mencionar mi nombre de ningún modo, ni siquiera bajo tortura.

Es lo que te pido a cambio de ofrecerte la solución de un caso complicado. Llévate todo el mérito, pero págame con el silencio acerca de mi nombre. Te envío esta carta por fax al número privado que me has indicado.

Te ruego que no me llames a comisaría sino a casa. Mejor por la noche después de las diez.

Un abrazo,

Salvo

«¿Es una carta sincera?», se preguntó mientras la releía.

«¿Es una carta insincera?», se preguntó volviendo a leerla.

«Es una carta que sirve para lo que tiene que servir y listo», concluyó mientras empezaba a desnudarse para irse a la cama.

***

La noche siguiente, sobre las diez, recibió la primera llamada de Macannuco.

– ¿Montalbano? Hoy me han llamado de la Científica.

– ¿Y bien?

– Has dado en el blanco. La sangre del cubo de la basura es la misma que encontramos en el lavabo.

La segunda noche, Macannuco volvió a llamar.

– He recibido tu carta y la he enviado a quien ya sabes.

La tercera noche después de haber hecho la jugada decisiva, Montalbano no consiguió pegar ojo de lo nervioso que estaba. Ya no tenía edad para resistir semejante tensión. Cuando salió el sol, se encontró con un día otoñal sin una sola nube, frío y resplandeciente. Sintió que no le apetecía ir a la comisaría ni quedarse en casa. Cosimo Lauricella, el pescador, estaba trabajando cerca de su barca. Se le ocurrió una idea.

– ¡Cosimo! -lo llamó desde la ventana-. ¿Puedo ir contigo en la barca?

– Pero ¡es que voy a estar fuera hasta la tarde!

– No hay problema.

***

Personalmente no pescó ni un pez, pero para sus nervios fue mejor que un mes en una clínica especializada. La anhelada llamada de Macannuco llegó dos días después, cuando ya le había crecido la barba, la camisa tenía un reborde de grasa alrededor del cuello de no cambiársela, y sus ojos estaban tan enrojecidos que parecía un monstruo de película de ciencia ficción. Mimì tampoco estaba para bromas: la barba crecida, los ojos también enrojecidos, el pelo tieso. Asustado, Catarella temía dirigirles la palabra a cualquiera de los dos, y cuando los veía pasar por delante del trastero se agachaba hasta el suelo.

– Hace cosa de media hora hemos interceptado una llamada de Dolores a la señora Trippodo, que lo ha hecho muy bien.

– ¿Qué ha dicho Dolores?

– Se ha limitado a preguntar: «¿Puedo ir a verla mañana sobre las tres de la tarde?» Y la Trippodo ha contestado: «La espero.» Y allí estaremos nosotros también, esperándola.

– En cuanto la detengas, llámame a comisaría. Ah, oye, a propósito de la jeringa se me ha ocurrido una idea…

Macannuco se mostró entusiasmado. Pero a Montalbano no le interesaba cómo iba a terminar Dolores; su principal preocupación era mantener a Mimì fuera del asunto. Había que quitarlo de en medio, tenerlo entretenido en las siguientes veinticuatro horas. Llamó a Fazio.

– ¿Fazio? Perdona que te moleste en casa, pero necesito que vengas ahora a mi casa en Marinella.

Cuando llegó Fazio, inquisitivo y preocupado, encontró a Montalbano afeitado, con la camisa cambiada, pulcro y aseado. El comisario le indicó que se sentara y le preguntó:

– ¿Te tomas un whisky?

– La verdad es que no estoy acostumbrado.

– Mejor te lo bebes, hazme caso.

Obediente, Fazio se sirvió dos dedos.

– Ahora te cuento una historia -empezó Montalbano-, pero te conviene tener la botella de whisky al alcance de la mano.

Cuando terminó de contarla, Fazio ya se había bebido un cuarto de botella enterito. Durante la media hora que Montalbano estuvo hablando, pronunció una sola palabra:

– ¡Coño!

Pero el tono de su piel cambió varias veces: primero rojo, luego amarillo, después morado y finalmente una mezcla de los tres colores.

– O sea que tú -terminó el comisario-, mañana por la mañana, en cuanto llegue Mimì a su despacho, le dices que durante la noche se te ha ocurrido una idea y le das una copia del artículo.

– Según usted, ¿qué hará el dottor Augello?

– Considerará el artículo una prueba e irá corriendo a Montelusa a ver a Tommaseo, y después al jefe superior y también a Musante. Perderá la mañana entre uno y otro despacho. Tú lánzale un torpedo para dificultarle las cosas.

– ¿Y después?

– Mañana por la tarde, en cuanto Dolores se traicione, Macannuco me llamará a comisaría. Yo llamo a Mimì y le hablo de la detención de la mujer. Tú también debes estar presente, pues no consigo imaginar su reacción.

***

Mimì Augello regresó a las seis de la tarde del día siguiente, muerto de cansancio y loco de rabia por el tiempo perdido en Montelusa. Pero también parecía preocupado por otro motivo.

– ¿Ha telefoneado la señora Alfano?

– ¿A mí? ¿Y por qué tendría que haberlo hecho?

– ¿No ha llamado por casualidad a Fazio?

– No, no lo ha llamado.

Estaba inquieto; por lo visto, Dolores se había ido sin decir nada. Y su móvil estaba apagado. Evidentemente tenía la urgencia de ir a Catania para hablar con Arturo Pecorini.

– ¿Y en Montelusa qué tal te ha ido?

– ¡No me hables, Salvo! Menudo hatajo de imbéciles. Tienen reparos, se lo toman con tiempo, buscan excusas. ¡Más prueba que la del artículo de ese periódico! Pero ¡mañana vuelvo a hablar con Tommaseo!

Se fue enfurecido a encerrarse en su despacho. A las siete de la tarde llamó Macannuco.

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