Andrea Camilleri - El campo del alfarero

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En los pedregosos aledaños de Pizzutello, la lluvia ha devuelto a la luz un cadáver con signos de haber sido ajusticiado por traición. Sin huellas dactilares y con el rostro desfigurado, las características no se corresponden con las de ningún desaparecido. Y cuando Mimì Augello insiste de forma muy extraña en hacerse cargo del caso personalmente, las alarmas de Montalbano se encienden.
Pese a que los molestos achaques de la edad lo tienen algo embotado, su infalible instinto lo lleva a no ceder las riendas y seguir adelante sin bajar la guardia. O tal vez el mejor estímulo sea la aparición en escena de Dolores Alfano, una mujer atractiva y seductora que denuncia la desaparición de su marido, de quien dejó de tener noticias poco antes de que embarcara hacia Sudamérica. Así, de manera gradual y casi imperceptible, dos casos en apariencia distantes empiezan a mezclarse.

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– Espera. Creo que de un tal Di Silvestro nos encargamos el año pasado, ya no recuerdo por qué. A los otros dos jamás los he oído nombrar. ¿Por qué te interesan?

– Hace tiempo tuve que ver con ellos por un intento de homicidio. Pero no tiene importancia, adiós.

Había sido una pregunta peligrosísima, pero se alegraba de haberla hecho. Si Mimì hubiera contestado que conocía a Pecorini, su situación a ojos del comisario se habría agravado considerablemente. O sea, que Dolores no le había hablado de su pasada historia con el carnicero. Bien mirado, no le convenía. Y, lo más importante, tampoco le había dicho que el chalet de sus encuentros amorosos era de Pecorini. Montalbano experimentó una alegría tan grande que se sorprendió de estar silbando, cosa que jamás había sido capaz de hacer.

***

La segunda jugada se llevó a cabo entrada la noche, cuando se disponía a ir al cuarto de baño para desnudarse y meterse en la cama.

– ¿Comisario Montalbano?

– Sí.

– Lamento profundamente verme obligado a llamarlo a esta hora, irrumpiendo en la intimidad de su hogar, quizá después de una jornada de duro trabajo…

Montalbano reconoció a su interlocutor. No sólo por la voz sino también por su manera de hablar, por las frases relamidas, hechas de curvas y recodos. Pero había que respetar las reglas del juego.

– ¿Puedo saber con quién hablo?

– Soy el abogado Guttadauro.

La primera vez que trató con él, Montalbano pensó que un gusano tenía más sentido de la honradez que Orazio Guttadauro, el hombre de confianza de Balduccio Sinagra. En sus posteriores contactos con el abogado, había llegado al convencimiento de que hasta un cagarro de perro tenía más sentido de la honradez.

– ¡Mi querido letrado! ¿Cómo está su amigo y cliente?

No hacía falta mencionar ningún nombre. Guttadauro lanzó un penoso suspiro. Después lanzó otro. Y después contestó:

– ¡Qué pena, dottore de mi alma, qué pena!

– ¿No está bien?

– No sé si usted sabe que hace unos meses estuvo muy mal.

– Me lo dijeron.

– Después se recuperó bastante, por lo menos físicamente, gracias a Dios.

Montalbano se planteó una sutil cuestión teológica: ¿a Dios había que darle las gracias por permitir que se restableciera un pluriasesino como Balduccio?

– Pero en ocasiones -añadió el abogado- ya no le rige demasiado la cabeza. A veces alterna los momentos de lucidez con, ¿cómo le diría?, momentos de confusión, de falta de memoria… ¡Qué pena, comisario! ¡Esa mente tan preclara!

¿Tenía que unirse al pesar? Decidió que no. Y tampoco tenía que preguntar el motivo de la llamada.

– Bueno pues, abogado, me despido y…

– Comisario, si me lo permite, debo solicitarle un favor en nombre de mi cliente y amigo.

– Si puedo.

– A él le agradaría mucho verlo. Me ha dicho que, antes de cerrar los ojos para adentrarse en la eternidad, le gustaría mucho reunirse una vez más con usted. Ya sabe la estima, muy alta, que le profesa. Dice que los hombres de tan ejemplar e inmaculada honradez como usted deberían…

«… ejercer como ministro del Interior», pensó Montalbano, pero en cambio dijo:

– Probablemente un día de éstos…

– No, comisario, si me lo permite. Resulta obvio que no he sabido explicarme. El desearía verlo enseguida.

– ¡¿Ahora?!

– Justamente ése es el término apropiado. Ya sabe cómo son los ancianos, por más venerables que resulten: se vuelven testarudos, caprichosos. Tenga la bondad de no darle un disgusto, una decepción a este gran hombre… Si usted es tan amable de abrir la puerta de su casa, encontrará un coche aguardándolo. No tiene más que subir. Lo esperamos. Con el placer anticipado de verlo dentro de muy poco.

Colgaron simultáneamente. Habían conseguido hablar durante un cuarto de hora sin mencionar el nombre de Balduccio Sinagra. Montalbano se puso la chaqueta y abrió la puerta. En medio de la oscuridad, el coche, que debía de ser negro, no se veía. Pero el motor encendido ronroneaba como un gato.

***

El abogado le abrió la puerta del coche, lo hizo entrar en el chalet y lo acompañó al dormitorio de don Balduccio. La habitación parecía de hospital y olía a medicinas. El viejo estaba tumbado con los ojos cerrados, con tubos de oxígeno acoplados a la nariz; junto al cabezal había una bombona enorme. Y al lado de la bombona había un hombre de casi dos metros de estatura y anchura, una especie de armario provisto de piernas. Guttadauro se inclinó sobre el viejo y le murmuró unas palabras. Don Balduccio abrió los ojos y le tendió una mano transparente a Montalbano. Este se la estrechó apenas, temiendo que, si apretaba, aquella mano se rompiera como el cristal. Después don Balduccio le hizo señas al armario humano, el cual, en un periquete, accionó una manivela que elevó un poco la cama y luego incorporó al mafioso hasta dejarlo sentado. Le colocó tres almohadas en la espalda, le quitó los tubos, cerró la bombona, puso una silla muy cerca de la cama y por fin se retiró.

El abogado permaneció de pie, apoyado en una consola.

– Ya no puedo leer, la vista no me responde -empezó don Balduccio-. Y por eso hago que me lean los periódicos. Parece que en Estados Unidos han llegado a mil las condenas a muerte cumplidas.

– Pues sí -dijo el mundano Montalbano, sin sorprenderse ante aquel inicio de conversación.

– A uno lo han amnistiado -terció Guttadauro-. Pero enseguida lo han compensado matando a otro en otro estado.

– ¿Usted, comisario, está a favor o en contra? -preguntó el viejo.

– Yo estoy en contra de la pena de muerte.

– No podía dudar de alguien como usted. Yo también estoy en contra.

¿Cómo en contra? ¿Acaso la decena larga de personas que había mandado matar no habían sido condenadas a muerte por él? ¿O don Balduccio establecía diferencias cuando la muerte la ordenaba él y cuando la ordenaba la ley?

– Pero antes estaba a favor -añadió el viejo.

Aquello tenía más sentido. ¿Cuántos verdugos implacables había tenido en nómina en el pasado?

– Hasta que me di cuenta de mi error, porque la muerte no tiene remedio. Me convencí por una cosa que me ocurrió hace muchos años con uno de mis parientes en Colombia… Orazio, amigo mío, ¿me alcanzas un vasito de agua?

Guttadauro así lo hizo.

– Tiene que perdonarme, pero es que me canso mucho hablando… Me dijeron que este pariente mío se dedicaba a sus intereses en lugar de a los míos; yo lo creí y cometí un error, di una orden equivocada. ¿Me explico?

– Perfectamente.

– Era más joven, no reflexioné. Al cabo de menos de seis meses supe que lo que me habían contado de ese hombre no era verdad. Pero el daño ya estaba hecho y no había marcha atrás. ¿Cómo podía compensarlo? Había una sola manera: convertir a su hijo en hijo mío. Y darle una vida limpia. Y ese muchacho me ha querido a pesar de que… y nunca habría cometido un fallo conmigo… ni jamás me habría dado un… un disgus… disgusto. Ya no… no puedo… más.

Era evidente que le faltaba el resuello.

– ¿Quiere que siga yo? -preguntó Guttadauro.

– Sí. Pero antes…

– Comprendo. ¡Gnazio!

Instantáneamente apareció el armario. El gigante inclinó la cama, quitó una almohada, introdujo los tubos en las fosas nasales del viejo, abrió la bombona y por fin se retiró.

Entonces Guttadauro prosiguió.

– Antes de embarcarse, Giovanni Alfano, pues usted ya habrá comprendido que estamos hablando de él, vino aquí con su mujer para despedirse de don Balduccio.

– Lo sé, la señora Dolores me enseñó las fotografías.

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