Andrea Camilleri - El campo del alfarero

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En los pedregosos aledaños de Pizzutello, la lluvia ha devuelto a la luz un cadáver con signos de haber sido ajusticiado por traición. Sin huellas dactilares y con el rostro desfigurado, las características no se corresponden con las de ningún desaparecido. Y cuando Mimì Augello insiste de forma muy extraña en hacerse cargo del caso personalmente, las alarmas de Montalbano se encienden.
Pese a que los molestos achaques de la edad lo tienen algo embotado, su infalible instinto lo lleva a no ceder las riendas y seguir adelante sin bajar la guardia. O tal vez el mejor estímulo sea la aparición en escena de Dolores Alfano, una mujer atractiva y seductora que denuncia la desaparición de su marido, de quien dejó de tener noticias poco antes de que embarcara hacia Sudamérica. Así, de manera gradual y casi imperceptible, dos casos en apariencia distantes empiezan a mezclarse.

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– ¿Qué hizo?

– En primer lugar, llamó a Dolores.

– ¿Qué le dijo?

– No se sabe. Di Gregorio dice que es fácil de imaginar. Y tiene razón. El caso es que, cuatro días después, Dolores emprendió un viaje a Colombia, diciendo a todo el mundo que iba a ver a su madre enferma.

– ¿Y Pecorini?

Dottore , le hago a usted la misma advertencia que a mí me hizo Di Gregorio: todo son habladurías, suposiciones, hipótesis.

– Dímelo de todos modos.

– Cuando tenía veinte años, Pecorini violó a una chica de diecisiete, hija de gente muy pobre. El padre de Pecorini indemnizó a la familia de la muchacha a cambio de que no presentaran una denuncia. Pero la chica se quedó preñada. Y dio a luz un varón al que llamaron Arturo como el padre y Manzella como la madre. Pecorini, no se sabe cómo, se encariñó con ese hijo no reconocido, lo ayudó a estudiar, a conseguir una licenciatura, a encontrar trabajo. Ahora el chico tiene treinta años, es contable, se ha casado y tiene un chiquillo de tres años, Carmelo.

– ¡Alto ahí, Fazio! ¿Esto qué es, la Biblia?

– Ya hemos llegado, dottore . Un día, mientras el pequeño Carmelo jugaba delante de la puerta de su casa, desapareció.

– ¿Cómo que desapareció?

– Desapareció, dottore . Se esfumó. Veinticuatro horas después, Arturo Pecorini cerró la carnicería y se fue a Catania.

– ¿Y el pequeño?

– Lo encontraron treinta y seis horas después jugando delante de la puerta de su casa.

– ¿Y qué dijo?

– Que un anciano muy amable, un abuelito, le había preguntado si quería dar un paseo, lo había invitado a subir a un coche y se lo había llevado a una casa muy bonita con muchos juguetes. Tres días después lo dejó en el mismo lugar donde lo había recogido.

– Típica manera de actuar de Balduccio. El viejo quiso hacer la operación en persona. ¿Y después?

– Pecorini, que había comprendido el aviso de Balduccio, tomó las de Villadiego. Y por eso a Dolores se le permitió regresar. Pero, antes, una gente de la familia Sinagra abordó a los amigos de Giovanni Alfano para hacerles a todos la misma recomendación: cuando Giovanni vuelva, no le habléis de esta historia del carnicero, pues don Balduccio no quiere que se lleve un disgusto.

– Pero tú me dijiste el otro día que ahora Pecorini regresa al pueblo de vez en cuando.

– Sí, viene dos veces a la semana, el sábado y el domingo. Poco después de irse a Catania, reabrió la carnicería de aquí y se la encomendó a su hermano. Pero parece que ya se ha quitado a Dolores de la cabeza.

– Muy bien, te lo agradezco.

Dottore , ¿me explica cómo ha sabido que el carnicero tuvo una historia con la señora Dolores?

– Pero ¡si yo no lo sabía!

– Ah, ¿no? Pues entonces, ¿cómo empezó enseguida a pedirme información sobre Pecorini? ¿Antes incluso de que la señora Dolores viniera a comisaría?

No podía revelarle la verdadera causa, es decir, que el carnicero era el propietario del chaletito donde Mimì practicaba ejercicios gimnásticos con Dolores.

– A lo mejor un día te lo digo, y tú mismo lo comprenderás. ¿Sabes si el dottor Augello está en su despacho?

– Sí, señor. ¿Lo aviso?

– Sí. Y vuelve con él.

Fazio se retiró. Montalbano apoyó la espalda en el respaldo, cerró los ojos y respiró profundamente dos o tres veces como preparándose para una inmersión. La escena que tenía en mente debía resultar perfecta, sin una palabra de más ni de menos. Los oyó acercarse. No abrió los ojos. Parecía absorto en una meditación.

– Mimì, entra y siéntate. Fazio, ve a decirle a Catarella que no me moleste por ninguna razón, y después vuelve.

Siguió con los ojos cerrados y Mimì no dijo nada. Montalbano oyó los pasos de Fazio al regresar.

– Entra, cierra la puerta con llave y siéntate tú también.

Finalmente abrió los ojos. Llevaba varios días sin ver a Mimì. Este tenía la cara amarillenta, los ojos hundidos, barba de dos días y el traje arrugado. Estaba sentado en el borde de la silla, con el talón izquierdo levantado y temblando, de lo nervioso que estaba. Era como una cuerda tan tensa que de un momento a otro podía romperse. Fazio, en cambio, mostraba un semblante preocupado.

– En los últimos tiempos -empezó Montalbano-, en nuestra comisaría no se respiran buenos aires.

– Quisiera explicarte que… -intervino Augello.

– Mimì, tú hablas cuando yo te lo diga. Probablemente la culpa de lo que está ocurriendo es en buena parte mía. Yo, y soy el primero en reconocerlo, he perdido el impulso, la fuerza que os inducía a seguirme siempre y en cualquier caso. Nos habíamos convertido, más que en un equipo, en un cuerpo único. Después la cabeza de este cuerpo empezó a no funcionar tan bien y todo el cuerpo se resintió. ¿Cómo lo dicen aquí en nuestra tierra? Un pescado huele mal por la cabeza.

– Mira, Salvo…

– Aún no te he dado permiso para hablar, Mimì. Por consiguiente, es natural que alguna parte de este cuerpo se haya negado a pudrirse con el resto. Me refiero a ti, Mimì. Pero antes de decirte lo que considero que debo decirte, rechazo tu afirmación de que nunca he querido concederte cierta autonomía, un espacio tuyo importante. Quieto; no hables. En su lugar, y Fazio es testigo, he intentado descargar en ti todas las investigaciones, porque comprendía, y comprendo, que ya no soy el de antes. Si no ha sucedido todas las veces que he querido, ha sido por tus obligaciones familiares, Mimì. He cargado con las investigaciones para dejarte tiempo que dedicar a tu familia. Ahora tú me pides, por carta, que te encomiende por entero el caso del critaru . ¿Quieres prepararte para la sucesión, Mimì?

– ¿Puedo hablar?

– Sólo para responder a mi pregunta.

– Las cosas no son como piensas.

– ¡Pues entonces no tienes que explicarme nada más. Creo que te bastará con mi palabra; no necesitas una respuesta por escrito. De acuerdo.

– ¿Qué significa de acuerdo?

– El caso Skorpio es tuyo, inspector Callaghan.

Mimì lo miró extrañado, sin comprender la cita cinematográfica de Montalbano. Pero sí la comprendió Fazio, que enrojeció de repente.

– ¿Quiere decir que usía pasa el testigo?

– Exactamente.

Al final Mimì lo entendió.

– ¿Me das el caso?

– Sí.

– ¿Seguro? A ver si después te arrepientes.

– No me arrepiento.

– ¿No intervendrás en las pesquisas?

– No.

– ¿Puedo actuar con plena libertad?

– Ciertamente.

– ¿Qué quieres a cambio?

– Mimì, no estamos en el mercado. Quiero tan sólo que respetes las reglas.

– ¿O sea?

– Que antes de dar cualquier paso… detenciones, ruedas de prensa, declaraciones, me informes.

– ¿Y si me dices que no lo haga?

– Jamás te lo diré. Sólo quiero que me informes a diario del desarrollo de la investigación.

– De acuerdo. Gracias.

Mimì se levantó y le tendió la mano. Montalbano se la estrechó y la retuvo apretándola un poco. Mimì no supo resistir.

– ¿Puedo abrazarte?

– Claro.

Se abrazaron. Mimì tenía los ojos húmedos.

– Esta mañana he telefoneado al dottor Lattes -dijo Montalbano-. Hoy estamos a jueves. Yo esta noche emprendo un viaje a Boccadasse y regreso el domingo por la noche. Por consiguiente, tú me vas a sustituir en todo, Mimì. Fazio irá a informarte a tu despacho de hasta dónde hemos llegado. Y se pondrá a tu disposición. En cuanto puedas, llama a Tommaseo y ponlo al corriente de todo. Fazio se reúne contigo dentro de cinco minutos.

Cuando Mimì se retiró, parecía a punto de bailar de alegría.

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