Andrea Camilleri - El campo del alfarero

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En los pedregosos aledaños de Pizzutello, la lluvia ha devuelto a la luz un cadáver con signos de haber sido ajusticiado por traición. Sin huellas dactilares y con el rostro desfigurado, las características no se corresponden con las de ningún desaparecido. Y cuando Mimì Augello insiste de forma muy extraña en hacerse cargo del caso personalmente, las alarmas de Montalbano se encienden.
Pese a que los molestos achaques de la edad lo tienen algo embotado, su infalible instinto lo lleva a no ceder las riendas y seguir adelante sin bajar la guardia. O tal vez el mejor estímulo sea la aparición en escena de Dolores Alfano, una mujer atractiva y seductora que denuncia la desaparición de su marido, de quien dejó de tener noticias poco antes de que embarcara hacia Sudamérica. Así, de manera gradual y casi imperceptible, dos casos en apariencia distantes empiezan a mezclarse.

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Montalbano lo despertó.

– ¿Recuerda a qué hora llegó?

– Pues… a las diez, diez y media.

– ¿Y después qué hizo?

– Comió en nuestro restaurante, que entonces estaba abierto, pues era temporada alta. Después dijo que quería ir a la playa. Volví a verla por la noche, pero no cenó, se fue a su habitación. A la mañana siguiente a las siete, Silvestre, el mecánico, le devolvió el coche. La señora pagó y se fue.

– Oiga, una última pregunta. ¿Entre Lido di Palmi y Gioia Tauro hay, qué sé yo, un autobús, un autocar, que una ambas localidades?

– Sí, en temporada alta. Hay varias conexiones aparte de las de Gioia Tauro y Palmi, naturalmente.

– O sea, que el cuatro de septiembre aún había conexiones, ¿no?

– Por aquí la temporada alta dura hasta finales de septiembre.

Montalbano consultó el reloj. Eran más de las cinco.

– Mire, señor Sudano, quisiera descansar una horita. ¿Tiene una habitación libre?

– Todas las que quiera. Estamos en temporada baja.

15

Durmió cuatro horas seguidas con un sueño de plomo. Cuando despertó, llamó a Fazio por el móvil.

– No voy a regresar esta noche. Nos vemos mañana por la mañana en la comisaría.

– De acuerdo, dottore .

– ¿Has hablado con el amigo de Alfano?

– Sí, dottore .

– ¿Te ha dicho algo interesante?

– Sí.

Debía de ser muy interesante si Fazio se hacía arrancar las palabras con tenazas. Cada vez que tenía que decir algo decisivo para una investigación, echaba mano del cuentagotas.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que fueron los Sinagra quienes desalojaron precipitadamente a Arturo Pecorini de Vigàta.

Montalbano se quedó pasmado.

– ¿Los Sinagra?

– Sí, señor dottore , don Balduccio en persona.

– ¿Y por qué?

– Porque en el pueblo habían empezado a circular rumores sobre una relación entre el carnicero y la señora Dolores. Y entonces don Balduccio mandó decirle a Pecorini que mejor cambiara de aires.

– Comprendo.

Dottore , lo ha estado buscando el ministerio público Tommaseo.

– ¿Sabes qué quería?

– Habló con Catarella, imagínese. Me parece que le telefoneó un compañero suyo de Reggio a propósito de un individuo que había desaparecido. Se quejó de que él no sabía nada de esa historia. Quiere ser informado. Creo que el compañero del dottor Tommaseo se refería a nuestro Giovanni Alfano.

– Yo también lo creo. Mañana intentaré hablar con él.

Se levantó de la cama, se duchó y se cambió. Se encaminó al bar-recepción, donde el señor Sudano no quiso cobrarle nada («total, estamos en temporada baja»), subió al coche y se fue.

Llegó a Villa San Giovanni cuando ya eran más de las diez y se dirigió a la misma trattoria donde había comido a última hora de la mañana. Ni siquiera esa cuarta vez lo decepcionó.

A la una de la madrugada desembarcó en la isla.

El tramo Messina-Catania lo hizo bajo una mala copia del diluvio universal. Los limpiaparabrisas no daban abasto para despejar el agua. Se detuvo en la cafetería del área de servicio de Barracca, Calatabiano y Aci S. Antonio, más para hacer acopio de valor y seguir adelante que por necesidad de café. En total tardó tres horas en recorrer un camino que con tiempo normal se cubría en una hora y media. Pero nada más rebasar Catania y enfilar la autopista de Enna, el diluvio no sólo terminó de golpe sino que incluso asomaron las estrellas. Tomó la salida de Mulinello y se dirigió a Nicosia. Al cabo de media hora vio a la derecha un letrero con la dirección de Mascalippa. Siguió aquella maltrecha carretera, que a ratos todavía conservaba un débil recuerdo del asfalto. Entró en Mascalippa cuando por las calles no se veía ni un alma. Se detuvo en la placita, que era igual a como él la había dejado muchos años atrás, bajó y encendió un cigarrillo. El frío le comía los huesos, el aire sabía a paja y hierba. Un perro se acercó y se detuvo a unos pasos. Movió la cola en señal de amistad.

– Ven aquí, Argos -le dijo Montalbano.

El perro lo miró, dio media vuelta y se alejó.

¡Argos! -insistió el comisario.

Pero el chucho desapareció doblando una esquina. Tenía razón el animal. Sabía que no era Argos . El cabrón era él, que creía ser Ulises. Se terminó el cigarrillo, volvió a subir al coche y se fue de regreso a Vigàta.

***

Despertó de un sueño beneficioso, plano y compacto. Durante el trayecto de Mascalippa a Vigàta se le habían aclarado las ideas y ahora sabía lo que tenía que hacer. Telefoneó a Livia antes de que ella se marchara al despacho. A las nueve llamó al dottor Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior de policía. Llegó a la comisaría más fresco que una rosa, tranquilo y descansado como si hubiera dormido toda la noche. Pero lo había hecho apenas tres horas.

– ¡Ah, dottori, dottori ! Ayer el ministerio público Gommaseo tilifonió que…

– Lo sé, me lo ha dicho Fazio. ¿Está en su despacho?

– ¿Quién? ¿Gommaseo?

– No; Fazio.

– Sí, siñor .

– Mándamelo enseguida.

Había correo recién llegado a espuertas, a paletadas; cubría toda la superficie del escritorio. Montalbano se sentó y empujó la correspondencia hacia los extremos para tener un poco de sitio delante. Sitio no para escribir, sino en todo caso para apoyar los codos. Entró Fazio.

– Cierra la puerta, siéntate y cuéntame mejor la historia de Balduccio Sinagra y Pecorini.

Dottore , usía me dijo que hablara con el tercer amigo de Giovanni Alfano. ¿Se acuerda? Pues bien, este amigo, que se llama Franco di Gregorio y me pareció una buena persona, es el que me contó la historia. En cambio, los otros dos no me han dicho nada. No han querido hablar.

– ¿Por qué?

– Si me deja contarlo a mi manera, lo haré.

– Muy bien, sigue.

– Digamos que hace poco más de dos años, este carnicero cincuentón perdió la cabeza por Dolores Alfano, que era clienta suya. No lo hizo con discreción y a escondidas, no, señor: empieza a enviarle un ramo de rosas todas las mañanas, le hace regalos, se sitúa delante de la puerta de su casa y espera a que salga para seguirla… En resumen, todo el pueblo se entera.

– ¿Está casado?

– No, señor.

– Pero ¿no sabe que Dolores es la mujer de Alfano, que es un protegido de don Balduccio?

– Lo sabe, lo sabe.

– ¡Pues entonces es un estúpido!

– No, señor dottore , no es un estúpido. Es un presuntuoso violento. Es uno que dice que no tiene miedo de nada ni de nadie.

– ¿Un engreído?

– No, señor. Arturo Pecorini es un hombre que no bromea, un delincuente. Cuando apenas tenía veinte años lo arrestaron por homicidio, pero tuvieron que absolverlo por falta de pruebas. Cinco años después, otra absolución por intento de homicidio. Después parece que no ha hecho otras cosas graves excepto alguna reyerta, porque es un prepotente. A los amigos que le dicen que sea más prudente, él les contesta que los Sinagra le importan un bledo, que prueben y verán.

– ¿Y por qué Dolores no recurrió a los carabineros, tal como había hecho con el otro pretendiente?

Fazio esbozó una sonrisita.

– Di Gregorio dice que Dolores no lo hizo porque el carnicero le gustaba. Y le gustaba mucho.

– ¿Fueron amantes?

– Nadie puede decirlo con certeza. Pero tenga en cuenta que el carnicero tenía su casa, y la sigue teniendo, a menos de veinte metros de la de los Alfano. De noche podían hacer lo que les diera la gana. Son calles de muy poco tráfico diurno, imagínese de noche. Después el asunto llegó a oídos de don Balduccio, a quien no le gustó que el carnicero hiciera cornudo a un pariente lejano suyo, pero sobre todo a un muchacho a quien apreciaba.

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