Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Capítulo 46

En cuanto hubo entrado, los faros del coche iluminaron puertas y ventanas. Cuadrados blancos de luz se proyectaron en las paredes cubiertas de grafitis, revelando mensajes antiguos: «Terry Perrish es gilipollas»; «Paz 79»; «Dios ha muerto». Ig se apartó de la luz, y se situó a un lado de la entrada. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, en medio de la habitación. Después se agazapó en su esquina y convocó a las serpientes con ayuda de sus cuernos.

Salieron de todos los rincones, cayeron de agujeros en la pared, asomaron de debajo del montón de ladrillos. Reptaron hasta el abrigo, tropezándose unas con otras con la prisa, y la prenda se retorció cuando estuvieron debajo. Después empezó a erguirse. El abrigo se levantó y se enderezó, las hombreras empezaron a cobrar forma y las mangas a moverse, hinchándose como si un hombre invisible estuviera metiendo los brazos por ellas. Por fin, del cuello salió una cabeza con cabellos enredados que se desparramaban sobre los hombros. Parecía un hombre con melena, o tal vez una mujer, sentado en el suelo en el centro de la habitación, meditando con la cabeza inclinada. Alguien que temblaba a un ritmo constante.

Lee hizo sonar la bocina de su coche.

– ¡Glenna! -llamó-. ¿Qué haces, cariño?

– Estoy aquí -contestó Ig con la voz de Glenna. Se agachó justo a la derecha de la puerta- . Joder, Lee, me he torcido el tobillo.

Una puerta de coche se abrió y se cerró. Ruido de pasos sobre la hierba.

– ¡Glenna! -llamó de nuevo Lee-. ¿Qué pasa?

– Estoy aquí sentada, cariño -dijo Ig-Glenna- . Justo aquí.

Lee apoyó una mano en el cemento y tomando impulso cruzó la puerta. Desde la última vez que Ig le había visto había engordado cincuenta kilos y se había afeitado la cabeza, una transformación casi tan asombrosa como que a uno le salgan cuernos. Por un momento Ig no entendió nada, no fue capaz de asimilar lo que veía. Aquél no era Lee; era Eric Hannity, con sus guantes azules de látex sujetando su porra y la cabeza quemada y llena de ampollas. A la luz de los faros la silueta huesuda de su cráneo estaba tan roja como la de Ig. Las ampollas de la mejilla izquierda eran gruesas y grandes y parecían estar llenas de pus.

– Eh, chica -dijo Eric con voz suave, lanzando miradas aquí y allá por la amplia y oscura habitación. No vio a Ig con la horca, agazapado como estaba en un rincón, en la más profunda de las sombras. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad y con las luces de los faros enfocándole directamente nunca lo harían. Y Lee tenía que estar fuera, en alguna parte. De alguna manera había imaginado el peligro y se había traído a Eric. Pero ¿cómo sabía Ig eso? Ya no llevaba encima la cruz a modo de protección. No tenía sentido.

Eric dio unos cuantos pasos cortos hacia la figura con abrigo, balanceando su porra obscenamente con la mano derecha.

– Di algo, zorra -dijo.

El abrigo tembló, agito débilmente un brazo y negó con la cabeza. Ig no se movió, estaba conteniendo el aliento. No se le ocurría qué hacer. Había supuesto que sería Lee quien entrara por la puerta, no otra persona. Pensó que lo cierto es que ésa era la historia de su breve vida como demonio. Se había esforzado cuanto sus poderes satánicos le habían permitido para organizar un asesinato limpio y sencillo y sus planes se estaban yendo al garete, como cenizas al viento. Tal vez era siempre así. Tal vez todos los planes del demonio no eran nada comparados con lo que eran capaces de tramar los hombres.

Eric avanzó despacio hasta situarse justo detrás del abrigo. Blandió la porra con ambas manos y asestó un golpe con todas sus fuerzas. El abrigo se desplomó y las serpientes se desparramaron como un gran saco que revienta. Eric dejó escapar un grito de asco y estuvo a punto de tropezarse con sus Timberlands al dar un paso atrás.

– ¿Qué? -gritó Lee desde alguna parte de fuera de la fundición-. ¿Qué ha pasado?

Eric aplastó con su bota la cabeza de una serpiente jarretera que se retorcía entre sus pies. Se deshizo con un frágil crujido, como se rompe una bombilla. Eric emitió un quejido de asco, empujó de una patada una culebra de agua y retrocedió hacia donde se encontraba Ig. Vadeaba en un géiser de serpientes y cuando se disponía a salir tropezó con una, que se enroscó alrededor de su tobillo. Eric realizó una pirueta sorprendentemente ágil, girándose ciento ochenta grados, antes de perder el equilibrio y caer sobre una rodilla, mirando a Ig. Se le quedó mirando son sus ojos pequeños y porcinos en su cara grande y quemada. Ig interpuso la horca entre los dos.

– ¡Me cago en Dios! -gritó Eric.

– Y yo contigo -dijo Ig.

– Vete al infierno, cabrón -dijo Eric mientras sacaba algo con una mano. Fue entonces cuando vio el revólver de cañón corto.

Sin pensarlo dos veces dio un salto e hundió la horca en el hombro izquierdo de Eric. Fue como clavarla en el tronco de un árbol, el retemblor del impacto subió por el mango de la horca hasta llegarle a las manos. Una de las púas hizo astillas la clavícula de Eric; otra se le clavó en el deltoides. El revólver se disparó al aire con una explosión semejante a la de un petardo, el sonido de un verano en Estados Unidos. Ig siguió empujando, haciendo que Eric perdiera el equilibrio y cayera de culo. El brazo izquierdo de éste soltó la pistola, que salió volando, y al caer al suelo se disparó otra vez, partiendo en dos a una serpiente ratonera.

Hannity gruñó. Daba la impresión de estar tratando de levantar un inmenso peso. Tenía la mandíbula cerrada y su cara, ya roja de por sí y salpicada de gruesas pústulas blancas, se estaba volviendo carmesí. Dejó caer la porra, levantó el brazo derecho y tiró de la cabeza de hierro de la horca como si quisiera arrancársela del torso.

– Déjalo -dijo Ig-. No quiero matarte. Si te la intentas sacar te harás más daño.

– No estoy… -dijo Eric- intentando… sacármela.

Con gran esfuerzo se volvió hacia la derecha arrastrando la horca por el mango, y con ella a Ig, fuera de la oscuridad hacia la puerta brillantemente iluminada. Ig no supo lo que iba a pasar hasta que pasó, hasta que se encontró perdiendo el equilibrio y arrancado de las sombras. Retrocedió tirando de la horca y por un momento las puntas curvadas desgarraron tendón y carne, luego se soltaron y Eric gritó.

No tenía duda de lo que iba a ocurrir a continuación e intentó llegar hasta la puerta, que lo enmarcó como una diana roja sobre papel negro, pero fue demasiado lento. La explosión del disparo no se hizo esperar y la primera víctima fue el oído de Ig. El revólver escupió fuego y los tímpanos de Ig entraron en colapso. De repente el mundo estaba envuelto en un silencio antinatural e imperfecto. Avanzó a trompicones y se abalanzó sobre Eric, quien profirió una especie de tos áspera y blanda, como un ladrido.

Lee se agarró al marco de la puerta con una mano y, tomando impulso, entró. En la otra mano llevaba una escopeta, que levantó sin prisa. Ig le vio quitar el seguro y distinguió con claridad cómo el casquillo usado saltaba de la recámara y trazaba una parábola en la oscuridad. Trató de saltar trazando él también un arco para convertirse en un blanco móvil, pero algo le sujetó del brazo, Eric. Le había cogido del hombro y se aferraba a él, ya fuera para usarle de muleta o de escudo humano.

Lee disparó de nuevo y alcanzó a Ig en las piernas, que se doblaron bajo su peso. Por un instante pudo sostenerse en pie. Hincó el mango de la horca en el suelo y se apoyó en ella para mantenerse erguido. Pero Eric continuaba sujetándolo por el brazo y él también había sido alcanzado por el disparo, no en las piernas, como Ig, sino en el pecho. Cayó de espaldas arrastrándolo con él.

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