Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Ig volvió la cabeza y lo intentó de nuevo, intentó detenerle y logró proferir una sola palabra:

– Terry.

Pero a continuación aquella dolorosa sensación de opresión le volvió a la garganta y no pudo decir nada más. Y de todas maneras Terry no le había prestado atención al oír su nombre.

Se inclinó sobre la portezuela para coger el teléfono que estaba sobre la manta abultada. Cuando lo cogió, uno de los pliegues se abrió y Terry vaciló, mirando los anillos de la serpiente allí enroscada, cuyas escamas brillaban como cobre pulido a la luz de las velas. Se escuchó un castañeteo.

La serpiente saltó como un resorte y mordió a Terry en la muñeca con un sonido que Ig oyó aunque estaba a casi un metro de distancia, el sonido que se hace al morder un trozo de carne. El teléfono voló por los aires, Terry gritó y al ponerse en pie se dio en la cabeza con el marco de hierro de la puerta. El impacto le hizo perder el equilibrio. Alargó las manos para evitar caer de bruces en el colchón mientras la mitad inferior de su cuerpo seguía fuera de la portezuela.

Los colmillos de la serpiente seguían clavados en su muñeca. Terry la agarró y tiró de ella y el animal le rasgó la muñeca y, tras retirar los colmillos, se enroscó y le atacó de nuevo, esta vez clavándole los dientes en la mejilla izquierda. Terry logró asirla y tirar de ella, y entonces la serpiente se hizo una bola y le mordió por tercera vez, como un boxeador golpeando un saco en el gimnasio.

Terry sacó el cuerpo de la trampilla y cayó al suelo de rodillas, sujetando a la serpiente a la altura de la cola. La levantó en el aire y la lanzó contra el suelo, como cuando se golpea un felpudo con una escoba para sacudirle el polvo. El cemento se cubrió de sangre y sesos de serpiente. Terry alejó la serpiente de sí y ésta rodó hasta quedar boca arriba, coleando frenéticamente contra el suelo. Poco a poco el ritmo descendió hasta que sólo movía la cola suavemente atrás y adelante, y se detuvo por completo.

Terry estaba arrodillado junto a la puerta del horno con la cabeza inclinada, como un hombre orante, un devoto penitente en la iglesia de la sagrada y perpetua chimenea. Los hombros le subían y bajaban con cada respiración.

– Terry -consiguió decir Ig.

Pero Terry no levantó la cabeza para mirarle. Si le oía -e Ig no estaba seguro de que así fuera-, no podía responder. Necesitaba concentrarse en llenar otra vez los pulmones de oxígeno. Si estaba teniendo un shock anafiláctico, entonces había que ponerle inmediatamente una inyección de epinefrina, de lo contrario, los tejidos de la garganta, al hincharse, le asfixiarían.

El teléfono de Glenna estaba en algún lugar del horno, a escasos metros de él, pero no sabía dónde lo había dejado caer Terry y no quería arrastrarse por todo el lugar mientras Terry se ahogaba. Se sentía muy débil y no estaba seguro de poder siquiera subir hasta la portezuela, a menos de un metro del suelo. En cambio el bidón de gasolina estaba fuera.

Sabía que ponerse en movimiento sería lo más duro y sólo el hecho de pensar en intentar volverse de costado encendió amplias e intricadas redes de dolor en el hombro y la entrepierna, cien fibras ardiendo. Cuanto más lo pensara, peor sería. Se giró hacia un lado y fue como si tuviera una ganzúa hundida en el hombro y alguien la estuviera retorciendo, empalándole poco a poco. Gritó -no supo que era capaz de gritar hasta ese momento- y cerró los ojos.

Cuando se le pasó el mareo, alargó el brazo bueno, lo apoyó en el suelo y empujó, levantándose unos centímetros. Después volvió a gritar. Intentó darse impulso hacia delante con las piernas, pero no sentía los pies, no sentía nada por debajo del dolor intenso y persistente de las rodillas. Tenía la falda empapada de sangre. Probablemente se había echado a perder.

– Y era mi preferida -susurró con la nariz aplastada contra el suelo-. La que pensaba ponerme para el baile.

Después se rió, una risa áspera y seca que le pareció especialmente desquiciada.

Se irguió unos centímetros más ayudándose de la otra mano y una vez más los cuchillos se clavaron en su hombro izquierdo y el dolor le irradió al pecho. La puerta no parecía más cerca y casi rió ante la aparente futilidad de todo aquello. Se arriesgó a mirar a su hermano, quien seguía arrodillado ante la portezuela, pero la cabeza se le había caído de modo que casi tocaba las rodillas. Desde donde estaba, Ig ya no podía ver lo que ocurría en el interior de la chimenea. Sólo veía la puerta entreabierta y la luz temblona de las velas colándose por ella y…

… había una puerta por la que se colaba una luz temblona.

Estaba muy borracho. No había estado tan borracho desde la noche en que habían matado a Merrin y quería estarlo todavía más. Había orinado sobre la virgen María, había orinado sobre la cruz. Se había orinado copiosamente los pies y se había reído de ello. Con una mano se subía los pantalones y mantenía la cabeza inclinada hacia atrás para intentar beber directamente de la botella cuando la vio, apoyada sobre las ramas enfermas de un viejo árbol seco. Era la parte de debajo de la casa del árbol, a unos cinco metros del suelo, y distinguió el amplio rectángulo de la trampilla de entrada, resaltado por una luz tenue y vacilante que se asomaba por los bordes. Las palabras escritas en la puerta apenas se distinguían en la oscuridad: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

– Oooooh -dijo Ig distraído mientras ponía el corcho a la botella y la dejaba caer-. Ahí estás. Ya te veo ahí arriba.

La casa del árbol de la imaginación le había engañado a base de bien -a él y a Merrin, a los dos- escondiéndose de su vista todos aquellos años. Nunca antes había estado allí ni tampoco la había visto las otras veces que había ido a visitar aquel lugar después de que mataran a Merrin. O tal vez siempre estuvo allí, pero él, no se encontraba en la disposición mental adecuada para verla.

Subiéndose la cremallera con una mano, se balanceó y empezó a avanzar…

… unos centímetros más por el suelo de cemento. No quería levantar la cabeza para comprobar cuánto había avanzado, temía descubrir que seguía tan lejos de la puerta como unos minutos antes. Alargó el brazo derecho y entonces…

… se agarró a la rama más baja y empezó a trepar. Su pie resbaló y tuvo que asirse con fuerza a una rama para no caer. Esperó a que se le pasara el mareo con los ojos cerrados, con la sensación de que el árbol estaba a punto de caerse con él encima. Después se recuperó y continuó subiendo con la temeridad que da el exceso de alcohol. Muy pronto se encontró sobre una rama que estaba justo debajo de la trampilla y se dispuso a abrirla. Pero ésta tenía algo pesado encima y sólo golpeaba ruidosamente contra el marco.

Alguien habló suavemente desde dentro, una voz que conocía bien.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! -gritó otra persona, una voz que conocía aún mejor, la suya propia. Desde el interior de la casa del árbol sonaba apagada y distante, pero aun asila reconoció de inmediato-. ¿Hay alguien ahí?

Por un momento fue incapaz de moverse. Ahí estaban al otro lado de la trampilla Merrin y él, los dos jóvenes, ilesos y completamente enamorados. Estaba allí y aún no era demasiado tarde para salvarlos de lo que estaba por venir, así que se levantó con determinación y empujó de nuevo la trampilla con los hombros…

… y abrió los ojos y miró perplejo a su alrededor. Llevaba un buen rato parpadeando, tal vez incluso diez minutos, y tenía el pulso lento y pesado. Antes el hombro izquierdo le ardía, pero ahora estaba frío y húmedo. El frío le preocupó; los cuerpos se enfrían al morir. Levantó la cabeza para orientarse y comprobó que estaba a menos de un metro de la puerta y de la caída de casi cuatro metros en la que no había querido pensar. El bidón de gasolina seguía allí, justo a la derecha. Sólo necesitaba salir por la puerta y…

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