Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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… podía contarles lo que iba a ocurrir, avisarles. Podía decirle al Ig joven que debía amar mejor a Merrin, confiar en ella, permanecer a su lado, advertirle de que les quedaba poco tiempo de estar juntos. Empujó la trampilla una y otra vez, pero ésta se limitaba a levantarse unos milímetros y a encajarse de nuevo en el marco.

– ¡Parad de una puta vez! -gritó el joven Ig desde dentro de la casa del árbol.

Ig se preparó para embestir una vez más la trampilla y entonces se detuvo, acordándose de cuando estaba al otro lado de la puerta.

Le había dado miedo abrir la trampilla y sólo reunió el suficiente valor para hacerlo cuando aquella cosa que les esperaba fuera dejó de intentar entrar a la fuerza. Y cuando la abrió no había nadie, no había nada fuera.

– Si hay alguien ahí… -dijo el joven Ig desde dentro-, ya te has divertido lo suficiente. Estamos asustados, lo has conseguido. Vamos a salir.

Escuchó cómo apartaban la butaca que obstruía la puerta e Ig empujó la trampilla desde debajo en el momento preciso en que el joven Ig la abría de golpe. Ig creyó ver la sombra fugaz de dos amantes saltando a su lado, pero era sólo un efecto de la luz de las velas, que conferían brevemente vida a la oscuridad.

Había olvidado apagar las velas y cuando metió la cabeza por la puerta abierta vio que seguían encendidas, así que…

… metió la cabeza por la abertura y entró. Dio en el suelo con los hombros y una descarga eléctrica, una explosión, le recorrió el brazo derecho, haciéndole pensar que se lo había fragmentado, roto en pedazos por la fuerza de la detonación. Encontrarían partes de él colgando de los árboles. Rodó hasta situarse de espaldas y abrió bien los ojos.

El mundo temblaba por efecto del impacto y un zumbido átono le llenaba los oídos. Cuando miró el cielo nocturno, fue como ver el final de una película muda: un círculo negro que empezaba a encogerse, a cerrarse sobre sí mismo, borrando el resto del mundo, dejándole…

… solo en la oscuridad de la casa del árbol.

Las velas se habían derretido hasta quedar reducidas a cabos de vela amorfos. La cera había formado columnas gruesas y brillantes, ocultando casi por completo al demonio agazapado a los pies de la menorá. La llama de luz proyectaba sombras por la habitación. La butaca manchada de moho estaba a la izquierda de la trampilla abierta. Las sombras de las figuras de porcelana temblaban en las paredes, los dos ángeles del Señor y el alienígena. La virgen María estaba caída de lado, tal y como recordaba haberla dejado.

Ig miró a su alrededor. Sólo unas cuantas horas, no años, habían transcurrido desde que estuvo en aquella habitación por última vez.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó. Al principio pensó que estaba hablando consigo mismo-. ¿Por qué traerme aquí si no puedo ayudarles?

Mientras hablaba se sentía más y más furioso. Sentía tensión en el pecho, una extraña opresión. Algunas de las velas humeaban y la habitación olía a cera derretida.

Tenía que haber una razón, algo que se suponía que debía hacer, encontrar. Tal vez algo que habían dejado allí olvidado. Miró la mesa con las figuras de porcelana y reparó en que el pequeño cajón estaba abierto unos milímetros. Caminó hasta él y lo abrió pensando que dentro habría algo, algo que pudiera usar, que le diera alguna información. Pero no había nada, a excepción de una caja de cerillas rectangular. Un diablo negro saltaba en la tapa con la cabeza echada hacia atrás, riendo. Tenía escritas las palabras «Cerillas Lucifer» en tipografía florida y decimonónica. La cogió y la miró fijamente, después cerró el puño como queriendo estrujarla. Pero no lo hizo. En lugar de ello permaneció allí con las cerillas en la mano observando las figurillas de porcelana… hasta que sus ojos repararon en el trozo de tela debajo de ellas.

La última vez que había estado en la casa del árbol, cuando Merrin aún estaba viva y el mundo era un lugar bueno, las palabras escritas en la tela estaban en hebreo y no había comprendido lo que significaban. Pero a la luz temblorosa de las velas las floridas letras negras bailaban como sombras fijadas mágicamente a un papel, desplegando un sencillo mensaje:

LA CASA DEL ÁRBOL DE LA IMAGINACIÓN

EL ÁRBOL DEL BIEN Y DEL MAL

VIEJA CARRETERA DE LA FUNDICIÓN, 1

GIDEON, NEW HAMPSHIRE, 03880

REGLAS Y SALVEDADES:

COGE LO QUE QUIERAS MIENTRAS ESTÉS AQUÍ

LLÉVATE LO QUE NECESITES AL MARCHAR

DI «AMÉN» AL SALIR

NO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR

L. MORNINGSTAR, PROPIETARIO

Ig no estaba seguro de comprender aquello tampoco ahora, aunque era capaz de leerlo. Lo que quería es a Merrin y nunca la recuperaría y, a falta de eso, lo único que deseaba era quemar aquel puto lugar, y como no estaba prohibido fumar, antes de darse cuenta había barrido la mesa con una mano, derribando la menorá encendida y las figuras de porcelana. El alienígena se tambaleó y rodó hasta el suelo. El ángel que tocaba la trompeta, el que se parecía a Terry, cayó en el cajón entreabierto. El segundo ángel, el que estaba junto a la virgen María con aire de fría superioridad, cayó sobre la mesa con un golpe seco y su cabeza altanera se desprendió del cuerpo.

Ig se volvió furioso…

… y vio el bidón de gasolina donde lo había dejado, apoyado contra la pared de piedra, a la derecha de la entrada. Se arrastró a través de un frondoso matorral y alargó la mano hasta tocar la lata con un sonido metálico y un chapoteo. Encontró el asa y la agarró. Le sorprendió comprobar que pesaba mucho, como si estuviera llena de cemento líquido. Palpó la parte de arriba en busca de las cerillas Lucifer y las colocó a un lado.

Permaneció inmóvil unos segundos, haciendo acopio de fuerzas para el acto final. Los músculos de su brazo derecho temblaban y no estaba seguro de poder llevar a cabo lo que necesitaba hacer. Por último decidió que estaba preparado para intentarlo y, con gran esfuerzo, levantó el bidón y le dio la vuelta.

La gasolina cayó sobre él como una lluvia vaporosa y brillante. La sintió en el hombro herido con un repentino escozor. Gritó, y un hongo de humo gris salió de sus labios. Los ojos le lloraban. El dolor era tan insoportable que tuvo que tirar el bidón y doblarse. Temblaba de pies a cabeza, enfundado en aquella ridícula falda azul, con unas sacudidas violentas que amenazaban con convertirse en convulsiones. Movió a tientas la mano derecha sin saber muy bien qué buscaba hasta que encontró la caja de cerillas Lucifer en el suelo.

El cri-cri de los grillos y el zumbido de los motores de los coches que circulaban por la autopista en la noche de agosto llegaban muy débilmente. La mano temblona dejó escapar varias cerillas. Cogió una de las pocas que quedaban y la pasó por la tira de lija de la caja. Se prendió con una chispa blanca.

Las velas se habían caído al suelo y habían rodado en varias direcciones. La mayoría seguían encendidas. El alienígena de caucho gris descansaba sobre una de ellas y una lengua blanca de fuego le derretía y ennegrecía uno de los lados de la cara. Uno de los ojos negros ya se había fundido, dejando en su lugar una cuenca vacía. Tres velas más habían terminado junto a la pared, bajo la ventana, cuyas cortinas de color blanco inmaculado ondeaban suavemente con la brisa de agosto.

Ig agarró las cortinas y tiró de ellas hasta arrancarlas de la ventana. Después las acercó a las velas encendidas. El fuego trepó por el nailon hasta amenazar con quemarle las manos. Las dejó caer sobre la butaca.

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