Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Q llevs puesto?

Ig se retorció, nervioso, la perilla mientras pensaba. Todavía no sabía si era capaz de hacerlo por teléfono, si la influencia de los cuernos podía transmitirse por radio y ser redirigida desde un satélite. Por otra parte, era un hecho de todos sabido que los teléfonos móviles los carga el diablo.

Seleccionó el mensaje de Lee y pulsó el botón de llamada.

Lee contestó al segundo ring.

– Dime que llevas algo sexy. Ni siquiera tiene por qué ser verdad, se me da muy bien imaginarme las cosas.

Ig abrió la boca pero habló con la voz suave, entrecortada y melosa de Glenna:

– Pues barro y polvo, eso es lo que llevo puesto. Estoy metida en un lío, Lee. Necesito que alguien me ayude. Me he quedado tirada con el puto coche.

Lee vaciló, y cuando habló de nuevo lo hizo con voz baja y medida:

– ¿Y dónde te has quedado tirada, corazón?

– Aquí, en la puta fundición -dijo Ig con la voz de Glenna.

– ¿La fundición? ¿Qué haces allí?

– He venido a buscar a Iggy.

– Pero ¿para qué quieres buscarlo? Glenna, eso ha sido una estupidez. Ya sabes que no es de fiar.

– Lo sé, pero no lo puedo evitar, estoy preocupada por él y su familia también. Nadie sabe dónde está, se ha perdido el cumpleaños de su abuela y no coge el teléfono. Por lo que sabemos, podría estar muerto. No lo puedo soportar y odio pensar que puede haberle pasado algo y que es culpa mía. En parte es también tuya, gilipollas.

Lee dijo riendo:

– Bueno, probablemente. Pero sigo sin entender qué haces en la fundición.

– Le gusta venir por aquí en esta época del año porque es donde murió Merrin. Así que pensé en echar un vistazo y el coche se me ha quedado atascado, e Iggy no está por ninguna parte. La otra noche me hiciste el favor de llevarme a casa. ¿Te importaría repetir?

Lee dudó un momento. Después dijo:

– ¿Has llamado a alguien más?

– Eres la primera persona que se me ha ocurrido -dijo Ig convertido en Glenna-. Vamos, no me hagas suplicar. Estoy de barro basta las orejas. Necesito cambiarme de ropa y lavarme.

– Vale -dijo Lee-. De acuerdo, pero con la condición de que me dejes mirar. Mientras te lavas, quiero decir.

– Eso depende de la prisa que te des en llegar aquí Estoy dentro de la fundición, esperándote. Cuando veas dónde se me ha quedado atascado el coche te vas a reír de mí. Vas a ver, te vas a quedar muerto.

– Estoy deseando verlo -dijo Lee.

– Date prisa, no me gusta estar aquí sola.

– Ya me lo imagino. No debe de haber más que fantasmas. Tranquila, que voy a por ti.

Ig colgó sin decir adiós. Después estuvo un rato agachado sobre las marcas de fuego en la pista Evel Knievel. El sol se había ocultado sin que se diera cuenta y el cielo había adquirido un color ciruela intenso, pespunteado por estrellas. Se irguió y se dirigió de vuelta a la fundición, para prepararse para la llegada de Lee. Se detuvo y recogió la cruz de Merrin de la rama del roble donde la había colgado y también cogió el bidón rojo de gasolina. Aún quedaba un cuarto de su contenido.

Capítulo 45

Supuso que Lee necesitaría al menos media hora para llegar hasta allí, más si venía desde Portsmouth. No parecía mucho tiempo y se alegró de ello. Cuanto más pensara en lo que tenía que hacer, menores eran las posibilidades de que llegara a hacerlo.

Había caminado hasta la entrada de la fundición y se disponía a trepar por la abertura que daba a la sala grande cuando escuchó un ruido de motor de coche a sus espaldas. De inmediato experimentó una descarga de adrenalina que le produjo escalofríos. Las cosas estaban sucediendo a gran velocidad; no era posible que fuera Lee, a no ser que se encontrara ya en su coche cuando Ig le llamó. Pero no era el Cadillac rojo de Lee, sino un Mercedes negro, y por alguna razón Terry estaba al volante.

Ig se agachó y dejó el bidón de gasolina apoyado contra la pared. Estaba tan poco preparado para ver a su hermano -aquí, ahora- que le costó trabajo aceptarlo. Terry no podía estar allí porque su avión ya debía haber aterrizado en California, y a estas alturas Terry tendría que estar ya disfrutando del calor semitropical y el sol del Pacífico en Los Ángeles. Ig le había ordenado marcharse, hacer lo que más le apetecía -que era poner tierra por medio- y eso debía haber bastado.

El coche giró y aminoró la marcha al acercarse al edificio, avanzando entre la hierba crecida y frondosa. Al ver a Terry, Ig se enfureció y se alarmó. Su hermano no pintaba nada allí y ahora casi no tendría tiempo de deshacerse de él.

Se arrastró a hurtadillas por el suelo de cemento, manteniendo la cabeza agachada. Llegó a la esquina de la fundición al mismo tiempo que el Mercedes, entonces apretó el paso y alargó una mano hacia la puerta del asiento del pasajero. La abrió y saltó dentro del coche.

La primera reacción de Terry fue gritar e intentar abrir la puerta de su lado para salir, pero entonces reconoció a su hermano y se detuvo.

– Ig -jadeó-, ¿qué eres? -Su mirada se detuvo en la falda mugrienta y después regresó a la cara de su hermano-. ¿Se puede saber qué coño te has hecho?

Al principio Ig no le entendió, no comprendía por qué estaba Terry tan conmocionado. Pero después reparó en la cruz, que aún sujetaba en la mano izquierda, con la cadena enrollada alrededor de los dedos, y comprendió que estaba neutralizando el poder de los cuernos. Por primera vez desde que había vuelto a casa, Terry estaba viendo a Ig tal y como era. El Mercedes avanzó a trompicones entre los matorrales de verano.

– ¿Por qué no paras el coche, Terry? -dijo Ig-. Antes de que nos caigamos por la pista Evel Knievel y terminemos en el río.

Terry pisó el freno y el coche se detuvo con brusquedad. Los dos permanecieron sentados en silencio. Terry respiraba entrecortadamente con la boca abierta. Estuvo largo tiempo mirando a Ig con expresión vacía y perpleja. Después se echó a reír, una risa convulsa y aterrorizada, pero que vino acompañada de una mueca en los labios que era casi una sonrisa.

– Ig, ¿qué estás haciendo aquí… así?

– Perdona, pero esa pregunta me corresponde hacerla a mí. ¿Qué estás haciendo aquí? Tenías un vuelo hoy.

– ¿Cómo has…?

– Tienes que irte de aquí, Terry. No tenemos mucho tiempo.

Mientras hablaba miró por el espejo retrovisor, vigilando la carretera. Lee estaría a punto de aparecer.

– ¿Tiempo para qué? ¿Qué va a pasar? -Terry vaciló un segundo y luego dijo-: ¿Por qué llevas falda?

– Tú, más que cualquier otra persona, deberías reconocer un homenaje a Motown cuando lo ves.

– ¿Cómo que Motown? ¿De qué hablas?

– De que tienes que largarte de aquí inmediatamente. Más claro, agua. Eres la persona equivocada en el lugar equivocado y en el momento equivocado, Terry.

– Pero ¿de qué me estás hablando? Me estás asustando. ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Por qué no haces más que mirar por el espejo retrovisor?

– Estoy esperando a alguien.

– ¿A quién?

– A Lee Tourneau.

Terry palideció.

– Ah -dijo-. Ya. ¿Y por qué?

– Sabes perfectamente por qué.

– Ah. O sea que ya lo sabes. ¿Qué es lo que sabes exactamente?

– Todo. Que estabas en el coche y que habías perdido el conocimiento. Y que lo organizó todo para que no pudieras contar nada.

Terry tenía las manos en el volante y movía los pulgares de arriba abajo. Tenía los nudillos blancos.

– Lo sabes todo. ¿Y por qué sabes que viene hacia aquí?

– Lo sé.

– Le vas a matar -dijo Terry. Era una afirmación, no una pregunta.

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