Por un instante tembló, después dio un paso atrás, tambaleándose, clavando un tacón en la tierra blanda, que cedió a su peso. Estuvo a punto de torcerse un tobillo antes de recuperar el equilibrio. Abrió la boca para proferir un grito, un verdadero grito de película de terror, un aullido profundo y torturado. Pero de su garganta no salió nada y, casi inmediatamente, su cara redonda había recuperado su expresión normal.
– Odiabas cómo estábamos antes -dijo el diablo.
– Lo odiaba -asintió Glenna, recuperando la expresión de dolor.
– Todo.
– No. Había un par de cosas que me gustaban. Me gustaba cuando hacíamos el amor. Cerrabas los ojos y yo sabía que estabas pensando en ella, pero no me importaba porque podía conseguir que te sintieras bien y eso me bastaba. Y también me gustaba cuando preparábamos el desayuno juntos los sábados por la mañana, un desayuno como Dios manda, con beicon, huevos y zumo, y después veíamos cualquier tontería en la tele y parecías feliz de pasarte todo el día sentado conmigo. Pero odiaba saber que nunca te importaría de verdad. Odiaba saber que no teníamos un futuro juntos y odiaba oírte hablar sobre lo divertida y lo lista que era Merrin. No podía competir con eso, nunca habría podido.
– ¿De verdad quieres que vuelva al apartamento?
– Yo soy la que no quiere volver. Odio ese apartamento. Odio vivir allí, quiero marcharme. Me gustaría empezar de cero en alguna otra parte.
– ¿Y adonde irías? ¿Dónde serías feliz?
– Iría a casa de Lee -dijo. La cara le brillaba y sonreía con una mezcla de dulzura y asombro, como una niña que ve Disneylandia por primera vez-. Iría vestida con una gabardina y no llevaría nada debajo; le daría una agradable sorpresa. Lee está deseando que vaya a verle. Esta tarde me ha mandado un mensaje diciendo que si tú no aparecías deberíamos…
– ¡No! -exclamó Ig con voz ronca y echando humo por la nariz.
Glenna se sobresaltó y se alejó de él.
Ig tomó aire y sorbió el humo que había expulsado. Cogió a Glenna del brazo, la encaminó en dirección del coche y echó a andar. La doncella y el demonio caminaron a la luz del horno del crepúsculo mientras el diablo la aleccionaba:
– No te relaciones con Lee. A ver, ¿qué ha hecho él por ti en toda su vida salvo regalarte una cazadora robada y tratarte como a una puta? Tienes que mandarle a tomar por culo. Te mereces algo mejor. Tienes que dar menos y pedir más, Glenna.
– Me gusta hacer cosas por la gente -dijo Glenna con una vocecilla valiente, como si le diera vergüenza.
– Tú también eres gente, así que ¿por qué no haces algo por ti? -Mientras hablaba, concentraba su voluntad en los cuernos y experimentaba calambres de placer en los nervios que los atravesaban-. Además, piensa en cómo has sido tratada. He destrozado tu apartamento, llevas días sin verme y luego vienes aquí y me encuentras haciendo el maricón vestido con una falda. Tirarte a Lee Tourneau no te servirá para vengarte de mí, necesitas hacer algo más. Te voy a dar una idea. Vete a casa, saca la cartilla del banco, vacía la cuenta y pégate unas buenas vacaciones. ¿Nunca has tenido ganas de dedicarte algo de tiempo a ti misma?
– Sería una pasada, ¿no? -dijo Glenna, pero al instante se le borró la sonrisa y añadió-: Me metería en problemas. Una vez pasé treinta días en la cárcel, y no quiero volver.
– Nadie te va a molestar. No después de haber venido hasta la fundición y haberme pillado aquí con mi faldita de encaje haciendo el maricón. Mis padres no te van a enviar a un abogado; no quieren que cosas como ésta se sepan. Además, toma mi tarjeta de crédito. Me apuesto a que mis padres seguirán unos cuantos meses pagando las facturas. La mejor manera de vengarse de alguien es mirarles por el espejo retrovisor mientras te alejas. Te mereces algo mejor, Glenna.
Estaban junto al coche de ésta. Ig abrió la puerta y la sostuvo para que entrara. Glenna le miró la falda y después a la cara. Sonreía. Y a la vez lloraba, gruesas lágrimas de rímel negro.
– ¿Es lo que te va, Ig? ¿Las faldas? ¿Por eso nunca nos lo pasábamos especialmente bien en la cama? De haberlo sabido habría intentado…, no sé, me habría esforzado más.
– No -dijo Ig-. Sólo la llevo porque no tengo unos leotardos rojos y una capa.
– ¿Unos leotardos rojos y una capa?
Glenna parecía algo confusa.
– ¿No es así como viste el diablo? Como un disfraz de superhéroe. En muchos sentidos creo que Satanás fue el primer superhéroe.
– Querrás decir supervillano.
– No. Héroe, sin duda. Piénsalo. En su primera aventura, adoptaba forma de serpiente para liberar a dos prisioneros a quienes ha encerrado desnudos en una jungla del Tercer Mundo un megalómano todopoderoso. Y ya de paso, amplió su dieta y les inició en su propia sexualidad. Es como un cruce entre Hombre Animal y el doctor Phil.
Glenna rió -una risa extraña, desgarbada y confusa-, pero le entró hipo y se le borró la sonrisa.
– Entonces, ¿dónde piensas ir? -preguntó Ig.
– No sé -dijo-. Siempre he querido ir a Nueva York. Nueva York de noche, con los taxis circulando con las ventanillas abiertas y música extranjera saliendo por ellas. Los vendedores de cacahuetes, esos cacahuetes dulces, por las esquinas. Los siguen vendiendo, ¿no?
– No sé si siguen. Antes desde luego sí, pero no he vuelto desde que murió Merrin. Ve a comprobarlo. Lo vas a pasar genial, como en tu vida.
– Y si largarse es tan bueno -dijo Glenna-, si resarcirme de todo es tan maravilloso, ¿por qué me siento como una mierda?
– Porque todavía no estás allí. Porque sigues aquí, y para cuando te hayas marchado todo lo que recordarás es que me viste vestido para el baile con mi mejor falda azul. Todo lo demás… lo olvidarás.
Para dar esta última instrucción concentró toda su fuerza de voluntad en los cuernos, tratando de que el pensamiento penetrara muy adentro en la cabeza de Glenna, más profundamente de lo que nunca la había penetrado en la cama.
Ésta asintió mirándole con ojos fascinados e inyectados en sangre.
– Olvidar. Vale.
Hizo ademán de meterse en el coche, después vaciló y miró a Ig por encima de la puerta.
– La primera vez que hablé contigo fue aquí. ¿Te acuerdas? Estábamos unos cuantos asando un zurullo. Qué cosa, ¿eh?
– Desde luego -dijo Ig-. De hecho, algo parecido es lo que tengo planeado para esta noche. Adelante, Glenna. Ya sabes, por el espejo retrovisor.
Glenna asintió y se dispuso a meterse en el coche, después se irguió, se inclinó sobre la puerta y le besó en la frente. Vio algunas cosas malas de ella que no sabía; había pecado a menudo y siempre contra sí misma. La sorpresa le hizo dar un paso atrás, con el tacto frío de sus labios aún en la frente y el olor a cigarrillo y a pipermín de su aliento en la nariz.
– Eh -dijo.
Glenna sonrió.
– A ver qué haces, Ig. Pareces incapaz de pasar una sola tarde en la fundición sin jugarte la vida.
– Sí -dijo-. Ahora que lo mencionas, se está convirtiendo en una costumbre.
Caminó de vuelta hasta la pista Evel Knievel para observar la brasa incandescente del sol hundirse en el río Knowles y consumirse poco a poco. Allí de pie, entre la hierba crecida, escuchó un curioso gorjeo que parecía provenir de un insecto desconocido. Lo escuchó con bastante claridad, pues con la oscuridad las langostas se habían callado. De todas maneras agonizaban ya, la maquinaria zumbona de su lascivia decaía conforme el verano tocaba a su fin. Escuchó el sonido de nuevo; procedía de los matorrales a su izquierda.
Se agachó para investigar y vio el teléfono de carcasa rosa semitransparente de Glenna en la hierba pajiza, donde se le había caído. Lo cogió y lo abrió. En el buzón de entrada había un mensaje de texto de Lee:
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