Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Ig habría podido tocar también de no ser por su asma. Nunca había logrado acumular el suficiente aire en los pulmones para hacer gemir la trompeta de aquella manera. Sabía que su padre quería que tocara, pero cuando se forzaba a hacerlo se quedaba sin oxígeno, empezaba a notar una horrible presión en el pecho y se le nublaba la vista. En alguna ocasión había llegado a perder el conocimiento.

Cuando fue evidente que nunca llegaría a ninguna parte como trompetista, lo intentó con el piano, pero aquello tampoco fue bien. Su profesor, un amigo de su padre, era un borracho con los ojos inyectados en sangre que apestaba a humo de pipa y que dejaba a Ig solo practicando una pieza complejísima compuesta por él mientras se echaba la siesta en la habitación de al lado. Después de aquello su madre había sugerido el bajo, pero para entonces Ig ya no estaba interesado en tocar un instrumento. En ese momento sólo le interesaba Merrin. Una vez que se enamoró de ella, dejó de necesitar a su familia y sus instrumentos musicales.

Tarde o temprano tendría que verles. A su madre, a su padre y también a Terry. Su hermano estaba en la ciudad, había llegado en el último vuelo nocturno para el ochenta cumpleaños de su abuela, que era al día siguiente, aprovechando que Hothouse se había interrumpido para las vacaciones de verano. Era la primera vez que Terry estaba en Gideon desde la muerte de Merrin y no iba a quedarse mucho tiempo, sólo dos días. Ig no le culpaba por querer marcharse enseguida. El escándalo había saltado justo cuando su show empezaba a despegar y podría haber sido el fin de su carrera. Decía mucho de Terry el que hubiera regresado a Gideon, un lugar donde se arriesgaba a ser fotografiado en compañía de su hermano, el violador y asesino, una fotografía por la que el Enquirer pagaría hasta mil dólares. Pero lo cierto es que Terry nunca había creído que Ig fuera culpable de nada. Había sido su principal y más encendido defensor en un momento en que su cadena de televisión habría preferido emitir un comunicado del tipo «Sin comentarios» y dejar aquello atrás.

Podría evitarles de momento, pero tarde o temprano tendría que arriesgarse a enfrentarse a ellos. Pensó que tal vez las cosas serían distintas con su familia. Tal vez serían inmunes a él y sus secretos continuarían siendo secretos. Les quería y ellos le querían a él. Tal vez podría aprender a controlarlo, a neutralizarlo, lo que quiera que fuera aquello. Quizá los cuernos desaparecieran. Habían venido sin avisar, ¿no podrían irse de la misma manera?

Se pasó la mano por sus cabellos lacios y escasos -¡se estaba quedando calvo a los veintiséis!- y después se apretó la cabeza con las palmas. Odiaba el ritmo frenético al que se sucedían sus pensamientos, la velocidad con que se sucedían unas a otras las ideas. Se tocó los cuernos con las yemas de los dedos y gritó de miedo. Estuvo a punto de suplicar: Por favor, Dios, por favor… Pero se contuvo y no dijo nada.

Le subió un cosquilleo por los antebrazos. Si ahora era un demonio, ¿podría seguir hablando de Dios? Tal vez le golpearía un rayo, le fulminaría con una ráfaga blanca. ¿Ardería?

– Dios -susurró.

No ocurrió nada.

– Dios, Dios, Dios -repitió.

Agachó la cabeza y escuchó, esperando a que pasara algo.

– Por favor, Dios, haz que desaparezcan. Lo siento si anoche hice algo que te cabreó. Estaba borracho -dijo.

Contuvo el aliento, levantó los ojos y se miró en el espejo retrovisor. Los cuernos seguían allí. Estaba empezando a acostumbrarse a ellos. Se estaban convirtiendo en parte de su cara. Este pensamiento le hizo estremecerse de asco.

Por el rabillo del ojo, a su derecha, vio una ráfaga color blanco. Enderezó el volante y detuvo el coche después de subirse al bordillo de la acera. Había estado conduciendo de forma inconsciente, sin prestar atención a dónde estaba y sin tener ni idea de adonde se dirigía. Había llegado, sin proponérselo, a la iglesia del Sagrado Corazón de María, donde durante las tres cuartas partes de su vida había acudido a misa con su familia y donde había visto a Merrin por primera vez.

Se quedó mirando el templo con la boca seca. No había estado allí ni en ninguna otra iglesia desde que mataron a Merrin; evitaba mezclarse con la gente, las miradas de los feligreses. Tampoco quería hacer las paces con Dios; más bien sentía que Dios tenía que hacer las paces con él.

Tal vez si entrara y rezara los cuernos desaparecieran. O tal vez…, tal vez el padre Mould supiera qué hacer. Entonces tuvo una idea: el padre Mould sería inmune al influjo de los cuernos. Si había alguien capaz de resistirse a su poder, pensó Ig, por fuerza tendría que ser un hombre de la Iglesia. Tenía a Dios de su lado y la protección de la casa de Dios. Tal vez podría hacerse un exorcismo. Unas gotas de agua bendita y unos cuantos padrenuestros quizá le devolvieran a la normalidad.

Dejó el coche encaramado en la acera y recorrió a pie el sendero asfaltado que conducía a la iglesia del Sagrado Corazón. Estaba a punto de abrir la puerta cuando se detuvo y retiró la mano. ¿Qué pasaría si, al tocar el picaporte, la mano empezaba a arder? ¿Y si no lograba entrar?, se preguntó. ¿Y si al tratar de cruzar el umbral alguna oscura fuerza le repelía, haciéndole caer de espaldas? Se imaginó tambaleándose por la nave, con humo brotándole del cuello de la camisa, los ojos salidos de las órbitas como los de un personaje de tebeo, se imaginó asfixiándose víctima de horribles dolores.

Se obligó a agarrar el picaporte. Una de las hojas de la puerta cedió a la presión de su mano, una mano que no ardía, ni le escocía ni le dolía en modo alguno. Escudriñó en la oscuridad de la iglesia, por encima de las filas de bancos barnizados de color oscuro. Olía a madera especiada y a viejos himnarios, con sus gastadas tapas de piel y hojas quebradizas. Siempre le había agradado aquel olor y le sorprendió comprobar que seguía gustándole, que no le hacía atragantarse.

Cruzó el umbral, extendió los brazos y esperó. Se examinó un brazo y a continuación el otro, esperando ver humo salir de los puños de la camisa. No pasó nada. Se llevó una mano al cuerno de la sien derecha. Seguía allí. Esperaba notar un hormigueo, un dolor pulsátil, algo. Pero no sintió nada. La iglesia era una caverna silenciosa y oscura, iluminada tan sólo por el brillo pastoso de las vidrieras policromadas. María a los pies de su hijo mientras éste agonizaba en la cruz. Juan bautizando a Jesús en el río.

Pensó que debía ir hasta el altar, arrodillarse y suplicar a Dios que le diera una tregua. Una plegaria se formó en sus labios: Por favor, Dios, si haces que desaparezcan los cuernos te serviré siempre. Volveré a venir a la iglesia, me haré sacerdote. Difundiré la palabra de Dios en calurosos países del Tercer Mundo donde todo el mundo tenga la lepra, si es que la lepra sigue existiendo.

Pero, por favor, haz que desaparezcan, haz que vuelva a ser el de antes. No llegó a pronunciarla, sin embargo. Antes de que pudiera dar un paso, escuchó un suave ruido metálico de hierro chocando contra hierro que le hizo volver la cabeza.

Seguía en la entrada que conducía al patio y a su izquierda había una puerta, ligeramente entreabierta, que daba a una escalera. Abajo había un pequeño gimnasio abierto que los parroquianos podían usar para distintos propósitos. De nuevo un sonido de hierro chocando con suavidad. Ig empujó la puerta con la mano y, conforme ésta se abría, por ella se coló una melodía country.

– ¿Hola? -llamó desde el umbral.

Otro ruido metálico y luego un resoplido.

– ¿Sí? -respondió el padre Mould-. ¿Quién es?

– Ig Perrish, señor.

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