Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Durante aquellos primeros meses desde que volvió a casa de sus padres, éstos le trataron y mimaron como si fuera un niño otra vez. Como si reposara en la cama con gripe y sus padres estuvieran decididos a ayudarlo a ponerse bueno a base de tranquilidad y buenos alimentos. Caminaban de puntillas, como si temieran que el ruido de sus quehaceres cotidianos pudiera trastornarle. Resultaba curioso que demostraran tanta consideración con él cuando al mismo tiempo le creían capaz de hacer cosas tan horribles a una chica a la que ellos también habían querido.

Pero una vez que las pruebas en su contra tuvieron que ser descartadas y la espada de Damocles de la justicia dejó de pender sobre su cabeza, sus padres se habían distanciado y refugiado en sí mismos. Mientras se enfrentaba a un juicio por asesinato le habían querido y se habían mostrado dispuestos a luchar hasta el final por él, pero en cuanto quedó claro que no iría a la cárcel parecieron aliviados de perderlo de vista.

Durante nueve meses siguió viviendo con ellos, pero cuando Glenna le propuso compartir el alquiler no tuvo que pensárselo demasiado. Después de mudarse sólo veía a sus padres cuando iba a visitarles. No quedaban en la ciudad para comer, para ir al cine o de compras, y ellos nunca habían estado en su apartamento. Algunas veces, cuando les visitaba, se encontraba con que su padre estaba fuera, en un festival de jazz en Francia o en Los Ángeles trabajando en la banda sonora para una película. Nunca conocía los planes de su padre con antelación y éste no le llamaba para decirle que estaba fuera de la ciudad.

Mantenía charlas insustanciales con su madre en el porche en las que nunca hablaban de nada importante. Cuando Merrin murió acababa de recibir una oferta de trabajo en Inglaterra, pero lo ocurrido había trastocado su vida por completo. A su madre le dijo que pensaba volver a la universidad, que iba a solicitar plaza en Brown y Columbia. Y era verdad. Tenía los impresos encima del microondas en el apartamento de Glenna. Uno de ellos lo había usado a modo de plato para comerse un trozo de pizza y el otro estaba lleno de marcas de tazas de café. Su madre le seguía la corriente, le animaba y celebraba sus planes sin hacerle preguntas embarazosas, como por ejemplo si ya había concertado entrevistas con las universidades o si pensaba buscar trabajo mientras esperaba a saber si le habían admitido en alguna. Ninguno de los dos quería echar abajo el frágil espejismo de que las cosas estaban volviendo a la normalidad, de que tal vez lo de Ig tenía solución, de que podría seguir adelante con su vida.

En sus visitas esporádicas a casa de sus padres sólo se encontraba realmente a gusto cuando estaba con Vera, su abuela, que vivía con ellos. No estaba seguro ni siquiera de si se acordaba de que le habían arrestado y acusado de violación y asesinato. Pasaba casi todo el tiempo en una silla de ruedas desde que le pusieron una prótesis de cadera que, inexplicablemente, no le había devuelto la capacidad de andar, e Ig solía sacarla a pasear por el camino de grava y atravesaba el bosque al norte de la casa de sus padres hasta Queen's Face, una alta pared de piedra muy popular entre los aficionados al ala delta. En un día cálido y ventoso de julio podía verse a cinco o seis de ellos a lo lejos, planeando y remontando las corrientes de aire en sus cometas de colores tropicales. Cuando iba allí con su abuela y miraba a los pilotos enfrentándose a los vientos que soplaban en la proximidades de Queen's Face, casi le parecía volver a ser el mismo que cuando Merrin estaba viva, alguien a quien le agradaba hacer cosas por los demás, alguien que disfrutaba respirando aire puro.

Cuando subía por la colina que conducía a su casa vio a Vera en el jardín delantero, sentada en su silla de ruedas con un vaso de té helado en una mesita auxiliar junto a ella. Tenía la cabeza ladeada sobre el pecho; estaba dormida, se había quedado traspuesta al sol. Tal vez la madre de Ig había estado sentada con ella, pues sobre la hierba había una manta de viaje arrugada. El sol daba en el vaso de té transformando sus bordes en un aro de luz, en un halo plateado. La escena era de total placidez, pero en cuanto Ig detuvo el coche, el estómago se le encogió. Ahora que había llegado no quería bajarse. Le aterraba enfrentarse a aquellos a quienes había venido a ver.

Salió del coche. No podía hacer otra cosa.

Al lado del sendero de entrada había aparcado un Mercedes negro que no reconoció, con matrícula de Álamo. Era el coche de alquiler de Terry. Ig se había ofrecido a recogerle en el aeropuerto, pero éste le había dicho que no merecía la pena. Llegaría tarde y además quería tener su propio coche, así que quedaron en verse el día siguiente. Por eso Ig había salido con Glenna la otra noche y había terminado borracho y solo en la antigua fundición.

De todos los miembros de su familia, al que menos le asustaba ver era a Terry. Fuera lo que fuera lo que éste le confesara, adicciones secretas o miserias, Ig estaba dispuesto a perdonarle. Se lo debía. Tal vez, de alguna manera, a Terence era a quien había ido a ver realmente. Cuando Ig estaba pasando el peor momento de su vida, Terry había salido cada día en los periódicos asegurando que las acusaciones contra su hermano eran una farsa, un completo disparate, y que su hermano era incapaz de hacer daño a alguien a quien quería. Ig pensaba que si había alguien capaz de ayudarle ahora, sin duda era Terry.

Caminó por el césped hasta donde estaba Vera. Su madre la había dejado mirando a la larga ladera de hierba que descendía hasta desaparecer en un cercado, al final de la colina. Dormía con la cabeza apoyada sobre el hombro, tenía los ojos cerrados y al respirar emitía un leve silbido. Al verla descansar así, Ig se relajó un poco. Al menos no tendría que hablar con ella, no se vería obligado a escucharla mientras le revelaba algún vergonzoso secreto. Era un alivio. Se quedó mirando el rostro delgado, cansado y surcado de arrugas y le invadió un sentimiento de ternura casi dolorosa al recordar las mañanas que habían pasado juntos bebiendo té y comiendo galletas de mantequilla de cacahuete mientras veían El precio justo. Llevaba el pelo recogido en la nuca, pero algunas horquillas se habían soltado y mechones del color de la luna le caían sobre las mejillas. Apoyó con suavidad una mano sobre las de ella sin ser consciente de lo que ese gesto traía consigo.

A su abuela, supo entonces, no le dolía la cadera, pero le gustaba estar en una silla de ruedas de manera que la gente tuviera que llevarla de un lado a otro y estar pendiente de ella en todo momento. Tenía ochenta años y eso le daba derecho a ciertas cosas. En especial le gustaba mangonear a su hija, quien pensaba que su mierda no apestaba porque tenía el dinero suficiente para limpiársela con billetes de veinte dólares, estaba casada con un venido a menos y era madre de una estrella de la telebasura y un asesino depravado. Claro que eso suponía una mejora respecto a lo que había sido antes: una prostituta de medio pelo que había tenido la suerte de cazar a un cliente relativamente famoso con una vena sentimental. A Vera seguía sorprendiéndole que su hija hubiera sido capaz de salir de Las Vegas con un marido y un monedero lleno de tarjetas de crédito en lugar de una sentencia de diez años de cárcel y una enfermedad venérea incurable. En su fuero interno estaba convencida de que Ig conocía el pasado de puta barata de su madre, que ello le había llevado a desarrollar un odio patológico hacia las mujeres y que por eso había matado a Merrin. Estas cosas siempre eran tan freudianas… Y evidentemente esa Merrin no había sido más que una oportunista, contoneándose delante de las narices del chico desde el primer día, a la caza de un anillo de compromiso y la fortuna familiar. Con sus minifaldas y sus camisetas escotadas, Merrin Williams había sido, en opinión de Vera, poco menos que otra puta.

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