Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Las escaleras tenían un siglo de antigüedad y crujieron y protestaron mientras Ig las subía. En cuanto hubo llegado arriba, la puerta al final del rellano, a la derecha, se abrió y su padre asomó la cabeza. Ig había vivido esta escena cientos de veces: su padre se distraía con facilidad y era incapaz de oír a alguien subiendo las escaleras sin asomarse a ver quién era.

– Ah -dijo-, Ig. Pensaba que eras…

Pero su voz se apagó. Su vista viajó desde los ojos de Ig a sus cuernos. Se quedó allí parado en camiseta interior y tirantes, descalzo.

– Vamos, dímelo -dijo Ig-. Ahora es el momento en que me cuentas algo horrible que has estado callándote. Probablemente algo sobre mí. Así que dilo y me quitaré de en medio.

– Lo que quiero es simular que estoy muy ocupado en mi despacho para así no tener que hablar contigo.

– Vaya, no está mal.

– Verte es demasiado duro.

– Ya lo sé. Acabo de hablar de ello con mamá.

– Pienso en Merrin, en lo buena chica que era. ¿Sabes? En cierta manera yo la quería. Y me dabas envidia. Nunca he estado enamorado de nadie como lo estabais vosotros dos. Desde luego no de tu madre, esa puta obsesionada por el estatus social. La peor equivocación de mi vida. Todo lo malo que hay en mi vida es resultado de mi matrimonio. Pero Merrin era un encanto. Era imposible oírla reírse sin una sonrisa. Cuando pienso en cómo la violaste y la mataste me dan ganas de vomitar.

– Yo no la maté -dijo Ig con la boca seca.

– Y lo peor de todo -continuó Derrick Perrish- es que ella era mi amiga y me admiraba. Y yo te ayudé a quedar libre. -Ig le miró fijamente-. Fue el tipo que dirige el laboratorio forense estatal, Gene Lee. Su hijo murió de leucemia hace unos pocos años, pero antes de que la palmara le ayudé a conseguir entradas para un concierto de Paul McCartney y logré que los dos conocieran a Paul después y todo el rollo. Cuando te arrestaron, Gene se puso en contacto conmigo. Me preguntó si eras culpable y yo contesté -se lo dije a él- que no podía darle una respuesta sincera. Dos días después hubo aquel incendio en el laboratorio estatal de Concord. Gene no estaba destinado allí -él trabaja en Manchester-, pero siempre he dado por hecho…

A Ig se le revolvieron las entrañas. Si las pruebas forenses recogidas en la escena del crimen no hubieran sido destruidas, habría sido posible determinar su inocencia. Pero habían ardido, y con ellas todas sus esperanzas y todas las cosas buenas que había en su vida. En algunos momentos de paranoia le había dado por pensar que había una conspiración secreta para condenarle y acabar con él. Ahora comprobaba que estaba en lo cierto: había habido fuerzas secretas conspirando contra él, sólo que estaban orquestadas por personas decididas a protegerle.

– ¿Cómo pudiste hacer una cosa semejante? ¿Cómo pudiste ser tan estúpido? -preguntó Ig, sin aliento y con un sentimiento de conmoción muy cercano al odio.

– Eso es lo que me pregunto todos los días. La cosa es que cuando el mundo se vuelve contra tus hijos y les saca los dientes, tu deber es interponerte en su camino. Eso es algo que todo el mundo entiende. Pero esto…, Merrin era como una hija para mí. Estuvo viniendo a esta casa todos los días durante diez años. Confiaba en mí. Le compraba palomitas en el cine, iba a sus partidos de lacrosse, jugábamos a las cartas. Era preciosa y te quería, y tú le partiste el cráneo. Hice mal en encubrirte. Deberías haber ido a la cárcel. Cuando te veo aquí en casa me dan ganas de borrarte esa estúpida cara de mártir de un guantazo. ¡Como si tuvieras motivos para sentirte desgraciado! Has salido impune de un asesinato. Literalmente. Y encima me has implicado a mí. Me siento sucio. Cuando hablo contigo se me pone la carne de gallina. ¿Cómo pudiste hacerle eso a Merrin? Era una de las mejores personas que he conocido. Desde luego era lo que más me gustaba de todo lo que tuviera que ver contigo.

– A mí también -dijo Ig.

– Quiero volver a mi despacho -dijo su padre con la boca abierta y respirando pesadamente-. Te veo y necesito irme. A mi despacho. A Las Vegas, a París. A donde sea. Quiero marcharme y no volver nunca.

– Y realmente piensas que yo la maté. ¿Nunca te has preguntado si todas esas pruebas que Gene y tú destruisteis podían haberme salvado? Con todas las veces que te aseguré que yo no lo había hecho…, ¿nunca se te pasó por la cabeza que a lo mejor -sólo a lo mejor- era inocente?

Su padre le miró unos instantes, incapaz de contestar. Después dijo:

– No. La verdad es que no. Lo que me sorprendió fue que no le hubieras hecho algo antes. Siempre he pensado que eras un asqueroso pervertido de mierda.

Capítulo 9

Se detuvo un minuto entero en el umbral de su habitación.

No entró ni se tumbó en la cama, como había pensado hacer. Le volvía a doler la cabeza, en las sienes, en la base de los cuernos. Por el rabillo del ojo sentía palpitar la oscuridad al mismo ritmo que su pulso.

Necesitaba descansar más que nada en el mundo. Quería que se acabara toda aquella locura. Necesitaba la caricia fría de una mano en su frente. Quería que Merrin volviera, quería llorar hundiendo la cara en su regazo y notar sus dedos acariciándole la nuca. Todos sus recuerdos de paz estaban asociados a ella. La brisa de una tarde de julio, tumbados en la hierba junto al río. Un día lluvioso de octubre, bebiendo sidra en el cuarto de estar de ella envueltos en una manta. Su nariz fría junto a la oreja.

Recorrió la habitación con la vista y observó los detritos de su vida acumulados. Vio la funda de su vieja trompeta sobresaliendo un poco desde debajo de la cama, la cogió y la apoyó en el colchón. Dentro estaba el instrumento plateado. Estaba brillante y las llaves suaves, como desgastadas por el uso.

Y en efecto lo estaban. Incluso cuando supo que debido a la debilidad de sus pulmones no podría tocar nunca más, por razones que ya no lograba entender había seguido practicando. Cuando sus padres le mandaban a la cama se ponía a tocar en la oscuridad. Tumbado de espaldas bajo las sábanas, recorría las llaves con los dedos. Tocaba a Miles Davis, a Wynton Marsalis y a Louis Armstrong. Pero la música estaba sólo en su cabeza. Porque aunque colocaba los labios en la boquilla, no se atrevía a soplar, por miedo a invocar la oleada de vértigo y de nieve negra. Todas esas horas practicando sin un propósito útil se le antojaban una absurda pérdida de tiempo.

En un súbito ataque de furia vació el contenido de la funda. Cogió la trompeta y toda su parafernalia -lengüetas, aceite para engrasar las llaves, boquilla de repuesto- y lo lanzó contra la pared. Lo último que cogió fue la sordina, una Tom Crown que parecía un adorno navideño de gran tamaño hecha de cobre bruñido. Hizo ademán de tirarla pero los dedos se negaban a abrirse, no le dejaban lanzarla. Era un objeto bellamente fabricado, pero no era ésa la razón por la que continuaba aferrándola. En realidad no sabía por qué lo hacía.

Lo que se hacía con una Tom Crown era encajarla en la campana de la trompeta para ahogar el sonido. Si se usaba correctamente producía un gemido lascivo e insinuante. Ig la miró con el ceño fruncido. En su cabeza había un pensamiento que no lograba identificar. No se trataba de una idea, todavía no. Más bien una noción confusa, que iba y venía. Algo que tenía que ver con las trompetas, con sus parientes las cornetas, los antepasados de éstas, los cuernos, y con la manera de sacarles el máximo partido.

Dejó la sordina y volvió su atención a la funda de la trompeta. Sacó el acolchado de gomaespuma, metió una muda de ropa y después se puso a buscar su pasaporte. No porque estuviera pensando en salir del país, sino porque quería llevarse todo lo importante, de forma que no tuviera que regresar.

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