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Joe Hill: Cuernos

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Joe Hill Cuernos

Cuernos: краткое содержание, описание и аннотация

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA? La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse. Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo… Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Que, de hecho, era lo que había pasado cuando se miró en el espejo.

– Cuesta recordar que están ahí -dijo el médico-. Una vez aparto la vista de ellos se me olvida que los tiene; no sé por qué.

– Pero ahora los está viendo.

El doctor asintió.

– ¿Y nunca ha visto nada parecido?

– ¿Está usted seguro de que no debería meterme una raya de oxi? -preguntó el médico. De repente el rostro se le iluminó-. Podríamos compartirla. Colocarnos juntos.

Ig negó con la cabeza.

– Por favor, escúcheme. -El doctor hizo una mueca de desagrado, pero asintió-. ¿Por qué no llama a otros médicos? ¿Por qué no se toma esto más en serio?

– Si le soy sincero -contestó el doctor-, resulta un poco difícil concentrarse en su problema. No dejo de pensar en las pastillas que llevo en el maletín y en esa amiga de mi hija, Nancy Hughes. Dios mío, quiero tirármela. Pero cuando pienso en ello me pongo un poco enfermo. Todavía lleva un aparato dental.

– Por favor -insistió Ig-. Le estoy pidiendo su opinión médica, su ayuda. ¿Qué puedo hacer?

– Putos pacientes -dijo el médico-. Sólo les importan sus propios problemas.

Capítulo 5

Condujo. No pensó adonde y durante un rato no importó.

Bastaba con seguir moviéndose.

Si había un lugar en el mundo que pudiera considerar su hogar, era su coche, su Gremlin AMC de 1972. El apartamento era de Glenna. Ya vivía allí antes de que él se mudara y seguiría haciéndolo cuando terminaran, cosa que parecía que estaba ocurriendo ahora. Durante un tiempo había vuelto a casa de sus padres, inmediatamente después del asesinato de Merrin, pero no se sintió en casa, ya no pertenecía a ese lugar. Lo único que le quedaba ahora era el coche, que era un vehículo pero también un lugar donde vivir, el espacio donde había transcurrido gran parte de su vida, momentos buenos pero también malos.

Los buenos: hacer el amor con Merrin dentro de él, golpeándose la cabeza con el techo y la rodilla con la palanca de cambios. Los amortiguadores traseros estaban gastados y chirriaban con las sacudidas del coche, un sonido que obligaba a Merrin a morderse el labio para no reírse mientras tenía a Ig entre las piernas. Los malos: la noche en que Merrin fue violada y asesinada junto a la vieja fundición mientras él estaba durmiendo la mona en el coche, odiándola en sueños.

El Gremlin había sido su refugio cuando no tenía adonde ir, cuando no había nada que hacer excepto conducir por Gideon, deseando que algo ocurriera. Las noches en que Merrin tenía que trabajar o estudiar se dedicaba a dar vueltas con su mejor amigo, el alto, delgado y medio ciego Lee Tourneau. Solían conducir hasta el río, donde a veces había una hoguera y gente que conocían, un par de camionetas aparcadas en el malecón, una nevera llena de Coronitas. Se sentaban en el capó del coche y observaban las chispas del fuego elevarse y desaparecer en la noche, las llamas reflejándose en las oscuras y rápidas aguas. Hablaban sobre formas chungas de morir, un tema de conversación que se les antojaba de lo más normal, allí aparcados tan cerca del río Knowles. Ig opinaba que lo peor era morir ahogado, y lo sabía por experiencia. El río le había engullido una vez y le había empujado hacia el fondo, metiéndose en su garganta. Y había sido precisamente Lee Tourneau quien se tiró a salvarlo. Lee opinaba que había una forma peor de morir y que Ig carecía de imaginación. Morir quemado era muchísimo peor que morir ahogado, se mirara por donde se mirara. Pero, claro, es que él había tenido una mala experiencia con un coche en llamas. Así que ninguno hablaba por hablar.

Las mejores noches eran las que pasaban en el Gremlin los tres, Merrin, Lee y él. Lee se metía como podía en el asiento trasero -era galante por naturaleza y siempre dejaba que Merrin se sentara delante con Ig- y después se tumbaba con el dorso de la mano apoyado en la frente, cual Oscar Wilde tendido en su diván, haciéndose el deprimido. Solían ir al autocine Paradise a beber cerveza mientras veían cómo unos locos con caretas de hockey perseguían a adolescentes semidesnudos y les degollaban con una sierra mecánica entre vítores y toques de claxon. Merrin llamaba a estas salidas «citas dobles»; Ig la tenía a ella y Lee tenía su mano derecha. Para Merrin, gran parte de la diversión de salir con los dos era meterse con Lee, pero la mañana en que la madre de éste murió, Merrin fue la primera en ir a su casa y abrazarle mientas lloraba.

Por un brevísimo instante consideró la posibilidad de ir a ver a Lee. Le había salvado en una ocasión; tal vez podría hacerlo de nuevo. Pero entonces se acordó de lo que le había contado Glenna una hora antes, aquella cosa horrible que le había confesado mientras se comía los donuts. Me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. Trató de sentir lo que se suponía que debería sentir: intentó odiarles a los dos, pero no lo consiguió, ni siquiera un poco. Tenía otros problemas más importantes. Dos problemas que le crecían en la cabeza.

Y además, no era como si Lee le hubiera dado una puñalada por la espalda, robándole a su amada delante de sus propias narices. No estaba enamorado de Glenna y tampoco pensaba que ella estuviera -o lo hubiera estado alguna vez- enamorada de él, y en cambio Glenna y Lee tenían un pasado juntos, habían sido novios hacía mucho tiempo.

Con todo, no era lo que uno le haría a un amigo, pero lo cierto es que él y Lee ya no eran amigos. Después de que mataran a Merrin, Lee había excluido, sin animadversión declarada, como si tal cosa, a Ig de su vida. En los días siguientes a que encontraran el cuerpo de Merrin había habido algunos gestos de solidaridad, pero ninguna promesa de que Lee estaría a su lado, ninguna sugerencia de quedar. Después, en las semanas y los meses que siguieron Ig se dio cuenta de que siempre era él quien llamaba a Lee y nunca al revés, y de que éste no se esforzaba demasiado por mantener una conversación. Lee siempre había hecho gala de cierto desapego emocional, de modo que era posible que Ig no se hubiera dado cuenta al principio de hasta qué punto le habían dejado tirado. Transcurrido un tiempo, sin embargo, las constantes excusas de Lee para no quedar con él empezaron a cobrar significado. Puede que Ig no fuera muy bueno interpretando las intenciones de los demás, pero siempre se le habían dado bien las matemáticas. Lee era ayudante de un congresista de New Hampshire y no podía relacionarse con el principal sospechoso de un crimen sexual. No hubo peleas ni situaciones incómodas. Ig comprendió y lo dejó estar. Lee -el pobre, el mutilado, el estudioso y solitario Lee- tenía un futuro e Ig no.

Tal vez porque se había puesto a pensar en el banco de arena, terminó aparcado cerca de Knowles Road, en el arranque del puente de Old Fair Road. Si estaba buscando un sitio donde ahogarse, no podría haber encontrado otro mejor. El banco de arena se adentraba más de treinta metros en la corriente antes de desaparecer en las aguas profundas, rápidas y azules. Podría llenarse los bolsillos de piedras y meterse dentro. También podía subir al puente y saltar. Para asegurarse, bastaría con lanzarse hacia las rocas en lugar de hacia el río. Sólo de pensar en el golpe se estremeció de dolor. Salió, se sentó en el capó y escuchó el zumbido de los camiones que se dirigían hacia el sur sobre su cabeza.

Había estado allí muchas veces. Como la vieja fundición de la autopista 17, el malecón era un destino al que iba gente demasiado joven para tener un destino. Recordó una de las veces que había estado con Merrin, y cómo les había sorprendido la lluvia y se habían refugiado bajo el puente. Entonces estaban en el instituto. Ninguno de los dos conducía y no tenían un coche en el que meterse. Así que compartieron una cesta mojada de almejas fritas sentados en la cuesta de piedra y matojos bajo el puente. Hacía tanto frío que podían verse el aliento y él envolvió las manos frías y mojadas de ella con las suyas.

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