Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– Estoy seguro de que está bien. No te preocupes.

Merrin le dedica una sonrisa triste y agradecida. Después se inclina hacia él y dice:

– ¿Tú estás bien?

Alarga una mano y le roza la ceja, donde se ha golpeado con la caja de herramientas de Lee. Terry reacciona apartando la cara instintivamente. Merrin retira los dedos, cuyas yemas están manchadas de sangre; se mira la mano y después mira de nuevo a Terry.

– Habría que vendarte esa herida.

– Estoy bien. No te preocupes -dice Terry.

Merrin asiente y se da la vuelta. Su sonrisa se borra inmediatamente y parece estar mirando algo que nadie más puede ver. Tiene algo en las manos que dobla y desdobla sin parar: una corbata, la corbata de Ig. Eso es casi peor que verla llorar y Terry tiene que apartar la vista. El efecto sedante de la marihuana ha dejado de hacerle efecto y sólo tiene ganas de tumbarse en algún sitio sin moverse y cerrar los ojos unos minutos. Echarse una pequeña siesta y despertarse fresco y siendo él mismo otra vez. De repente la noche se ha vuelto rancia y necesita alguien a quien echarle la culpa, alguien con quien estar enfadado. Decide que ese alguien será Ig.

Le irrita que se haya largado así dejándola bajo la lluvia, una reacción tan inmadura que resulta cómica. Cómica pero no sorprendente. Merrin ha sido para Ig una amante, un consuelo, una consejera, una barrera defensiva frente al mundo y también la mejor de las amigas. A veces da la impresión de que llevan casados desde que Ig tenía quince años. Pero a pesar de todo ello desde el comienzo siempre fue un amor de instituto. Terry está convencido de que Ig nunca se ha besado, y mucho menos acostado, con otra chica, y le gustaría que su hermano hubiera tenido más experiencias. No se trata de que no quiera que esté con Merrin porque…, bueno, por eso. Sino que el amor requiere de un contexto. Porque la primera relación amorosa es, por su propia naturaleza, inmadura. Y ahora Merrin quiere darles a ambos la oportunidad de crecer un poco. ¿Y qué?

Mañana por la mañana, cuando lleve a Ig al aeropuerto de Logan, estarán a solas y tendrá ocasión de decirle un par de cosas. Le dirá que sus ideas sobre Merrin, sobre su relación -que era algo predestinado, que era la más perfecta de las chicas, que su amor era también perfecto y que juntos eran capaces de hacer pequeños milagros-, era una trampa que terminaría por asfixiarle. Si Ig odiaba ahora a Merrin era sólo porque había descubierto que era una persona de carne y hueso, con defectos y necesidades y deseosa de vivir en el mundo real y no en los sueños de Ig. Que le quería lo suficiente como para dejarle marchar y que él debía estar dispuesto a hacer lo mismo, que si quieres a alguien debes darle alas. Joder, parece un anuncio de Red Bull.

– Merrin, ¿estás bien? -pregunta Lee. Merrin sigue temblando, aunque lo que tiene son más bien convulsiones.

– No. Bueno, sí… Lee, por favor, para el coche. Déjame aquí.

Las dos últimas palabras las pronuncia con reveladora claridad.

El camino a la vieja fundición está un poco más adelante a la derecha y circulan a demasiada velocidad para cogerlo, pero Lee lo hace. Terry se agarra a la parte trasera del asiento de Merrin y ahoga un grito. Los neumáticos del lado del pasajero derrapan en la grava, que sale disparada hacia los árboles, y dejan una marca de casi un metro de longitud.

Los arbustos arañan el guardabarros. El Cadillac traquetea por los surcos de tierra, todavía a demasiada velocidad mientras la autopista desaparece a sus espaldas. Más adelante hay una cadena cortando el paso. Lee pisa a fondo el freno, da un volantazo y el coche derrapa. Se detiene con los faros delanteros rozando la cadena, tensándola de hecho. Merrin abre su puerta, saca la cabeza y vomita. Una vez. Otra. Qué cabrón Ig. En este momento Terry le odia.

Tampoco siente gran simpatía hacia Lee, conduciendo de esa manera. Se han detenido por completo y, sin embargo, una parte de él se siente como si siguieran moviéndose, escorándose a la derecha. Si tuviera el porro a mano lo tiraría por la ventana -la sola idea de metérselo en la boca le repugna, sería como tragarse una cucaracha viva-; sólo que no recuerda qué ha hecho con él, no parece tenerlo ya en la mano. Se toca de nuevo el rasguño en la sien y hace un gesto de dolor.

La lluvia golpea lentamente el parabrisas. Sólo que no es lluvia, ya no. Únicamente gotas de agua que caen de las ramas de los árboles. No hace ni cinco minutos diluviaba con tal fuerza que la lluvia rebotaba al tocar el suelo pero, como suele ocurrir con las tormentas de verano, se ha marchado tan rápido como ha venido.

Lee sale del coche, lo rodea y se agacha junto a Merrin. Le murmura algo con voz serena, razonable. Sea lo que sea que le contesta ella, no parece gustarle. Repite su ofrecimiento y esta vez la respuesta de Merrin resulta audible y su tono de voz poco amistoso.

– No, Lee. Quiero irme a casa, quitarme esta ropa mojada y estar sola.

Lee se levanta, camina hasta el maletero, lo abre y busca algo en su interior. Una bolsa de gimnasia.

– Tengo ropa de deporte. Una camiseta, un chándal. Están secos y abrigan. Y además no están vomitados.

Merrin le da las gracias y sale a la noche húmeda, extraña, pastosa y asfixiante y se pone la cazadora de Terry sobre los hombros. Alarga la mano para coger la bolsa pero Lee la retiene por un instante.

– Tenías que hacerlo. Era una locura pensar… que cualquiera de los dos podíais…

– Sólo quiero cambiarme, ¿vale?

Merrin coge la bolsa y echa andar camino abajo, cruza delante de los faros del coche con la falda pegada a las rodillas y la blusa transparente por la intensa luz. Terry se sorprende mirándola fijamente y se obliga a apartar la vista. Es entonces cuando descubre que Lee también la está mirando. Por primera vez se pregunta si tal vez el bueno de Lee Tourneau no ha estado siempre colgado de Merrin, o si al menos la desea. Merrin sigue camino abajo, primero iluminada por el haz de luz que proyectan los faros y después pisando la grava y desapareciendo en la oscuridad. Es la última vez que Terry la ve con vida.

Lee está de pie junto a la puerta del pasajero, mirándola. Da la impresión de no saber si meterse o no en el coche. Terry quiere decirle que se siente, pero no consigue reunir fuerzas. El también se queda mirando a Merrin un tiempo y después no lo puede soportar. No le gusta el modo en que la noche parece respirar, hinchándose y contrayéndose. Los faros alumbran la esquina de la explanada que hay bajo la fundición y no le gusta el modo en que la hierba húmeda se agita en la oscuridad, en un continuo y desasosegante movimiento. Puede oírla a través de la puerta abierta. Sisea como las serpientes del zoológico. Y además sigue teniendo esa sensación en el estómago de estar deslizándose hacia un lado, hacia algún lugar al que no quiere ir. El dolor en la sien izquierda no contribuye a mejorar las cosas. Sube los pies y se tumba en el asiento trasero.

Así está mejor. La tapicería marrón jaspeada también se mueve, como una nube de leche en una taza de café al removerlo, pero no pasa nada. Es una visión agradable cuando se está fumado, algo que da seguridad, y no como la hierba mojada meciéndose estática en la noche.

Necesita algo en lo que pensar, algo tranquilizador, una fantasía agradable que sosiegue su mente confusa. La productora está preparando la lista de invitados para la siguiente temporada, la combinación habitual de famosos y viejas glorias, de blancos y negros. Mos Def y Def Leppard, los Anguilas, los Cuervos y demás animales que componen el bestiario de la cultura pop, pero lo que a Terry le hace verdaderamente ilusión es que vaya Keith Richards, que estuvo en el Viper Room con Johnny Depp unos meses atrás y le dijo a Terry que el programa le parecía una puta gozada, que le encantaría ir, joder, a ver si le invitaban de una puta vez y ¿por qué coño habéis tardado tanto? Eso sería la leche, tener a Richards y darle la última media hora del programa sólo para él. Los ejecutivos de la Fox se cabrean cada vez que Terry cambia el formato habitual del programa y lo convierte en un concierto -le dicen que con eso le regala medio millón de espectadores a Letterman- pero por lo que a él respecta le pueden chupar a Keith Richards su polla nudosa y desgastada por el uso.

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