– ¿Quién crees que hubiera podido encontrarlos?
– Pues no sé, la policía, su familia… Entonces, se lo conté todo a Giacomo, pero le mentí. No le dije nada de su padre, le di a entender que allí me reunía con Silvio. Por la noche, me explicó que estaba todo arreglado, que un amigo se encargaría de todo y que, si alguien descubría la casita, sólo encontraría las paredes encaladas. Y yo le creí. ¿Qué te ocurre?
– ¿Cómo que qué me ocurre?
– Te tocas constantemente la nuca.
– Ah, sí. Me duele. Debe de ser de la bajada por el Canneto. ¿Qué tal va el tobillo?
– Mejor, gracias.
Ingrid se echó a reír. Pasaba de un estado de ánimo a otro con la misma facilidad que los niños.
– ¿De qué te ríes?
– Tu nuca, mi tobillo… Parecemos dos pacientes hospitalizados.
– ¿Te sientes con ánimos para levantarte?
– Si por mí fuera, me quedaría aquí hasta mañana por la mañana.
– Tenemos otras cosas que hacer. Vístete. ¿Puedes conducir?
El lenguado rojo de Ingrid aún estaba en el aparcamiento del bar Marinella. Por lo visto, debía parecer demasiado comprometedor robarlo, ya que no había muchos en Montelusa y provincia.
– Coge tu coche y sígueme -dijo Montalbano-. Volvemos a Capo Massaria.
– ¡Dios mío! ¿Para qué?
Ingrid se enfadó, pues no le apetecía regresar allí, y el comisario lo comprendía muy bien.
– En tu propio interés.
A la luz de los faros, que inmediatamente apagó, el comisario observó que la verja de la casa estaba abierta. Bajó y se acercó al automóvil de Ingrid.
– Espérame aquí. Apaga las luces. ¿Recuerdas si, al salir, cerramos la verja?
– No lo recuerdo muy bien, pero creo que sí.
– Da la vuelta al coche, pero procura hacer el menor ruido posible.
La mujer realizó la maniobra. Ahora, el morro del automóvil apuntaba hacia la carretera provincial.
– Escúchame bien. Voy a bajar. Tú quédate aquí y aguza el oído. Si me oyes gritar o ves algo raro, no pierdas el tiempo pensando, ponte en marcha y vuelve a casa.
– ¿Crees que hay alguien dentro?
– No lo sé. Tú haz lo que te digo.
Montalbano sacó de su coche el bolso bandolera y la pistola. Se alejó, procurando pisar con cuidado, y bajó por los peldaños. Esta vez la puerta de la casa se abrió sin ofrecer resistencia y sin ruido. Cruzó el umbral, empuñando la pistola. El salón estaba débilmente iluminado por el reflejo del mar. Abrió de una patada la puerta del cuarto de baño e hizo lo mismo con las demás, sintiéndose, en clave cómica, un héroe de ciertas películas americanas. En la casa no había nadie, y tampoco se veía la menor señal de que alguien hubiera estado. No tardó mucho en convencerse de que él mismo había olvidado cerrar la verja. Abrió el ventanal del salón y miró hacia abajo. En aquel lugar, Capo Massaria se proyectaba hacia el mar como la proa de un barco, y el agua debía de ser muy profunda. Metió en el bolso unos cuantos cubiertos de plata y un pesado cenicero de cristal, le dio vueltas por encima de su cabeza y lo arrojó lejos. No sería fácil que lo encontraran. Después sacó del armario del dormitorio todas las pertenencias de Ingrid. Salió y comprobó que la puerta de la casa estuviera bien cerrada. En cuanto apareció en lo alto de los peldaños, fue alcanzado por la luz de los faros del automóvil de Ingrid.
– Te había dicho que mantuvieras los faros apagados. ¿Y por qué le has dado nuevamente la vuelta al coche?
– Si hubiera habido problemas, no quería dejarte solo.
– Aquí tienes tus vestidos.
Ella los cogió y los colocó en el asiento del copiloto.
– ¿Y el bolso?
– Lo he arrojado al mar. Ahora, vuelve a casa. Ya no tienen nada con que involucrarte.
Ingrid bajó del coche, se acercó a Montalbano y le dio un abrazo. Permaneció un rato con la cabeza apoyada contra su pecho. Después, sin mirarlo, volvió a subir a su vehículo, lo puso en marcha y se fue.
La entrada del puente del Canneto estaba casi bloqueada por un automóvil estacionado y un hombre que, con los codos apoyados en la capota, se cubría el rostro con las manos y se balanceaba levemente.
– Pero ¿qué es eso? -preguntó Montalbano, frenando.
El hombre se volvió. Tenía la cara cubierta por la sangre que le manaba de una enorme herida justo en el centro de la frente.
– Un cabrón -contestó el hombre.
– No entiendo, explíquese mejor.
Montalbano bajó del automóvil y se acercó a él.
– Yo circulaba tranquilamente, cuando un hijo de puta, al adelantarme, por poco me echa de la carretera. Entonces, indignado, lo he perseguido tocando el claxon y con las luces largas. De repente, el tío ha frenado y se ha quedado atravesado en la carretera. Luego, ha bajado del coche con algo en la mano. Yo estaba acojonado, pensaba que era un arma. El tío se ha acercado a mi coche -yo llevaba la ventanilla abierta- y, sin decir palabra, me ha atizado fuertemente con el objeto, que entonces he visto que era una llave inglesa.
– ¿Necesita ayuda?
– No, ya ha dejado de salir sangre.
– ¿Quiere poner una denuncia?
– No me haga reír. Me duele la cabeza.
– ¿Quiere que lo acompañe al hospital?
– ¿Quiere hacer el favor de ocuparse de sus asuntos?
¿Cuánto tiempo hacía que no dormía por la noche como Dios manda? Ahora, experimentaba en la parte posterior del coco un dolor que no le daba tregua. No sentía alivio ni tendido boca arriba, ni boca abajo. Daba igual, el dolor lo seguía acosando, sordo, molesto, sin punzadas agudas, lo cual puede que fuera peor. Encendió la luz. Eran las cuatro. En la mesilla de noche estaban todavía el tubo de pomada y el rollo de gasa que había utilizado con Ingrid. Los cogió y, delante del espejo del cuarto de baño, se aplicó un poco de pomada, pensando que quizá lo aliviaría; después se vendó el cuello con la gasa y la fijó con un trozo de esparadrapo. Le pareció que el vendaje estaba demasiado apretado, pues le costaba mover la cabeza. Fue entonces cuando un cegador flash le estalló en el cerebro, oscureciendo incluso la luz del cuarto de baño. De pronto, se vio convertido en un personaje de cómic que tenía ojos de rayos X, con los que podía ver incluso el interior de las cosas.
En el instituto había un viejo cura que les daba clase de religión. «La verdad es luz», les dijo un día el cura.
Montalbano era un alumno muy bromista que estudiaba poco y siempre se sentaba en el último banco.
«Eso quiere decir que, si en una familia, todos dicen la verdad, ahorran en el recibo de la luz.»
Aquel comentario en voz alta le había valido la expulsión de clase.
Ahora, treinta y tantos años después, le pidió mentalmente perdón al viejo cura.
– ¡Qué mala cara tiene! -exclamó Fazio en cuanto lo vio entrar en la comisaría-. ¿No se encuentra bien?
– Déjame en paz -fue la respuesta de Montalbano-. ¿Hay noticias de Gambardella? ¿Lo habéis encontrado?
– Nada. Ha desaparecido. Yo ya me he hecho a la idea de que lo vamos a encontrar en el campo, devorado por los perros.
Algo en la voz del sargento intranquilizó a Montalbano, que lo conocía desde hacía muchos años.
– ¿Qué ocurre?
– Pues que Gallo se ha tenido que ir a urgencias. Se ha hecho daño en el brazo, nada serio.
– ¿Cómo ha sido?
– Con el vehículo de servicio.
– ¿Corría más de la cuenta? ¿Se ha pegado un trompazo?
– Sí.
– ¿Qué pasa? ¿Hace falta una comadrona para sacarte las palabras de la boca?
– Bueno, lo envié al mercado del pueblo porque se había producido una reyerta. Salió pitando, ya sabe usted cómo es, ha derrapado y se la ha pegado contra un poste. El coche lo han remolcado a nuestro parque móvil de Montelusa y nos han dado otro.
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