Andrea Camilleri - La Forma Del Agua

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En una cálida noche siciliana, tras nadar un buen rato en las tranquilas aguas que se remansan a escasos metros de su casa a orillas del mar, Salvo Montalbano emerge de la oscuridad con las ideas más claras: la solución del caso le ronda las narices, así que sólo es cuestión de paciencia y método, para lo cual nada mejor que relajarse antes con algún manjar preparado por Adelina, su fiel asistenta. Si a los asiduos lectores de Andrea Camilleri esta escena les resultará familiar, los lectores no iniciados merecen una breve introducción: Salvo Montalbano tiene cuarenta y cinco años, conserva una novia en Génova y es comisario de policía del pequeño pueblo de Vigàta, en Sicilia, que si bien no se encuentra en ningún mapa de este mundo es más real que la vida misma. Fiel amigo de sus amigos, amante de la buena mesa y sabedor de que la tierra ha girado y girará muchas veces en torno al sol, Montalbano es el compendio vivo de las antiquísimas culturas mediterráneas.
Su calidad humana, unida a su infalible perspicacia, han hecho de su creador, Andrea Camilleri, uno de los autores más leídos de Europa. En esta ocasión, un conocido político y empresario aparece muerto semidesnudo en el interior de su coche en un arrabal donde reinan la prostitución y la droga. Todo apunta a que ha fallecido de un ataque al corazón después de haber mantenido relaciones íntimas con una persona desconocida. Sin embargo, el comisario Montalbano no se fía, y armado con su natural olfato para los comportamientos extraños, se propone descubrir la trama sexual y política que se esconde tras el presunto crimen.

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– Ya, pero si ocurrió lo que usted dice, se podría investigar, por ejemplo, la omisión del deber de socorro.

– Convendrá usted conmigo en que eso es una bobada…

– Sí.

– Bien, llegado a este punto, la señora Luparello me hizo observar un detalle fundamental, y es el de que su marido, ya muerto, llevaba los calzoncillos puestos del revés.

– Espere -dijo el jefe superior-, vayamos con calma. ¿Cómo podía saber la señora que su marido llevaba los calzoncillos al revés, en caso de que efectivamente los llevara así? Que yo sepa, la señora no estuvo en el lugar de los hechos y no estaba presente cuando los de la Científica tomaron las muestras.

Montalbano se preocupó, había hablado impulsivamente, sin tener en cuenta la necesidad de mantener al margen a Jacomuzzi, pues era éste quien había entregado las fotografías a la señora. Pero ya no podía salir del atolladero.

– La señora tenía en su poder las fotografías tomadas por los de la Científica; no sé cómo las consiguió.

– Puede que yo sí lo sepa -dijo el jefe superior en tono enojado.

– Las examinó atentamente con una lupa, me las mostró y era cierto.

– Y, sobre la base de esta circunstancia, ¿la señora se formó una opinión?

– Pues sí. Ella parte de la premisa de que si, en el momento de vestirse, su marido se hubiera puesto los calzoncillos del revés, inevitablemente se habría dado cuenta a lo largo del día, pues tenía que ir al lavabo varias veces porque tomaba diuréticos. Por consiguiente, partiendo de esta hipótesis, la señora cree que el ingeniero, sorprendido en una situación cuanto menos embarazosa, se vio obligado a vestirse rápidamente y dirigirse al aprisco. Allí, según ella, lo comprometerían de manera irreparable, por lo menos hasta el extremo de obligarlo a abandonar la política. A este respecto, hay algo más.

– No me oculte ningún detalle.

– Los dos basureros que encontraron el cuerpo, antes de llamar a la policía, hablaron con el abogado Rizzo, pues sabían que éste era el álter ego de Luparello. Pues bien, Rizzo no sólo no se mostró sorprendido, estupefacto, asombrado, preocupado ni alarmado, sino que los instó a denunciar inmediatamente el hecho.

– Y eso usted, ¿cómo lo sabe? ¿Acaso le había intervenido el teléfono? -preguntó aterrorizado el jefe superior.

– No le había intervenido nada. Es la fiel transcripción del breve coloquio hecha por uno de los dos basureros. Lo hizo por motivos que aquí sería prolijo explicar.

– ¿Acaso pretendía someterlo a chantaje?

– No, pretendía escribir una obra teatral. Puede creerme, no tenía la menor intención de cometer un delito. Y aquí entramos en el meollo de la cuestión, es decir, Rizzo.

– Espere. Esta noche me había propuesto encontrar la manera de regañarlo. Por esta manía suya de querer complicar las cosas. Usted habrá leído sin duda Cándido de Sciascia. ¿Recuerda que el protagonista afirma en determinado momento que cabe la posibilidad de que las cosas sean casi siempre sencillas? Es lo que yo quería recordarle.

– Sí, pero mire, Cándido dice «casi siempre», no siempre. Admite excepciones. Y el de Luparello es un caso en el que las cosas se disponen de manera que parezcan sencillas.

– Y, por el contrario, ¿son complicadas?

– Lo son, y mucho. Hablando de Cándido , ¿recuerda el subtítulo?

– Claro, Un sueño siciliano .

– Exacto, pero esto, en cambio, es una especie de pesadilla. Aventuro una hipótesis que difícilmente se podrá confirmar ahora que han asesinado a Rizzo. Bueno, pues a última hora de la tarde del domingo, hacia las siete, el ingeniero llama a su mujer para decide que regresará muy tarde, pues tiene una reunión política importante. En su lugar, se dirige a una cita amorosa en la casita de Capo Massaria. Me apresuro a decirle que una eventual investigación acerca de la persona que estaba con el ingeniero plantearía muchas dificultades, pues Luparello era ambidiestro.

– Perdone, ¿qué quiere usted decir? Ambidiestro en mi tierra es alguien que utiliza con la misma soltura tanto la extremidad derecha como la izquierda, ya sea la mano o el pie.

– Impropiamente se dice también de alguien que va indistintamente con un hombre o con una mujer.

Ambos hablaban en tono muy serio; parecían dos profesores que estuvieran compilando un nuevo diccionario.

– ¡Qué me dice! -exclamó asombrado el jefe superior.

– Me lo ha dado a entender con toda claridad la señora Luparello. Y la señora no tenía ningún interés en decirme una cosa por otra, sobre todo en este tema.

– ¿Usted fue a la casita?

– Sí. Todo estaba perfectamente ordenado. Dentro hay cosas que pertenecían al ingeniero, y nada más.

– Siga adelante con su hipótesis.

– Durante el acto sexual, o inmediatamente después, como es probable que ocurriera habida cuenta de los restos de esperma encontrados, Luparello muere. La mujer que está con él…

– Alto -dijo el jefe superior-. ¿Cómo puede decir con tanta seguridad que se trataba de una mujer? Usted mismo acaba de trazarme el horizonte sexual, más bien amplio, del ingeniero.

– Le diré por qué estoy seguro. En cuanto se da cuenta de que su amante ha muerto, la mujer pierde la cabeza, no sabe qué hacer, se trastorna, se altera, incluso se le cae el collar que llevaba, pero no se da cuenta. Después se calma y comprende que lo único que puede hacer es pedir ayuda a Rizzo, la sombra de Luparello. Rizzo le dice que abandone inmediatamente la casa y le aconseja esconder la llave en algún lugar para que él pueda entrar. La tranquiliza, él se encargará de todo, nadie se enterará de la existencia de aquella cita concluida de una forma tan trágica. Más calmada, la mujer abandona la escena.

– ¿Cómo que abandona la escena? ¿No fue una mujer la que llevó a Luparello al aprisco?

– Sí y no. Sigo. Rizzo se dirige a toda prisa a Capo Massaria, viste precipitadamente al cadáver, pues tiene intención de sacarlo de allí para que lo encuentren en algún lugar menos comprometedor. Pero, en aquel momento, ve el collar en el suelo y descubre en el interior del armario los vestidos de la mujer que lo ha llamado. Comprende entonces que aquél puede ser su día de suerte.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que está en condiciones de poner a todo el mundo con la espalda contra la pared, tanto a los amigos políticos como a los enemigos, y convertirse en el número uno del partido. La mujer que lo ha llamado es Ingrid Sjostrom, una sueca casada con el hijo del doctor Cardamone, el sucesor natural de Luparello, un hombre que de ninguna manera querrá repartirse nada con Rizzo. Ahora bien, como usted comprenderá, una cosa es una llamada telefónica y otra muy distinta la demostración palpable de que la Sjostrom era la amante de Luparello. Pero hay que hacer algo más. Rizzo comprende que los que se abalanzarán sobre la herencia política de Luparello serán sus camaradas políticos afines a él, por lo que, para poder eliminarlos, ha de colocarlos en la situación de avergonzarse de enarbolar la bandera de Luparello. Es necesario ponerlo de vuelta y media y deshonrar totalmente al ingeniero. Se le ocurre la fabulosa idea de dejarlo en el aprisco. Y, ya que estaba, ¿por qué no hacer creer que la mujer que quiso ir al aprisco con él fue precisamente Ingrid Sjostrom -extranjera, de costumbres en modo alguno monacales-, en busca de sensaciones estimulantes? Si el montaje da resultado, Cardamone estará en sus manos. Telefonea a dos de sus hombres, los cuales sabemos, sin poder demostrarlo, que son los encargados de los trabajos sucios. Uno de ellos se llama Angelo Nicotra, un homosexual más conocido en su ambiente como Marilyn.

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