– Significa que todo lo que me digas quedará entre tú y yo. ¿Cómo es posible que tu marido haya elegido precisamente a Rizzo como abogado?
– ¿No tendría que haberlo hecho?
– No. Por lo menos, en buena lógica. Rizzo era el brazo derecho del ingeniero Luparello, es decir, el adversario político más importante de tu suegro. Por cierto, ¿tú conocías a Luparello?
– De vista. Rizzo es el abogado de Giacomo desde siempre. Y yo no entiendo una mierda de política. -Se desperezó, arqueando los brazos-. Me estoy aburriendo. Lástima. Pensaba que el encuentro con un policía sería más emocionante. ¿Puedo saber adónde vamos? ¿Falta mucho todavía?
– Ya estamos llegando -contestó Montalbano. En cuanto dejaron atrás la curva Sanfilippo, la mujer se puso ostensiblemente nerviosa, miró dos o tres veces al comisario por el rabillo del ojo y le dijo en voz baja:
– No parece que por aquí haya ningún bar.
– Ya lo sé -contestó Montalbano y, aminorando la marcha, cogió el bolso bandolera que había dejado detrás del asiento del copiloto que ahora ocupaba Ingrid-. Quiero que veas una cosa.
Lo depositó sobre sus rodillas. La mujer lo miró y pareció sorprenderse en serio.
– ¿Y cómo lo tienes tú?
– ¿Es tuyo?
– Claro que es mío. Mira, aquí están mis iniciales.
Al ver que no estaban las dos letras, se quedó todavía más perpleja.
– Se habrán caído -dijo en voz baja, pero no parecía muy convencida.
Se estaba perdiendo en un laberinto de preguntas sin respuesta, y ahora era evidente que algo la estaba empezando a preocupar.
– Tus iniciales aún están ahí. No puedes verlas porque estamos a oscuras. Las han arrancado, pero ha quedado la huella en el cuero.
– Pero ¿por qué las han quitado? ¿Y quién?
Ahora en su voz se advertía una nota de angustia. El comisario no le contestó, pero sabía muy bien por qué lo habían hecho, precisamente para hacerle creer a él que Ingrid había tratado de conferir un carácter anónimo a su bolso. Habían llegado a la altura del sendero por el que se accedía a Capo Massaria, y Montalbano, que había acelerado como si quisiera seguir todo recto, viró bruscamente y lo enfiló. De repente, sin mediar palabra, Ingrid abrió la puerta, saltó ágilmente del vehículo en marcha y echó a correr entre los árboles. Soltando maldiciones, el comisario frenó, bajó y corrió tras ella. A los pocos segundos se dio cuenta de que jamás conseguiría darle alcance y se detuvo, indeciso: justo en aquel momento, la vio caer. Cuando llegó a su lado, Ingrid, que aún no había conseguido levantarse, interrumpió un monólogo en sueco, con el que claramente estaba expresando todo el miedo y la rabia que sentía.
– ¡Vete a tomar por saco! -dijo sin dejar de frotarse el tobillo derecho.
– Levántate y no hagas más tonterías.
La mujer obedeció con gran esfuerzo y se apoyó en Montalbano, que había permanecido inmóvil sin ayudarla.
La verja se abrió sin dificultad, pero la puerta principal de la casa opuso resistencia.
– Dame a mí -dijo Ingrid.
Lo había seguido sin un gesto, casi resignada. Pero ya había organizado su plan defensivo.
– De todos modos, dentro no vas a encontrar nada -dijo en el umbral, en tono desafiante.
Encendió la luz, muy segura de sí misma, pero al ver los muebles, las cintas de vídeo y la estancia perfectamente amueblada, no pudo evitar una expresión de asombro mientras una arruga se dibujaba en su frente.
– Me habían dicho…
Pero inmediatamente se dominó y dejó la frase sin terminar. Se encogió de hombros y miró a Montalbano, esperando que éste hiciera algo.
– Al dormitorio -dijo el comisario.
Ingrid abrió la boca para soltar una frase ingeniosa, pero se desanimó; dio media vuelta, se dirigió renqueando a la otra habitación y encendió la luz, esta vez sin sorprenderse, pues ya esperaba que todo estuviera en orden. Se sentó a los pies de la cama. Montalbano abrió la puerta de la izquierda del armario.
– ¿Sabes a quién pertenecen estos vestidos?
– Tengo que suponer que son de Silvio, el ingeniero Luparello.
El comisario abrió la puerta del centro.
– ¿Estas pelucas son tuyas?
– Jamás me he puesto una peluca.
Cuando Montalbano abrió la puerta de la derecha, Ingrid cerró los ojos.
– Puedes mirar. Cerrar los ojos no te va a servir de nada. ¿Eso es tuyo?
– Sí, pero…
– … pero ya no tendría que estar aquí -dijo Montalbano, terminando la frase por ella.
Ingrid se sobresaltó.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
– No me lo ha dicho nadie. Lo he deducido yo solo. Soy policía, ¿recuerdas? ¿El bolso bandolera también estaba en el armario?
Ingrid asintió con la cabeza.
– Y el collar que decías haber perdido, ¿dónde estaba?
– En el interior del bolso. Me lo tuve que poner, pero después vine aquí y lo dejé. -Hizo una pausa y miró largo rato al comisario a los ojos-. ¿Qué significa todo esto?
– Volvamos a la otra habitación.
Ingrid cogió un vaso del aparador, lo llenó hasta la mitad de whisky, se lo bebió prácticamente de un trago y lo volvió a llenar.
– ¿Quieres?
Montalbano dijo que no. Se había sentado en el sofá y estaba contemplando el mar; la luz era lo bastante matizada para permitirle ver lo que había al otro lado del ventanal. Ingrid se acomodó a su lado.
– He estado aquí contemplando el mar en ocasiones mucho mejores.
Se desplazó un poco en el sofá y apoyó la cabeza en el hombro del comisario, que no se movió, pues comprendió de inmediato que aquel gesto no era un intento de seducción.
– Ingrid, ¿recuerdas lo que te he dicho en el coche, que nuestra conversación era de carácter oficioso?
– Sí.
– Contéstame con toda sinceridad. Los vestidos del armario, ¿los trajiste tú o los puso alguien?
– Los traje yo. Por si los necesitaba.
– ¿Eras la amante de Luparello?
– No.
– ¿Cómo que no? Da la impresión de que aquí te encuentras como en tu casa.
– Con Luparello me acosté sólo una vez, a los seis meses de mi llegada a Montelusa. Después, nunca más. Me trajo aquí. Pero nos hicimos amigos de verdad, como jamás me había ocurrido con un hombre, ni siquiera en mi país. Podía contárselo todo, lo que se dice todo, y, si me metía en algún lío, él me sacaba del apuro sin hacer preguntas.
– ¿Me quieres hacer creer que la única vez que estuviste aquí viniste con los vestidos, los vaqueros, las bragas, el bolso y el collar?
Ingrid se apartó, irritada.
– No quiero hacerte creer nada. Te lo estoy contando. Al cabo de algún tiempo, le pregunté a Silvio si podía utilizar esta casa de vez en cuando, y él me dijo que sí. Sólo me puso una condición, que fuera muy discreta y que no dijera nunca a nadie a quién pertenecía.
– Cuando decidías venir, ¿cómo sabías que la casa estaba libre y a tu disposición?
– Habíamos acordado comunicarnos mediante una serie de timbrazos telefónicos. Yo he cumplido mi palabra con Silvio. Aquí sólo venía con un hombre, siempre el mismo. -Tomó un buen sorbo de whisky y pareció encorvar los hombros-. Un hombre que, desde hace dos años, se ha empeñado en entrar en mi vida a la fuerza, porque yo después ya no quise volver a verle.
– Después, ¿de qué?
– Después de la primera vez. La situación me daba miedo. Pero él estaba…, está trastornado, está, ¿cómo se dice?, obsesionado conmigo. Pero es una obsesión exclusivamente física. Cada día me pide que nos veamos. Y, cuando lo traigo aquí, se me echa encima, se vuelve violento, me arranca la ropa. Por eso tengo cosas de repuesto en el armario.
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