– Voy a casa a cambiarme. Desde aquí, a pie, tardaré unos veinte minutos. Respirar un poco me sentará bien.
Se alejó. No quería presentarse ante Ingrid Sjostrom vestido como un figurín.
Nada más salir de la ducha, todavía desnudo y chorreando agua, se plantó delante del televisor. Las imágenes correspondían al funeral de Luparello, celebrado aquella mañana. El cámara sabía que las únicas personas capaces de conferir un cierto dramatismo a la ceremonia -que, por otra parte, era similar a cualquier otra de las muchas y aburridas manifestaciones oficiales que solían celebrarse- eran las que integraban el trío viuda, hijo Stefano y sobrino Giorgio. De vez en cuando y sin darse cuenta, la señora echaba nerviosamente la cabeza hacia atrás, como diciendo repetidamente que no. Con voz baja y compungida, el comentarista interpretaba aquel no como el gesto evidente de una criatura que, ante la certeza de la muerte, se negaba a aceptarla. Pero, mientras el cámara concentraba en ella el teleobjetivo hasta conseguir captar su mirada, Montalbano vio confirmado en ella lo que la viuda le había confesado: en sus ojos sólo había desprecio y aburrimiento. A su lado se sentaba el hijo, «petrificado por el dolor», decía el comentarista, pero la petrificación se debía tan sólo a que el joven ingeniero estaba haciendo gala de una compostura rayana en la indiferencia. En cambio, Giorgio se movía como un árbol azotado por el viento, oscilaba con lívido semblante y estrujaba incesantemente entre sus manos un pañuelo empapado de lágrimas.
Sonó el teléfono y, sin apartar los ojos de la pantalla, fue a contestar.
– Comisario, soy Germanà. Todo arreglado. El abogado Rizzo le da las gracias y dice que ya encontrará la manera de pagar la deuda.
Se decía por ahí que más de un acreedor hubiera preferido no cobrar, considerando las maneras que el abogado utilizaba a veces para pagar sus deudas.
– Luego he ido a ver a Saro y le he entregado el cheque. Los he tenido que convencer; no se lo creían, pensaban que era una broma. Después, han empezado a besarme las manos. Excusaré contarle todo lo que el Señor, según ellos, debería hacer por usted. El coche está en la comisaría. ¿Qué hago, se lo llevo a casa?
El comisario consultó el reloj. Faltaba algo más de una hora para su cita con Ingrid.
– Bueno, pero con calma. Basta con que estés aquí sobre las nueve y media. Después, te acompaño al pueblo.
* * *
No quería perderse el momento del falso desmayo. Se sentía como un espectador al que un prestidigitador hubiera revelado el truco y ya no disfruta de la sorpresa, aunque sí de la habilidad. Pero el que se perdió fue el cámara, que, en aquel preciso instante, no consiguió captar al grupo de familiares, ni siguiera pasando rápidamente desde el primer plano del ministro a una panorámica, pues Stefano y dos voluntarios ya estaban acompañando fuera a la señora, mientras Giorgio permanecía en su sitio sin dejar de oscilar hacia delante y hacia atrás.
En lugar de dejar a Germanà en la puerta de la comisaría y marcharse, Montalbano bajó con él. Encontró a Fazio, que ya había regresado de Montelusa; había estado hablando con el herido, y finalmente había conseguido tranquilizarlo. Se trataba, le explicó el sargento, de un vendedor de electrodomésticos milanés que, una vez cada tres meses, cogía el avión, desembarcaba en Palermo, alquilaba un coche y realizaba su recorrido. En la gasolinera, estaba echando un vistazo a un papel para comprobar la dirección del siguiente cliente cuando, de repente, oyó unos disparos y notó un agudo dolor en la espalda. Fazio se creía la historia.
– Dottò , ése, cuando vuelva a Milán, se apunta a esta Liga Lombarda que quiere que Sicilia se separe del norte.
– ¿Y el empleado de la gasolinera?
– El empleado es otra cosa. Giallombardo está hablando con él. Ya sabe usted cómo es; uno puede pasarse dos horas charlando con él como si lo conociera de toda la vida y, de pronto, se da cuenta de que le ha contado secretos que no revelaría ni a un cura en confesión.
Las luces estaban apagadas y la puerta de cristal cerrada. Montalbano había elegido expresamente el día de cierre semanal del bar Marinella. Aparcó el coche y esperó. Minutos después apareció un cupé rojo, plano como un lenguado. Ingrid abrió la portezuela y bajó. A pesar de la débil luz de la farola, el comisario vio que estaba mucho mejor de lo que se había imaginado: con unos ajustados vaqueros que envolvían unas piernas larguísimas, una blusa blanca escotada con las mangas remangadas, sandalias y el cabello recogido en un moño, era la auténtica mujer de portada de revista. Ingrid miró a su alrededor. Vio las luces apagadas, y con paso indolente pero seguro se dirigió hacia el automóvil del comisario. Se inclinó para hablarle a través de la ventanilla abierta.
– ¿Ves como yo tenía razón? Y ahora, ¿adónde vamos, a tu casa?
– No -contestó enfurecido Montalbano-. Suba.
La mujer obedeció, e inmediatamente el automóvil se impregnó del perfume que el comisario ya conocía.
– ¿Adónde vamos? -repitió la mujer.
Ahora ya no bromeaba. Era una mujer, y había percibido el nerviosismo del hombre.
– ¿Tiene tiempo?
– Todo el que yo quiera.
– Vamos a un sitio en el que se sentirá a gusto porque ya ha estado allí, ya verá.
– ¿Y mi coche?
– Pasaremos después a recogerlo.
Se pusieron en marcha y, tras unos minutos de silencio, Ingrid hizo la pregunta que tendría que haber hecho al principio.
– ¿Por qué quieres verme?
El comisario estaba pensando en que lo que se le había ocurrido al decirle que subiera con él al coche era una idea de auténtico lince, pero es que él era siempre un lince.
– Quería verla porque tengo que hacerle unas cuantas preguntas.
– Mira, comisario, yo le hablo de tú a todo el mundo. Si me hablas de usted, haces que me sienta incómoda. ¿Cuál es tu nombre de pila?
– Salvo. ¿El abogado Rizzo te ha dicho que hemos encontrado el collar?
– ¿Cuál?
– ¿Cómo que cuál? El del corazón de brillantes.
– No, no me lo ha dicho. Además, no tengo trato con él. Seguramente se lo habrá dicho a mi marido.
– Tengo una curiosidad. ¿Acaso estás acostumbrada a perder y encontrar joyas?
– ¿Por qué?
– Pero ¿cómo? Te digo que hemos encontrado un collar que es tuyo y que vale cien millones de liras, ¿y ni siquiera parpadeas?
Ingrid soltó una suave carcajada gutural.
– La verdad es que no me gustan. ¿Lo ves?
Le mostró las manos.
– No llevo anillos, ni siquiera una alianza.
– ¿Dónde lo perdiste?
Ingrid no contestó de inmediato.
«Está repasando la lección», pensó Montalbano.
Pero, de pronto, la mujer empezó a hablar mecánicamente. El hecho de ser extranjera no la ayudaba a mentir.
– Tenía curiosidad por ver este apresco…
– Aprisco -la corrigió Montalbano.
– … del que tanto había oído hablar. Convencí a mi marido para que me llevara. Bajé del coche, di unos pasos y estuvieron a punto de atacarme. Me pegué un susto de muerte. Nos fuimos enseguida, tenía miedo de que mi marido empezara a discutir. Al llegar a casa, me di cuenta de que no llevaba el collar.
– ¿Y por qué te lo habías puesto aquella noche, si no te gustan las joyas?
Ingrid titubeó.
– Lo llevaba porque aquella tarde había estado con una amiga que lo quería ver.
– Oye -dijo Montalbano-, tengo que aclararte una cosa. Estoy hablando contigo como comisario, pero de manera oficiosa, ¿me explico?
– No. ¿Qué significa «oficiosa»? No conozco la palabra.
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