Permaneció una media hora inmóvil, apoyado contra la roca, prestando atención a su cuerpo, a la espera de la menor señal de la aparición de una nueva punzada. Pero no ocurrió nada. Y no podía dejar pasar más tiempo. Se deslizó hacia el agua por el otro lado de la compuerta y volvió a nadar a braza, porque las olas ya no tenían fuerza y rompían contra la plancha. Mientras nadaba hacia la orilla, vio que se encontraba en el interior de una especie de canal con los márgenes de cemento de una anchura mínima de seis metros. Y, en efecto, cuando sus pies todavía no tocaban fondo, vio a la derecha el resplandor de la arena a la altura de su cabeza. Apoyó ambas manos en el borde más cercano y se impulsó hasta arriba.
Miró hacia delante y se quedó sorprendido. El canal no terminaba en la playa, sino que se adentraba en una gruta natural absolutamente invisible para cualquiera que pasara por delante del pequeño puerto o se asomara desde el borde del acantilado. ¡Una gruta! A unos metros de la entrada, a mano derecha, había una escalera excavada en la pared rocosa, como la que había utilizado para bajar, sólo que ésta estaba cerrada por una verja. Doblando el espinazo, se acercó a la entrada de la gruta y escuchó. Nada, ni un ruido, excepto el susurro del agua. Se tumbó boca abajo, cogió la linterna que llevaba ajustada al cinturón, la encendió un segundo y la apagó. Almacenó en el cerebro todo lo que el destello de luz le había permitido ver y repitió la operación. Almacenó nuevos y valiosos detalles. A la tercera vez, ya sabía todo lo que había en el interior de la gruta.
En el agua del canal se balanceaba una lancha neumática de gran tamaño, probablemente una Zodiac de motor muy potente. A la derecha discurría una escollera de hormigón de poco más de un metro de anchura, en mitad de la cual había una enorme puerta de hierro, también cerrada.
Probablemente detrás de aquella puerta guardaban la lancha cuando no la necesitaban, y casi con toda certeza debía de haber una escalera que subía al chalet. O un ascensor, ¡quién sabe! Se adivinaba que la gruta continuaba, pero la lancha impedía ver lo que había más allá.
¿Y ahora? ¿Se detenía allí? ¿O seguía adelante?
– De perdidos al río -se dijo Montalbano.
Se incorporó y entró en la gruta sin encender la linterna. Bajo sus plantas, sentía el piso de hormigón. Continuó avanzando hasta que su mano derecha rozó el hierro oxidado de la puerta. Acercó el oído, nada, silencio absoluto. Empujó con la mano y notó que cedía, sólo estaba entornada. Una ligera presión bastó para que la puerta se abriera unos centímetros. Al parecer, los goznes estaban bien engrasados. ¿Y si alguien lo había oído y lo esperaba con un kalashnikov? Mala suerte. Empuñó la pistola y encendió la linterna. Nadie le pegó un tiro, ni nadie le dijo buenos días. Allí era donde guardaban la lancha, el lugar estaba lleno de bidones. Al fondo se veía un arco excavado en la roca y unos peldaños. La escalera que conducía al chalet, como había imaginado. Apagó la linterna y entornó de nuevo la puerta. Avanzó tres pasos en la oscuridad y encendió la linterna. La escollera se prolongaba unos metros más y luego terminaba de golpe en una especie de mirador, pues la parte posterior de la gruta era un amasijo de rocas de distintos tamaños que conformaban una irregular cadena montañosa en miniatura bajo la altísima bóveda. Apagó la linterna.
¿Cómo se habían formado aquellas rocas? Le resultaba extraño. Mientras trataba de comprender por qué razón las rocas le habían parecido extrañas, percibió, en medio de la oscuridad y el silencio, un ruido que lo dejó helado. Había algo vivo en la gruta. Era un sonido reptante, continuo, punteado por unos ligerísimos golpes como de madera contra madera. Sintió que el aire que respiraba tenía un color amarillo podrido. Inquieto, encendió la linterna y volvió a apagarla. Pero había sido suficiente para ver que las rocas, verdes a causa del musgo y el agua, cambiaban de color en la parte de arriba porque estaban literalmente cubiertas por centenares, miles, de cangrejos de todos los colores y tamaños que se movían incesantemente, hormigueaban y se encaramaban unos encima de otros hasta formar unas gigantescas y horrendas piñas vivientes que, a causa del peso, caían al agua. Un espectáculo asqueroso.
Montalbano observó que esa parte de la gruta estaba separada del resto por una tela metálica que se levantaba medio metro por encima del agua y que iba de pared a pared. ¿Para qué serviría? ¿Para impedir la entrada de algún pez de gran tamaño? Pero ¡qué idioteces estaba pensando! Quizá en lo contrario, para impedir que algo saliera… Pero ¿qué?, si en aquella parte de la gruta no había más que rocas…
Y de pronto lo comprendió. ¿Qué le había dicho el doctor Pasquano? Que el cadáver había sido devorado por los cangrejos. Le habían encontrado dos en la garganta… Aquél era el lugar en el que Errera-Lococo, que evidentemente debía de haberse puesto gallito, había sido ahogado, y allí Baddar Gafsa había mantenido expuesto el cadáver, con las muñecas y los tobillos atados con alambre, mientras centenares de cangrejos lo devoraban. Un nuevo trofeo que mostrar a los amigos y a todos aquellos que pudieran abrigar intenciones de traicionarlo. Después lo habían arrojado en alta mar. Y el cadáver, navega que te navega, había llegado hasta la costa de Marinella.
¿Qué más había que ver? Repitió el camino en sentido inverso, salió de la gruta, se tiró al agua, nadó, pasó por encima de la compuerta, rodeó la roca y, de repente, se sintió dominado por un mortal e infinito cansancio. Esta vez sí se asustó. No tenía fuerzas ni para levantar el brazo. Se había vaciado de golpe. Por lo visto, únicamente lo había mantenido en pie la tensión nerviosa y, ahora que había hecho lo que tenía que hacer, ya no quedaba en el interior de su cuerpo nada que pudiera darle un mínimo de empuje y energía. Se puso arriba e hizo el muerto; tarde o temprano la corriente lo llevaría hasta la orilla. En determinado momento tuvo la impresión como de despertarse; la espalda le estaba rozando contra algo. ¿Es que se había quedado dormido? ¿Era posible? Con aquel mar y en aquellas condiciones, ¿se había quedado dormido como si estuviera en la bañera de casa? Sea como fuere, comprendió que había llegado a la playa, pero no conseguía incorporarse, las piernas no lo sostenían. Se volvió boca abajo y miró a su alrededor. La corriente había sido piadosa con él, lo había llevado cerca del lugar donde había dejado los gemelos. No podía dejarlos allí. Pero ¿cómo alcanzarlos? Después de dos o tres fallidos intentos de incorporarse, se resignó a caminar a cuatro patas, como un animal. A cada metro debía detenerse, le faltaba el aire y sudaba. Cuando llegó a la altura de los gemelos, no consiguió cogerlos, el brazo no se estiraba, se negaba a adquirir consistencia, parecía un trémulo flan. Se resignó. Debería esperar, aunque no podía descuidarse. A las primeras luces del alba, los del chalet lo verían.
«Sólo cinco minutos», se dijo, cerrando los ojos y acurrucándose de lado, como un niño.
Sólo le faltaba meterse el dedo en la boca. De momento, necesitaba dormir un poco, recuperar fuerzas. De todas formas, en las condiciones en que se encontraba, no habría podido subir por aquella terrible y empinada escalera. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó un ruido cercano y una violenta luz le perforó los párpados y desapareció.
¡Lo habían descubierto! Tuvo la certeza de que había llegado el final. Pero se sentía tan exhausto, y tan a gusto de permanecer con los ojos cerrados, que no quiso reaccionar y no cambió de posición, pensando que le importaba un carajo lo que con toda certeza estaba a punto de ocurrirle.
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