A mano derecha, a unos diez metros, vio una escalera estrecha y empinada que había sido excavada en la pared de la roca. Si bajarla de día ya era una hazaña digna de un soldado de un regimiento alpino, no digamos en la oscuridad de la noche. Sin embargo, no tenía alternativa. Regresó al coche, se quitó los vaqueros y la cazadora, cogió la pistola, abrió la portezuela, colocó la ropa dentro, cogió la linterna sumergible, sacó las llaves de la guantera, volvió a cerrar la portezuela sin hacer ruido y escondió las llaves detrás de la rueda posterior derecha. Se ajustó la pistola en el cinturón, se puso los gemelos en bandolera y sujetó la linterna en la mano. De pie en el primer escalón, trató de distinguir el recorrido de la escalera. Encendió un instante la linterna y miró. Se notó el sudor en el interior del traje de submarinista: los escalones bajaban casi verticales.
Encendiendo y apagando rapidísimamente la linterna de vez en cuando para ver si pisaba en firme, o por el contrario encontraba el vacío; soltando maldiciones; dudando y tanteando; resbalando, agarrándose a las raíces que sobresalían en la pared; lamentando no ser una cabra montesa, un corzo o al menos una lagartija, sintió, después de una eternidad, la arena mojada bajo las plantas de los pies. Había llegado.
Se tumbó boca arriba y contempló las estrellas. Respiraba con dificultad. Se quedó un rato así hasta que el fuelle que ocupaba el lugar de sus pulmones desapareció poco a poco. Se incorporó. Miró a través de los gemelos y le pareció que las moles oscuras de las rocas que interrumpían la playa y conformaban el pequeño puerto del chalet se encontraban a unos cincuenta metros de distancia. Echó a andar, encorvado y pegado a la pared de roca. De vez en cuando se detenía y escrutaba con los ojos muy abiertos. Nada, silencio absoluto, todo estaba inmóvil, excepto el mar. Al llegar casi al abrigo de las rocas, miró hacia arriba: sólo se veía una especie de rectángulo que ocultaba el cielo estrellado y que no era otra cosa que el saliente de la gran terraza. Ya no podía seguir avanzando por tierra. Dejó los gemelos en la arena, se ajustó la linterna sumergible en el cinturón, dio un paso y se metió en el agua. No esperaba que fuera tan hondo; enseguida el agua le llegó al pecho. Dedujo que aquello no podía ser una circunstancia natural. Seguramente habían excavado un pequeño foso para añadir un nuevo obstáculo a quienquiera que, desde la playa, pretendiera encaramarse sobre las rocas. Se puso a nadar a braza, como las mujeres, despacio y sin el menor ruido, siguiendo la curva del pequeño puerto. El agua estaba muy fría. A medida que se acercaba a la bocana, las olas eran cada vez más grandes y amenazaban con empujarlo contra cualquier saliente. Puesto que ahora ya no era necesario nadar a braza, pues cualquier ruido quedaba absorbido por el rumor del mar, con cuatro brazadas llegó a la última roca, la que delimitaba la bocana. Se aferró a ella para recuperar el resuello. De pronto, una ola impactó contra sus pies, que fueron a posarse sobre una minúscula plataforma natural. Se encaramó a ella, sujetándose con ambas manos a la roca. Cada nueva ola amenazaba con hacerlo resbalar. Era una posición peligrosa, pero, antes de seguir adelante, tenía que aclarar unas cuantas cosas.
Según las imágenes que habían filmado, la roca que delimitaba el otro lado de la bocana tenía que estar situada más hacia la orilla, porque el muro describía al otro lado un gran signo de interrogación cuyo rizo superior terminaba justamente en aquella roca. Se pasó un buen rato estudiando la sombra que la roca proyectaba sobre el agua para cerciorarse de que no hubiera nadie vigilando. Cuando estuvo seguro, desplazó los pies centímetro a centímetro y torció el cuerpo fuertemente a la derecha para que su mano pudiera tantear a ciegas en busca de algo metálico, el pequeño faro que había conseguido distinguir en la foto ampliada. Tardó casi cinco minutos en encontrarlo; estaba más arriba de lo que él había calculado. Pasó varias veces la mano por delante. No oyó sonar ninguna alarma, no había célula fotoeléctrica. Sólo era un pequeño faro que en aquellos momentos estaba apagado. Esperó un poco más, por si acaso, y al ver que no ocurría nada volvió a arrojarse al agua. Cuando había rodeado la mitad de la roca, sus manos tropezaron con la compuerta que impedía la entrada de visitas no deseadas en el embarcadero. Tanteando, descubrió que la plancha de hierro discurría a lo largo de una guía metálica vertical y dedujo que aquel mecanismo debía de accionarse automáticamente desde el chalet.
Ahora sólo quedaba entrar. Se agarró a la compuerta para elevarse por encima de ella y saltar al otro lado. Ya tenía el pie izquierdo arriba cuando ocurrió algo. Algo, pues Montalbano no supo qué había sucedido. La punzada en el centro del pecho fue tan repentina, lacerante, larga y dolorosa que el comisario cayó a horcajadas sobre la compuerta, convencido de que alguien le había disparado con un fusil subacuático, alcanzándolo de lleno. Sin embargo, mientras lo pensaba, fue simultáneamente consciente de que no se trataba de eso. Se mordió los labios para reprimir un grito desesperado, que a lo mejor lo habría aliviado. Y enseguida comprendió que aquella punzada no procedía de fuera, sino de dentro, como él vagamente intuía, del interior de su cuerpo, donde algo se había roto o había alcanzado el punto de ruptura. Le resultó extremadamente difícil lograr aspirar un hilillo de aire y hacerlo pasar entre los labios cerrados. De repente, la punzada desapareció tal como había venido, dejándolo dolorido y aturdido, aunque no asustado. La sorpresa se había impuesto al miedo. Se deslizó a lo largo de la compuerta hasta conseguir apoyar la espalda contra la roca. Ahora su equilibrio ya no era tan precario. Habría tiempo y manera de recuperarse de la sensación de malestar que le había dejado aquella increíble punzada. Pero no hubo tiempo ni manera, pues la segunda punzada le llegó implacable y más feroz que la primera. Trató de dominarse, sin conseguirlo. Se inclinó hacia delante y se echó a llorar. Era un llanto de dolor y de tristeza. No sabía si el sabor salado que sentía en la boca era de las lágrimas o de las gotas de agua que le resbalaban por el cabello. Mientras el dolor se convertía en una especie de taladro candente en la carne viva, comenzó a recitar una letanía para sus adentros:
– Padre mío, padre mío, padre mío…
Rezaba la letanía a su padre muerto, pidiéndole, sin palabras, la gracia de que alguien desde la terraza del chalet reparara en su presencia y acabara con él con una piadosa ráfaga de ametralladora. Pero su padre no escuchó su plegaria y Montalbano siguió llorando hasta que el dolor volvió a desaparecer, cosa que hizo con extremada lentitud, como si lamentara dejarlo.
Sin embargo, transcurrió mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de mover una mano o un pie. Sus extremidades se negaban a obedecer las órdenes que el cerebro les enviaba. En cuanto a los ojos, ¿los tenía abiertos o cerrados? ¿Estaba más oscuro que antes o tenía la vista obnubilada?
Se resignó. Debía aceptar las cosas como eran. Había cometido un error yendo solo. Se había presentado una dificultad, y ahora tendría que pagar las consecuencias de su locura. Lo único que podía hacer era aprovechar el intervalo entre una y otra punzada para echarse de nuevo al agua, rodear la roca y regresar poco a poco hasta la orilla. No tenía sentido seguir adelante, lo único que podía hacer era regresar. Sólo tenía que lanzarse nuevamente al agua y rodear la boya…
¿Por qué había dicho boya y no roca? En su mente había surgido la escena que había visto en la televisión, la orgullosa negativa de aquel velero, que, en lugar de virar en redondo alrededor de la boya, había preferido seguir obstinadamente hacia delante hasta chocar con la embarcación de los jueces y quedar destrozada junto con ésta… Y entonces comprendió que su manera de ser no le ofrecía posibilidad de elección. Jamás podría volver atrás.
Читать дальше