Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Ése es el chalet.

Montalbano no tuvo tiempo de verlo porque Gallo giró a la derecha, enfilando otro sendero en pésimo estado.

– ¿Adonde vamos?

– Al lugar donde han encontrado el ciclomotor.

Lo había descubierto el novio de Susanna. Tras haber buscado en vano por las calles de Vigàta, regresó al chalet por el camino más largo, y allí, a unos doscientos metros de la casa de la chica, vio el vehículo abandonado y corrió a avisar al padre.

Gallo se detuvo detrás del otro automóvil de servicio. Montalbano bajó y Mimi Augello se acercó a él.

– Esta historia pinta mal, Salvo. Por eso te he

molestado.

– ¿Dónde está Fazio?

– En el chalet, con el padre. Por si los secuestradores dan señales de vida.

– ¿Se puede saber cómo se llama el padre?

– Salvatore Mistretta.

– ¿Y a qué se dedica?

– Era geólogo. Ha recorrido medio mundo. Aquí está el ciclomotor.

Apoyado contra el murete construido sin argamasa que rodeaba un huerto, se encontraba el ciclomotor, en perfecto estado, sin abolladuras, con tan sólo una leve capa de polvo. Galluzzo estaba inspeccionando el huerto en busca de alguna pista, y lo mismo estaban haciendo Imbrò y Battiato en el sendero.

– ¿Y el novio de Susanna…? Por cierto, ¿cómo se llama?

– Francesco Lipari.

– ¿Dónde está?

– Lo he enviado a casa. Estaba muerto de cansancio y preocupación.

– Y ese Lipari… ¿No habrá sido él quien cambió de sitio el ciclomotor? A lo mejor lo encontró tirado en medio del camino y…

– No, Salvo. Ha jurado una y mil veces que lo descubrió tal como lo estás viendo ahora.

– Deja a alguien de guardia. Que nadie lo toque. De lo contrario, los de la Científica armarán la gorda. ¿Habéis encontrado algo?

– Nada de nada. Y eso que la chica llevaba una mochila con sus libros y sus cosas: el móvil, un billetero que guardaba siempre en el bolsillo trasero de los vaqueros, las llaves de casa… Nada. Es como si se hubiera cruzado con algún conocido y se hubiera parado a charlar un rato con él.

Pero Montalbano no parecía escucharlo. Mimi se dio cuenta.

– ¿Qué ocurre, Salvo?

– No lo sé, pero algo no encaja -murmuró.

Retrocedió unos pasos, como quien se aparta de un objeto para contemplarlo mejor. Augello lo imitó, pero sólo porque era el comisario.

– Está colocado al revés -dijo al fin Montalbano.

– ¿Qué?

– El ciclomotor. Fíjate. Está en dirección a Vigàta.

Mimi movió la cabeza.

– Es cierto. Pero está a la izquierda del sendero, es decir, en dirección contraria. Si iba a Vigàta, debería estar apoyado en el muro de enfrente.

– ¡A los ciclomotores les importa un carajo ir en dirección contraria! ¡Pero si te los encuentras hasta en el rellano de casa! ¡Hasta por los cojones te pasan estos cacharros! Bueno, dejémoslo. Si la chica venía de Vigàta, el vehículo debería estar en sentido contrario. Y ahora yo me pregunto: ¿por qué está colocado de esta manera?

– Por Dios, Salvo, los motivos pueden ser muchos. Quizá le resultara más cómodo realizar un giro para apoyarlo contra el muro… o tal vez retrocediese unos metros al reconocer a alguien…

– Todo puede ser -lo cortó Montalbano-. Voy al chalet. Cuando hayáis terminado de buscar por aquí, reuníos allí conmigo. Y recuerda dejar a alguien de guardia.

El chalet de dos plantas debía de haber sido muy bonito en otros tiempos, pero ahora mostraba demasiadas señales de desidia y abandono. Y las casas, cuando uno ya no tiene la cabeza para dedicarse a ellas, lo notan y parecen hundirse en una vejez prematura. La sólida verja de hierro forjado estaba entornada.

El comisario entró en un espacioso salón decorado con oscuros y macizos muebles dieciochescos que a primera vista le pareció un museo, de tan lleno como estaba de estatuillas de antiguas civilizaciones precolombinas y máscaras africanas. Recuerdos de viajes del geólogo Salvatore Mistretta. En un rincón había dos sillones y una mesita con el teléfono y un televisor. Fazio y un hombre que debía de ser Mistretta estaban sentados en los sillones sin apartar los ojos del teléfono. Al ver entrar a Montalbano, el hombre miró a Fazio con expresión inquisitiva.

– Es el señor comisario Montalbano. Éste es el señor Mistretta.

El hombre se le acercó con la mano tendida y Montalbano se la estrechó en silencio. El geólogo era un sexagenario de rostro tan cocido como el de las estatuillas precolombinas, hombros encorvados, pelo blanco y desgreñado y unos ojos claros que vagaban de un extremo a otro de la estancia como los de un drogadicto. Era evidente que la tensión interior lo estaba devorando.

– ¿Ninguna noticia? -preguntó Montalbano.

El geólogo abrió los brazos con gesto desolado.

– Quisiera hablar con usted. ¿Podríamos salir al jardín?

De pronto, sin saber por qué, el comisario sintió que le faltaba el aire. Aquel salón le resultaba tétrico; no penetraba la luz a pesar de las dos grandes cristaleras. Mistretta titubeó y se dirigió a Fazio.

– Si por casualidad oye sonar la campanilla de arriba… ¿sería tan amable de avisarme?

– Faltaría más -contestó Fazio.

El jardín que rodeaba la casa ofrecía un aspecto de abandono; era como un campo de plantas silvestres marchitas.

– Por aquí.

Guió al comisario hasta un semicírculo de bancos de madera situado en una especie de oasis verde bien cuidado y ordenado.

– Aquí es donde Susanna viene a estu… -No logró acabar, se derrumbó sobre un banco.

El comisario se sentó a su lado y sacó el paquete de cigarrillos.

– ¿Fuma?

¿Qué le había recomendado el doctor Strazzera? «Procure abandonar el tabaco, si puede.» Pero ahora no podía.

– Lo había dejado, pero en estas circunstancias… -dijo Mistretta.

¿Lo ve, mi querido doctor Strazzera, como algunas veces no se puede prescindir de eso?

El comisario le alargó un cigarrillo y se lo encendió. Fumaron unos momentos en silencio y después Montalbano preguntó:

– ¿Su mujer se encuentra mal?

– Se está muriendo.

– ¿Se ha enterado de lo ocurrido?

– No. Está bajo los efectos de sedantes y somníferos. Mi hermano Carlo, que es médico, ha pasado la noche con ella. Se ha ido hace un rato. Pero…

– ¿Pero?

– Incluso en ese estado de sueño inducido, mi mujer sigue llamando a Susanna como si presintiera que algo…

El comisario notó que empezaba a sudar. ¿Cómo abordar el tema del secuestro de su hija con un hombre cuya mujer se estaba muriendo? Quizá debería adoptar un tono burocrático-oficial, ese tono que, por su propia naturaleza, suele prescindir de cualquier rasgo de humanidad.

– Señor Mistretta, debo informar del secuestro a las autoridades competentes: el juez, el jefe superior de policía, mis compañeros de Montelusa… Y téngalo por seguro, la noticia llegará a oídos de algún periodista que se presentará aquí de inmediato con la inevitable cámara de televisión… Si no lo he hecho antes, es porque quería estar seguro.

– ¿Seguro de qué?

– De que se trataba de un secuestro.

3

El geólogo lo miró sorprendido.

– ¿Y de qué otra cosa podría tratarse?

– Quiero advertirle de antemano que me veo obligado a hacer algunas suposiciones desagradables.

– Lo comprendo.

– Una pregunta. ¿Su mujer necesita muchos cuidados?

– Constantes, día y noche.

– ¿Quién la atiende?

– Nos turnamos Susanna y yo.

– ¿Desde cuándo se encuentra en estas condiciones?

– Su estado se agravó hace unos seis meses.

– ¿No sería posible que Susanna, al ver a su madre en semejante estado, agotada por las noches en blanco y los estudios, hubiera huido voluntariamente de una situación que ya no podía resistir?

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