Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Claro, claro. Bueno, mi cliente recibió una llamada anónima hacia las diez de la mañana del día siguiente del secuestro de su sobrina.

– ¿Cuándo? -preguntaron al unísono Minutolo y Montalbano.

– Hacia las diez de la mañana del día siguiente del secuestro.

– O sea, ¿apenas catorce horas después? -inquirió Minutolo, todavía sorprendido.

– Exactamente. Una voz masculina le advertía de que, habida cuenta de que los Mistretta no estaban en condiciones de pagar el rescate, él era considerado a todos los efectos la única persona capaz de satisfacer sus exigencias. Volverían a llamar a las tres de la tarde. Mi cliente…

Cada vez que decía «mi cliente», ponía la cara de una enfermera que enjuga el sudor de un moribundo en su lecho de muerte.

– … vino aquí corriendo. Enseguida llegamos a la conclusión de que lo habían engañado y que los secuestradores tenían todas las cartas en la mano para implicarlo. Si se sustraía a esa responsabilidad, lesionaría gravemente su imagen, bastante dañada ya por ciertos episodios desagradables, y comprometería de manera irreversible sus aspiraciones políticas. Tal como creo que ya ha ocurrido, por desgracia. Iba a figurar en las listas de candidatos para las próximas elecciones.

– Supongo que no es necesario que le pregunte de qué partido -dijo Montalbano, mirando hacia la fotografía del presidente en atuendo de jogging.

– En efecto, es innecesario -replicó con dureza el abogado-. Yo le hice alguna sugerencia sobre el modo de actuar -continuó-. A las tres llamó de nuevo el secuestrador. A una pregunta propuesta por mí, contestó que la prueba de que la chica estaba viva se facilitaría a través de TeleVigàta. Cosa que ocurrió puntualmente. Pidieron seis mil millones. Exigieron que mi cliente adquiriera un móvil nuevo y se trasladara de inmediato a Palermo sin establecer contacto con nadie, salvo con los bancos. Una hora después volvieron a llamar para que les facilitara el número del móvil. Mi cliente no tuvo más remedio que obedecer, y en un tiempo récord retiró los seis mil millones reclamados. La tarde del día siguiente contactaron otra vez con él, y les dijo que estaba dispuesto a pagar. Sin embargo, e inexplicablemente, repito lo que he dicho en la televisión, aún no ha recibido ninguna instrucción.

– ¿Por qué el ingeniero no lo autorizó antes a revelar eso? -preguntó Minutolo.

– Porque se lo prohibieron los secuestradores. Le ordenaron que desapareciera durante unos días y que no hiciera declaraciones ni concediera entrevistas.

– ¿Y ahora han levantado la prohibición?

– No. Ha sido una iniciativa de mi cliente, ante el grave riesgo que está corriendo… Pero es que ya no puede más… sobre todo después de la vil agresión sufrida por su mujer y el incendio de los camiones.

– ¿Sabe dónde se encuentra él ahora?

– No.

– ¿Conoce el número de su nuevo móvil?

– No.

– ¿Y como se mantienen en contacto?

– Me llama él. Desde cabinas públicas.

– ¿Tiene correo electrónico el señor Peruzzo?

– Sí, pero ha dejado el ordenador portátil en casa a petición de los secuestradores.

– En resumen, ¿nos está diciendo que un hipotético bloqueo de los bienes del ingeniero no tendría sentido, pues ya ha conseguido la cantidad exigida?

– Exactamente.

– ¿Cree usted que él lo llamará en cuanto sepa dónde y cuándo debe entregar la suma del rescate?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Supongo que no hace falta que le recuerde que si tal cosa ocurriera, tendría el deber de comunicárnoslo de inmediato.

– Por supuesto que sí. Y lo haré. Sólo que mi cliente no me llamará hasta que los hechos se hayan consumado.

El que formulaba las preguntas hasta ese momento había sido Minutolo. Montalbano decidió abrir la boca.

– ¿Qué tipo de billetes?

– No entiendo -dijo el abogado.

– ¿Sabe qué tipo de billetes banco han exigido?

– Ah, sí. De quinientos euros.

Muy extraño. Billetes más fáciles de transportar, pero mucho más difíciles de gastar.

– ¿Sabe si su cliente anotó los números de serie?

Luna puso cara de enfermera.

– No, no lo sé. -Consultó su Rolex de oro e hizo una mueca-. Y eso es todo -dijo, levantándose.

Estuvieron un rato hablando en el portal del abogado.

– ¡Pobre ingeniero! -comentó Montalbano-. Ha tratado de protegerse las espaldas confiando en que fuera un secuestro relámpago sin repercusión mediática y en cambio…

– Eso es algo que me preocupa -dijo Minutolo, y se explicó-: Por lo que ha dicho el abogado, si los captores establecieron contacto con Peruzzo de inmediato…

– Casi doce horas antes de efectuar la primera llamada -puntualizó Montalbano-. Nos han tratado como un teatro de marionetas. Nos han utilizado como comparsas. Porque lo que han hecho no es sino pura comedia. Sabían desde el primer momento quién era la persona indicada para pagar el rescate. A ti y a mí nos han hecho perder el tiempo, y a Fazio, el sueño. Han sido muy hábiles. Bien mirado, los mensajes enviados a la casa de los Mistretta eran la puesta en escena de un viejo guión. Lo que nosotros queríamos ver, lo que esperábamos oír.

– A juzgar por lo que nos ha contado Luna, a las veinticuatro horas del rapto, los secuestradores ya tenían la situación en sus manos. Bastaba con llamar al ingeniero para que éste soltara la pasta. Sólo que no han vuelto a contactar con él. ¿Por qué? ¿Se encuentran en dificultades? ¿Quizá los hombres que tenemos batiendo la campiña estén obstaculizando su libertad de movimientos? ¿No crees que deberíamos aflojar un poco de cuerda?

– ¿Para qué?

– Temo que si se ven en peligro cometan cualquier tontería.

– Me parece que estás olvidando un detalle fundamental.

– ¿Cuál?

– Que han seguido dando señales de vida en las televisiones.

– Entonces, ¿por qué no se ponen en contacto con el ingeniero?

– Porque primero quieren que hierva a fuego lento en su propio caldo -contestó Montalbano.

– ¡Pero cuanto más tiempo pasa, más riesgos corren!

– Sí, lo saben muy bien. Y creo que también son conscientes de que han tensado la cuerda al máximo. Estoy convencido de que el regreso de Susanna a casa es sólo cuestión de horas.

Minutolo lo miró, confundido.

– ¿Cómo? Esta mañana no parecías muy…

– Esta mañana el abogado aún no había hablado a través de la televisión, ni había utilizado un adverbio que ha repetido en la charla que hemos tenido con él.

Ha sido muy listo. Les ha instado indirectamente a los secuestradores a que terminen de una vez con su juego-

– Perdona -dijo Minutolo desconcertado-, ¿qué adverbio ha utilizado?

– Inexplicablemente.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que él, el abogado, se lo explica muy bien.

– No entiendo ni jota.

– Dejémoslo estar. ¿Qué haces ahora?

– Voy a informar al juez.

13

Cuando llegó a casa, Livia había salido. La mesa estaba puesta para dos y al lado de su plato había una nota: «He ido al cine con mi amiga. Espérame para cenar.» Fue a ducharse y se sentó delante del televisor. En Retelibera ofrecían un debate sobre el secuestro de Susanna, moderado por Nicoló. Participaban un monseñor, tres abogados, un juez retirado y un periodista. Al cabo de media hora, el debate se había convertido en una especie de proceso al ingeniero Peruzzo. Más que un proceso, un auténtico linchamiento. De hecho, nadie creía lo que había dicho el abogado Luna ni la historia de que Peruzzo tuviera el dinero preparado y los secuestradores no hubiesen dado señales de vida. Lo lógico era que quisieran cobrar el dinero cuanto antes, soltar a la chica y desaparecer. Cuanto más tiempo perdieran, más peligro correrían. Por consiguiente había que concluir que el responsable de la puesta en libertad de Susanna era el ingeniero, el cual, como insinuó el monseñor, quizá estaba dilatando el asunto para conseguir alguna miserable rebajita en el rescate. ¿Le harían alguna rebajita, después de haber actuado de aquella forma, el día que compareciera ante Dios? Al final se llegó a la conclusión de que, una vez liberada la chica, a Peruzzo no le quedaría más remedio que cambiar de aires.

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