– ¿Y es que la belleza y la muerte no son hermanas gemelas? -dijo ella en tono despreocupado.
Sostenía en una mano las tijeras de podar. El juez Di se fijó en un soberbio ejemplar moteado.
– Veo que ha conseguido una magnífica pantera imperial -la felicitó.
– Sí, creo que sí -respondió la señora Zhou.
Dicho esto, acercó las tijeras y cortó con negligencia la flor más hermosa de su jardín y se la colocó adornando el pelo. El juez enarcó las cejas, estupefacto. ¡Lo que acababa de hacer era como si su marido hubiese quemado delante de sus ojos el ejemplar más hermoso de su colección de caligrafías! ¡Su despreocupación era milagrosa! Aún asombrado, Di saludó con una reverencia y se retiró.
Dos cosas lo habían impresionado: si la dama amaba sus flores tanto como decía, no habría sacrificado la más rara de todas, la suntuosa y delicada pantera imperial por media jornada de coquetería. De otro lado, no se veía que hubiera cortado ninguna otra flor en el macizo, lo cual significaba que la señora Zhou no tenía por costumbre actuar así con sus flores. Algún grave suceso tenía que haber alterado por fuerza el comportamiento de esa mujer al punto de hacer que destruyera sin pensar lo que hasta un minuto antes era su orgullo. ¿Qué había podido provocar ese cambio, perturbándola tanto?
Un piar de pájaros que venía de otra ala de la casa atrajo la atención del juez Di. Una gran jaula de bambú se levantaba en medio de una estancia bastante amplia y luminosa. La señorita Zhou estaba dando de comer grano a los pájaros. La muchacha hizo una profunda reverencia cuando él se acercó.
– ¿Me haría el honor? -dijo, señalando una tetera que humeaba encima de una mesa baja.
Era el día del té. Se resignó a saborearlo por tercera vez, en compañía de la señorita Zhou. A fin de cuentas, los temas de conversación con una muchacha de la buena sociedad no abundaban.
– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó en el tono de un adulto bondadoso.
– Tengo dieciséis años, noble juez -respondió ella bajando los ojos con una timidez algo exagerada.
«Parece mayor -pensó el juez-. Bien, aquí tenemos una niña a la que convendría casar pronto o se marchitará como las orquídeas en el cabello de su madre.»
– ¿Se habla ya de planes de matrimonio?
– Oh, no creo -respondió con un nuevo alarde de timidez juvenil que supuestamente debía reflejar una educación tan severa como reclamaba su posición-. Mis padres no hablan de estas cosas. Y yo no me atrevo a pedírselo.
«Toda una lagarta», se dijo el juez. Una extensa práctica de interrogatorios en el tribunal le permitía apreciar como experto el aplomo con que esta bachillera escondía su juego.
– Se lo ruego -dijo dejando la taza-, continúe dando de comer a sus pájaros. No se moleste más por mí.
– Son tan buenos -dijo la muchacha-. Yo soy la única que se ocupa de ellos. Si no fuera por mí, morirían de hambre y de tristeza.
El juez Di descubrió un pequeño cadáver cerca de la puertecita enrejada.
– Pues parece que incluso así se mueren.
La señorita Zhou sacó de la jaula el cuerpo sin vida de una curruca.
– No sé qué les pasa -dijo-. Desde hace un tiempo no se encuentran bien. Cada día encuentro un pájaro muerto. Y mueren por una razón desconocida. Yo no sé qué hacer. ¿Entiende usted algo de pájaros?
– Lástima, pero no -respondió el juez-. Los únicos seres a los que he llegado a enjaular caminan sobre dos patas y no tienen tanto encanto. Debería preguntarle a su madre. Si ella es tan experta en la cría de pájaros como en jardinería, sus esfuerzos harán maravillas.
La señorita Zhou no respondió. El juez se dispuso a despedirse: el té empezaba a provocarle palpitaciones. La señorita Zhou se levantó a su vez y lo despidió con una inclinación.
En el pasillo, estuvo a punto de tropezar con el jardinero. Estaba convencido de que el joven había estado espiándolos. El desdichado muchacho parecía el enamorado con el corazón roto al que se negaba toda esperanza de matrimonio. Bien es verdad que había recibido importantes compensaciones. ¿Y si el viajante de sedas hubiese sido amante de la señorita Zhou y no de su madre? En tal caso, el jardinero indiscreto se convertía en un muy posible culpable… El juez Di guardó la idea en un rincón de su mente prometiéndose estudiar ese punto más tarde.
El sinfín de tazas de té empezaban a provocarle un estado de nerviosismo que contradecía el equilibrio mental predicado por Confucio. Necesitaba salir a respirar al aire libre y se fue a caminar por el parque. Contemplando la superficie del lago con el que los Zhou mantenían tan intrigantes relaciones, no le habría sorprendido demasiado ver aparecer a plena luz del día a la sirena del cabello dorado. En un lugar tan atípico podía ocurrir cualquier cosa.
A cierta distancia de la finca, unos sonoros «plaf» atrajeron su atención hacia una pequeña playa. Allí encontró al menor de los Zhou armado con una sacadera, cerca de las cubetas flotantes donde se criaban esas carpas tan canijas que les servían en la mesa.
– ¿Te diviertes, criatura? -saludó.
– Sí, noble juez.
El niño le explicó en qué consistía el juego y le invitó a participar. Al menos, éste no le ofrecía una taza de té. Pescaba los peces con la sacadera para luego arrojarlos al agua. Di se extrañó de que le permitieran torturar así a la crianza con riesgo de ahogarse. Tuvo la impresión de que nadie velaba por el niño. Habitualmente, el heredero de una familia china de rancio linaje vivía, por el contrario, rodeado de atenciones como al principal tesoro de la casa. También era cierto que la familia Zhou cuidaba muy poco sus tesoros.
– ¿Tu abuelo no juega contigo? -preguntó el magistrado, retrocediendo para no quedar salpicado por los esfuerzos entusiastas del pequeño pescador.
– Me gustaría, pero esta tarde tiene prohibido salir. Tiene que quedarse en su habitación descansando.
– Ah, sí… -dijo el juez Di-. Pero saldrá a veces… cuando le abren la puerta.
Le guiñó un ojo al niño y éste soltó una risita.
– Lo has liberado alguna que otra vez, ¿eh? Y haces rabiar a tus padres…
– Me gusta sacar al viejo señor -confesó el niño-. No me gusta estar solo todo el día. Pero he prometido no hacerlo más, me han dicho que la próxima vez me darán un buen azote.
«Bueno, al menos hemos aclarado un punto», se dijo el juez Di despeinando el cabello del niño. Luego se alejó, porque las salpicaduras empezaban a ser francamente una amenaza para su traje de seda.
Regresó al castillo a paso lento, las manos cruzadas a la espalda, y mentalmente hizo balance de la tarde. No dejaba de sorprenderle constatar cómo lo que estaba vivo desfallecía. Era el indicio de un desequilibrio vital; eso podía efectivamente indicar que se había producido una muerte violenta. Esas orquídeas cortadas, esos pájaros que se extinguían lánguidamente uno tras otro, esos peces descuidados, los niños librados a su suerte, las obras de arte que regalaban al primer recién llegado, la superficie rascada de la estatua de oro sin que a nadie le preocupara… ¿En qué clase de casa estaba? Todo se estaba yendo a pique, como si ya nada importara. Como si la esperanza hubiese muerto. Como si ya no existiera el futuro. No era ya una vida apartada del mundo: era una muerte lenta y aceptada, una decadencia consentida. No se necesitaba una inundación para socavar los cimientos de la finca. A este paso, en pocos meses tan sólo quedarían ruinas sobre el lago Zhou-an.
El juez Di tiene un sueño; hay otra muerte en la ciudad.
A fuerza de contemplar la lluvia desde la cama, el juez Di acabó quedándose dormido. Al levantarse se preguntó qué hora podía ser. Nadie se había atrevido a despertarlo. ¿Se había perdido la cena? Vio que alguien había dejado platos para él en la alcoba. No era mala idea, pues estaba un poco cansado de las envaradas comidas con los Zhou. Mojó los palillos en los productos que contenían los cuencos, que no le parecieron ni mejores ni peores que de costumbre. La capacidad de adaptación del ser humano es una inagotable fuente de asombro. Luego volvió a acostarse llevándose un libro de poesías que había cogido de la biblioteca de su anfitrión.
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