Esa noche soñó algo curioso. La diosa del lago emitía un melodioso canto para atraer a los hombres hasta sus riberas y luego se convertía en un monstruo cuyas fauces abiertas devoraban a los imprudentes melómanos. El juez Di despertó sobresaltado de la pesadilla. ¡Vaya! El castillo no le dejaba descansar ni siquiera en sueños. Tuvo la impresión de que el curioso y temerario personaje del sueño era él mismo, y que el monstruo que lo devoraba no era sino el misterio impenetrable de la finca. Al cabo de unos instantes, recuperado del susto y la calma, oyó un ruido sospechoso en el exterior.
A toda prisa, se puso la capa, se protegió la cabeza con el gorro y salió a sondear la noche en la galería cubierta. Había dejado de llover. Una ligera bruma iluminada por la luna flotaba encima del lago, dándole una atmósfera fantasmal. El juez Di oyó entonces la voz cautivadora de su sueño. Una mujer recitaba dulcemente una salmodia. El canto procedía indudablemente del agua. ¿Y cómo era posible? ¿Había alguien tan chiflado para coger la barca a una hora tan avanzada de la noche, en medio de esa humedad helada, entre los lotos y las ranas?
Súbitamente se creyó transportado a su sueño. Una forma, al principio difusa y luego terriblemente nítida, atravesó la bruma. La diosa de la pagoda flotaba sobre las aguas. Tenía la piel dorada, el largo cabello le cubría los pechos e iba montada a lomos de un pez gigante que se desplazaba lentamente. De golpe, una miríada de luciérnagas se encendió a su alrededor. Debían de ser las almas de los Zhou ya difuntos, que continuaban sirviéndola aún después de muertos. El juez Di esperaba que la deidad no se convirtiera en un monstruo como en su sueño. Pero nada de eso ocurrió. En cambio, un hombre descendió a la orilla. El juez Di reconoció la silueta del mayordomo Song, que estaba claro era una de las presas favoritas de la divinidad. La diosa, sin dejar de cantar su melodía, tendió en dirección a él una perla plateada de gran tamaño, igual a la de la pagoda. La sombra masculina seguía inmóvil junto a la orilla, como hipnotizada por el espectáculo. Al fin, el canto se atenuó hasta hacerse inaudible, tal vez porque la cantante había llegado a las riberas de un mundo al que los hombres no tenían acceso.
El magistrado observó con inquietud qué hacía el criado. Lo vio desaparecer entre los macizos de camelias. Esta vez el juez quiso averiguar adónde llevaba toda la peripecia y corrió tras sus pasos. Sin embargo, Song, acostumbrado a las vueltas y revueltas del parque, le despistó probablemente sin saber que alguien le estaba siguiendo.
El juez regresaba al castillo a través de los arbustos que le arañaban las manos, cuando un objeto brillante atrajo su mirada. Se agachó y descubrió que se trataba nada más y nada menos que de un lingote de oro. A los Zhou no les bastaba con poseer estatuas de oro macizo, sino que además tenían que pavimentar los senderos de la finca con el metal precioso, plantándolo en el parque a ver si crecía -¡y estaba claro que crecía!-. La casa rebosaba de oro, escupía oro por todos los orificios, estaba intoxicada de oro.
Incapaz de volver a acostarse, caminó hasta la pagoda llevando el lingote en la mano. De nuevo vio una sombra fugitiva a lo lejos. Quiso salir en su persecución, pero resbaló en el barro y cayó cuan largo era sobre el fango pegajoso. Y encima se ponía a llover otra vez. Ya no había forma de ver nada. El juez subió los escalones del pequeño templo y se sentó en el suelo, tan aturdido por lo que acababa de ver como por la caída. La luna reapareció por un instante entre dos nubes. Un resplandor plateado lo deslumbró. Se levantó y se acercó a la estatua. La perla de plata, la misma perla que la aparición había paseado por el lago, estaba ahora entre los dedos de la diosa, como si fuese la propia efigie la que hubiese subido a lomos del pez gigante para visitar sus dominios. Fijándose más, el juez descubrió en el suelo algunas virutas de oro. A tientas, barrió con la mano el embaldosado. Su palma húmeda recogió tres pequeñas virutas de oro. Comprendió que alguien se había vuelto a burlar de él. Habían despegado la perla y vuelto a colocarla, utilizándola como atrezzo de una hábil exhibición. Eso significaba que al menos no había enloquecido. Sin embargo, seguía fascinado por la mágica visión. Era el espectáculo más extraño que había presenciado nunca.
«¡Día fasto!», se dijo a primera hora de la mañana. Acababan de servirle de desayuno unas tortas en aceite de lo más insulso, como las que se podían comprar en la esquina de cualquier calle. Pero no había nada que flotara o apestara, lo que era en sí mismo un prodigio. Se sentía de excelente humor, el día se anunciaba bajo los mejores auspicios. ¿Sería igual de afortunada la pesca de indicios?
El sargento Hung le anunció que el capitán del junco les había enviado a uno de sus marinos; ese individuo era insaciable en materia de dinero y reclamaba más sapeques en pago por los trabajos de reparación. El emisario esperaba delante de la casa a que hubiesen sangrado a su presa. La jornada no era, pues, tan prometedora como parecía.
– ¿Qué piensas tú? -preguntó el juez a su criado-. Están reconstruyendo el barco de arriba abajo a mis expensas, ¿no te parece?
La noche pasada, Hung Liang había ido a la ciudad. Había fiesta en la posada y los marineros pasaban más tiempo emborrachándose en galante compañía que claveteando las tablas de su barcucho. Dicho sea en su descargo, el estado del río no era un aliciente para el trabajo. Reparado el junco o no, seguía siendo demasiado aventurado reanudar la navegación. Vamos, que no se esperaba una inminente partida.
El juez Di comprendió que lo tomaban por necio. Mandó responder al capitán que pagaría lo que hiciese falta una vez terminada la reparación y cuando se dispusiera a embarcar. Ni una moneda más para brindar a su salud, eso los motivaría más que la duración de las crecidas. Pero en parte lamentó tener sentido común, que amenazaba con alejarlo del castillo mágico y de su intrigante secreto.
El resto de la mañana la dedicó a leer relatos históricos y a vagabundear por la hermosa mansión casi vacía. El juez estaba acostumbrado a verse desbordado de trabajo, entre la gestión de los asuntos corrientes y los expedientes de justicia que debía instruir.
Una sola investigación a la vez equivalía para él prácticamente a estar de fiesta. Fue a devolver la obra que había cogido la noche anterior, impaciente por llevarse otra.
Conforme pasaba el tiempo, la casa se veía más descuidada: todo se desmoronaba. Las flores se marchitaban en los jarrones sin que nadie se preocupara de cambiarlas. Podía decirse que los criados, que no parecían abrumados de trabajo aparte de la elaboración de esas calamitosas comidas, no hacían nada por el mantenimiento de la casa. Por lo que se veía, la limpieza era la última de sus prioridades. El juez Di pasó un dedo por los estantes y se llevó una parte de la espesa capa de polvo que los cubría. La vieja criada se atracaba del día a la noche, a cualquier hora que tropezara con ella por los pasillos siempre estaba masticando algo. El mayordomo desaparecía, cuando no andaba de ronda por el parque dedicado al cielo sabía qué. Se podía recorrer toda la finca sin dar nunca con el monje o el jardinero. El juez comprendía ahora por qué los Zhou habían podido prescindir tan fácilmente de los otros criados: como propietarios, eran asombrosamente negligentes.
El gong avisó de la hora de comer. El juez Di suspiró y cerró el libro diciéndose que no había placer sin penitencia.
La señora Zhou había cambiado de personalidad una vez más. Ya no era la delicada botanista del jardín de orquídeas sino una matrona maquillada de modo ostentoso, decidida a lucir todas sus joyas a la vez, igual que esos árboles votivos cargados de ofrendas a cual más vistosa.
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