Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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– Mis señores ruegan al honorable magistrado que tenga a bien aceptar este humilde presente en recuerdo de su estancia en esta casa.

Con una profunda reverencia, criada y jardinero se retiraron. Cuando se quedó a solas, el juez Di abrió el cuaderno. Se trataba de una colección de pinturas antiguas, una espléndida obra de arte, de valor extraordinario. Este obsequio evocaba un intento de soborno típico. Si se aceptaba plantear su culpabilidad, el mensaje era: «¡Llévese lo que quiera, y váyase al diablo!»

– Después del aceite de ricino, una cucharada de miel -comentó el juez Di paseando distraídamente la mirada por los bellos paisajes estilizados suntuosamente presentados.

Le habían enviado una de las joyas de la biblioteca. No podía imaginar manera más elegante de pedirle que se marchara. Con ese movimiento la partida de Go resultaba más interesante. Decidió aceptar provisionalmente el regalo… y permanecer en el castillo hasta resolver el enigma: ése y no otro era el regalo que esperaba de sus generosos anfitriones.

5

Una estatuilla empieza a hablar; el juez Di descubre nuevos motivos de sorpresa en la familia Zhou.

Una noche más, el juez Di luchó en vano por conciliar el sueño. Las algas verdosas se le habían atragantado. Decidió dar un pequeño paseo digestivo por las galerías que rodeaban la casa. La noche era fresca y revitalizante. El suave chapoteo del agua favorecía el sosiego. Como no llovía, bajó la escalinata para caminar un poco por los senderos arenosos que cruzaban el jardín, por detrás del edificio. Distinguía bajo la luz que ofrecía una luna opaca las sombras de árboles majestuosos, suavemente agitados por el viento. La atmósfera en esa isla en medio del lago era mágica. No costaba creer que una mujer-zorro o algún demonio peludo y cornudo pudiese escabullirse entre dos arbustos con la naturalidad de una comadreja; su presencia no habría resultado chocante en este universo aparte, donde los vínculos con la realidad trivial estaban cortados desde tiempos inmemoriales. La isla era un barco que zigzagueaba entre dos mundos. A fin de cuentas, ¿no era el reino de una diosa? Y los que la habitaban ¿no eran más sus guardeses que sus propietarios? El juez Di sintió que también él habría podido fundirse en la atmósfera tan especial del lugar y dejar que su vida discurriera leyendo poesía en la biblioteca, entre estampas antiguas y obras de arte, despreocupado para siempre de la sociedad de los hombres, de sus crímenes y de sus miserias sin fin. En ese momento envidiaba sinceramente a los Zhou y su plácida existencia que se burlaba de las reglas del común de los mortales.

Inmerso en sus pensamientos, llegó a las inmediaciones de una pagoda al fondo del parque, por encima de la rosaleda. Estaba semioculta por los sauces llorones, cuyas largas ramas rozaban la superficie del agua. En ese instante oyó una voz, sin entender qué decía. Al acercarse descubrió entre las columnas rojas del pequeño edificio una escena extraña que lo dejó fascinado. Un hombre que le daba la espalda estaba arrodillado delante de una estatua monumental de la diosa de cola de pez, cuyo revestimiento dorado destellaba a la luz de una lamparilla colocada en el suelo.

«¿Me has comprendido bien?», preguntó la voz femenina, con sepulcral acento.

– Sí, poderosa diosa -respondió en voz muy baja el mayordomo, con perceptible emoción-. Te obedeceré sin vacilar. Perdóname por haberte ofendido. Yo soy tu muy humilde y fiel servidor.

E hizo el kao-teu como era costumbre en el tribunal: tres veces golpeó el suelo con la frente en signo de sumisión absoluta. El juez casi esperaba ver moverse los labios de la estatua cuando la voz añadió:

«Bien. Ya que te muestras sensato, voy a recompensarte. Tus más caros deseos te serán concedidos. ¡Márchate y recibe!»

Algo luminoso, con reflejos amarillos, cayó revoloteando alrededor del suplicante arrodillado. El juez Di ahogó un grito de justificada sorpresa al ver que una lluvia de oro, una verdadera nube dorada, descendía del cielo como una bendición palpable. El fenómeno se prolongó cerca de un minuto. El juez creyó estar soñando, pero el mayordomo, atónito, seguía sin lugar a dudas en el centro de un embaldosado sembrado de finas virutas de oro. El polvillo luminoso brillaba sobre sus ropas, cabellos y manos.

– ¡Gracias, gracias! -repitió golpeando una vez más el suelo con la frente.

Luego, sin tomarse la molestia de recoger el maná que acababa de derramarse sobre él, salió de la pagoda, la espalda encorvada, cabizbajo, como un hombre al que acaba de aplastar una revelación celeste, sin dejar de murmurar invocaciones o plegarias, y desapareció entre los árboles, en dirección al castillo.

La oscuridad volvió a adueñarse de la pagoda. Durante unos instantes el juez Di fue incapaz de hacer un solo gesto. La visibilidad era demasiado mala como para examinar el lugar. Pospuso las pesquisas para la mañana siguiente y regresó a acostarse, menos dispuesto que nunca a encontrar el sueño.

Al despertar descubrió que la lluvia había reanudado su interminable letanía.

– ¿Ha dormido bien Su Excelencia? -preguntó Hung Liang apartando las cortinas de la cama.

El propio juez Di se sorprendió de haber conseguido dormir. La escena que había presenciado en la noche acudió a su memoria. Se preguntó si sólo había sido un sueño provocado por la penosa digestión de una cena repugnante.

Después del desayuno, se vistió con ropas de abrigo, recogió una tela impermeable y regresó a la pagoda. Los caminos estaban ahora embarrados. Después de una caminata chapoteando sin rumbo bajo el aguacero, por fin dio con el bonito pabellón, que bajo la lluvia le pareció más siniestro que en la oscuridad de la noche.

Una vez en su interior, vio que la estatua, en cambio, era igual de grandiosa a la luz del día. De dimensiones majestuosas, la pintura dorada que la cubría daba la impresión de ser de oro macizo; era un hermoso trabajo de orfebre. Los ojos eran de jade con piedras preciosas incrustadas; los dientes, visibles a través de la sonrisa de los labios en oro rosado, estaban tallados en un marfil inmaculado. Los cabellos, que caían sobre sus senos en forma de pera, estaban atados por un cordón de coral escarlata, y las manos, cuyos dedos eran de una extraordinaria finura, se abrían una haciendo el signo de la bendición y la otra ofrecía una especie de perla plateada de gran tamaño, símbolo de suerte y de buena posición. Ningún objeto en el castillo de los Zhou se acercaba a la perfección y a la originalidad de esta figura votiva. La diosa reinaba en la isla y sobre el lago. Ella era la esencia, el eje y la razón de ser de esa familia, de esa casa. Al contemplar esa mezcla de riqueza y de serenidad, ciertamente se tenía la impresión de que nada malo podía suceder mientras ella velara por la finca, y que ésta desaparecería el día de su declive ya que nada es eterno en este mundo, ni siquiera las efigies monumentales de las deidades de sonrisa celestial.

El enlosado estaba impecable. Alguien se había tomado la molestia de barrer muy diligentemente la lluvia de oro, o bien ésta había existido nada más en la imaginación del soñador. Sin embargo, al examinar con atención los rincones de la estancia, el juez Di descubrió complacido algunas ligeras huellas del polvillo dorado, perdidas en una ranura entre dos baldosas. La escena, por lo tanto, no era fruto de sus sueños. Se apoyó un instante en la barandilla de la pagoda para contemplar el lago, que la lluvia acribillaba con una infinidad de picotazos de plata, el equivalente poético de la lluvia de oro.

¿Qué había sucedido? ¿De qué había sido testigo? Sus firmes convicciones confucianas, que le encastillaban en un pragmatismo estricto, difícilmente darían por buena la visión de una sirena derramando sus dones tangibles sobre un admirador hincado de rodillas. Volvió a examinar de cerca la estatua para averiguar si era posible deslizarse en su interior para crear la ilusión de que hablaba. Había un resquicio entre el fondo de la pagoda y la espalda de la efigie. El juez Di deslizó una mano para comprobar si estaba hueca o era maciza. Era maciza. Pero percibió que la superficie, en lugar de estar pulida como el lado visible, estaba rayada, rugosa. Al retirar la mano constató que estaba cubierta de polvillo dorado. Al mirarlo desde más cerca, vio que no se trataba de un polvillo dorado… ¡sino de auténtico oro en polvo!

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