Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Usted estuvo allí -dijo Osgood a Wakefield con un inesperado tono de envidia-. Estuvo allí cuando murió el pobre Daniel.

– No -murmuró Rebecca, horrorizada por la idea y la recién adquirida crudeza de los últimos momentos de su hermano.

Wakefield afirmó con la cabeza.

– Sí, yo me encontraba entre los múltiples y curiosos espectadores cuando falleció. El pobre chico tuvo tiempo de pronunciar su nombre, Osgood. Cuando Herman le quitó las páginas a Bendall (el leguleyo las llevaba siempre encima de su persona, lo que nos dejó pocas opciones con él) supimos que incluso aquellas últimas entregas de la serie, la cuarta, la quinta y la sexta, no aportaban claves fiables sobre el fin de la novela. Estábamos a punto de volver a Inglaterra. Entonces, nuestro topo en su empresa nos contó que pensaban ir a Gadshill a buscar el final de El misterio de Edwin Drood . ¿Por qué cree, mi querido señor Osgood, que le resultó tan fácil al señor Fields encontrar su billete cuando decidió mandarle allí en el último momento? El Samaria era el único barco con camarotes libres… porque yo me ocupé de que así fuera. Porque el Samaria y toda su tripulación me pertenecen.

– Cuando Herman desapareció en medio del océano, ¿dónde le escondieron? El capitán, los camareros, el detective del barco, todos le buscaron -dijo Osgood.

– Trabajan para mí. Para mí, para mí, Osgood. Herman no desapareció en medio del océano en ningún momento. No se nos pasó por la cabeza que se le ocurriría hacer una visita sin guía días después de la pamema de encerrarle. Estaba instalado a buen recaudo en una de las habitaciones secretas que hay debajo del camarote del capitán, lo mismo que en la travesía de vuelta a Boston que acabamos de realizar. Pero para entonces usted ya me había confiado su vida, si me permite decirlo. E hizo bien. Herman le protegió en Londres de los fumadores de opio cuando le atacaron para robarle y le dejó en un lugar seguro donde encontraría ayuda. Le salvó.

– Y de paso me permitió que viviera lo suficiente para encontrar lo que usted perseguía.

Wakefield asintió con la cabeza.

– Mientras tanto, todo mi negocio empezó a derrumbarse: pagos retrasados, distribuidores de opio que evitaban a mis proveedores… ¿Por qué cree que a aquellos canallas se les hizo la boca agua al verle? Matarían a cualquier desconocido por un chelín. Todo el mundillo del tráfico de opio se había paralizado mientras leían las entregas de El misterio de Edwin Drood como el resto del mundo.

– Pero ¿por qué? -preguntó Osgood.

– Porque mi profesión había reconocido en seguida en las palabras de Dickens lo que usted ha desvelado, la historia de Edward Trood, y veían en esas claves de la supervivencia de Drood un peligro inminente para nuestra actividad. Y tampoco podíamos permitirnos que se prestara más atención a los «asesinos» de Trood; por eso Herman robó la figura de la sala de subastas. Verá usted, ese turco, el de la figura, lo hizo un artista entrometido basándose en Imam, uno de los distribuidores de opio que colaboró para emparedar «mi» cuerpo. ¡No nos convenía que la cara de Imam se expusiera en la subasta más grande que celebraba Christie's en los últimos cien años! ¡El exceso de atención que estaba obteniendo todo lo relacionado con los últimos días de vida de Dickens no se podía calificar más que de desastre!

– Si la gente se enteraba de que Trood estaba vivo -dijo Rebecca-, su organización se vendría abajo, desbordada por las dudas, a causa de la mentira que la puso en marcha. La gente empezaría a pensar que el supuestamente asesinado Trood estaba vivo y conocía sus secretos.

Wakefield agitó la mano por el aire.

– Ve, señor Osgood, su asistente es una mujer de negocios nata. Sí, es cierto. Si se empezaba a creer que Eddie Trood no había muerto, significaba que andaba por ahí dispuesto a utilizar sus conocimientos para hundirnos. Sin embargo, no ha sido eso lo que me ha obsesionado desde que Dickens empuñó la pluma para recrear mi historia. Cuando se hizo famoso el caso de Webster y Parkman en su ciudad, los métodos que también hizo famosos se extendieron igualmente. El esqueleto de Parkman fue identificado por los dientes. Desde entonces, la muerte no pone fin a todo. ¿Y si la policía se enteraba del rumor de que Trood podía seguir vivo y decidía abrir su tumba? ¿Descubrirían que no era Trood? Y entonces ¿qué? Si no era Trood el que descansaba bajo tierra, ¿dónde estaba? Puede imaginarse el entretenimiento que tendría Scotland Yard con esa pregunta. Puede imaginarse la libertad que tendría yo para moverme por Londres: ¡mi antigua personalidad inesperadamente resucitada! Arthur Grunwald convenció al Surrey de que se representara dicho final en su montaje del libro del señor Dickens, de manera que Herman lo quemó en la madrugada del día de nuestra partida. Fue una pena, sin embargo, que Grunwald se encontrara en el camerino de transformación. Me gustó el Hamlet que hizo en el Princess. Ve usted, ni siquiera Herman y yo somos siempre perfectos.

»Naturalmente, leí el telegrama de Tom Branagan cuando hicimos escala en Queenstown. El capitán me lo llevó a mí, siguiendo mis instrucciones, antes de que usted lo viera. Qué persona tan encantadora es su agente Tom, descubriendo las pruebas de que la carta a Forster era una falsificación de Grunwald. Aquella carta podía haber supuesto un gran inconveniente para nosotros.

– Estas seis entregas -dijo Osgood apretando con fuerza la cartera con el resto de la novela de Dickens-. Entonces eso es todo lo que quiere, ¿destruirlas? -Osgood plegó la cartera sobre su pecho.

Wakefield soltó una carcajada.

– Si tuviéramos un poco de música alegre… -se le ocurrió de repente-. Sí, eso nos tranquilizaría a todos. ¿Qué me dices, Herman Cabeza de Hierro? -Wakefield alargó su mano y Herman se le agarró, lanzándose a bailar por toda la estancia un vals ligero alrededor de Osgood y Rebecca-. ¿Le parecemos lo bastante elegantes para usted, señor Osgood? -preguntó Wakefield riendo y haciendo reverencias.

Era una imagen espeluznante, ver a aquellos dos asesinos bailar por la estancia. Pero lo más extraño de la escena era que Herman Cabeza de Hierro estaba preparado para volverse loco en cuanto Wakefield le diera la orden. Si Herman era un asesino que no respetaba más que la brutalidad y la fuerza, ¿hasta qué punto llegaría la crueldad de Wakefield para manejarle de aquella manera? Osgood comprendió el significado de aquel pensamiento. La danza, paso a paso, dejaba una cosa clara como la luz del día. Iban a morir allí.

– Por favor, tengan compasión, dejen que se vaya la señorita Sand -suplicó Osgood.

Wakefield estudió a sus cautivos.

– No soy el hombre terrible que puede estar imaginando ahora. Mi maldición en la vida ha sido tener la visión que otros no tienen. Yo puedo entender lo que su gobierno y el mío no pueden. La gente está empezando a demonizar el opio y su uso; en sus cabezas, el consumidor de opio es tan irreal e indeseable como un vampiro humano. Han presentado una queja a China por la inmoralidad de su comercio. Americanos e ingleses no tardarán en culpar al opio de todos sus defectos y dictar nuevas leyes y normas. China se ha rendido por fin a su necesidad de la droga y van a cultivar las amapolas ellos mismos para satisfacer el apetito de sus gentes. Además, con la apertura del canal de Suez, cualquier franchute insignificante que tenga un remolcador puede acercarse a China sin la menor capacidad o conocimiento del mercado; las costas quedarán definitivamente invadidas. Es su propia ciudadanía la que clama que se le abastezca, con la cantidad de soldados, igual da que sean yanquis o rebeldes, que han vuelto a casa sufriendo dolores y necesitados de alivio, ignorados por una sociedad que ha seguido adelante con el comercio y el progreso mientras esos valientes padecen. Ahora, con la hipodérmica, cualquier hombre o mujer que lo desee podrá auto suministrarse la medicación que no pueden encontrar en las deshumanizadas ciudades sin asistencia. América es la tierra de la experimentación: nuevas religiones, nuevas medicinas, nuevos inventos. Si hay algo que se pueda transformar, los americanos se deshacen de toda restricción con la libertad de la autocomplacencia. El alcohol convierte al hombre en una bestia, pero el opio le hace divino. La jeringuilla sustituirá a la petaca y se convertirá en el remedio infalible presente en los bolsillos del hombre de negocios, el contable, la madre, el profesor y el abogado que sufren la maldición de las preocupaciones modernas. ¿Qué opina de esto, Osgood? Ah, ya sé que su oficio son los libros, pero todo se reduce a lo mismo: conocer a tus clientes, saber cómo quieren huir de este mundo desolador y asegurarse de que no pueden vivir sin ti. El cerebro moderno se marchitará si no encuentra una manera de conciliar emociones y aturdimiento. Usted y yo hemos buscado lo mismo en Dickens, protegernos a nosotros mismos y a la gente que necesitamos. No, yo no deseo la muerte de nadie.

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