Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Osgood se dirigió a él.

– Señor Wakefield, ¿está usted seguro de que no le supone ningún trastorno que utilicemos su coche? Wakefield se encogió de hombros.

– ¡Por supuesto! Lo he contratado todo el día y no tengo nada que hacer hasta más tarde. Es un placer poder prestar una pequeña ayuda a mis dos amigos americanos. Déjenme que envíe un mensajero con una nota a mi socio comercial y mi carruaje y mi humilde persona estaremos a su entera disposición hasta que acaben ustedes por completo y de una buena vez con el objetivo de su expedición.

37

Osgood, con una lámpara en las manos, descendió lentamente las escaleras que conducían al sótano de la facultad de Medicina, siguiendo los pasos que Dickens había dado con Holmes aquel día en Boston. ¿Y que había vuelto a dar aquella noche antes del asalto de la señora Barton? Osgood había dejado a Rebecca en el carruaje aparcado, aunque ella no quería quedarse.

– Señor Osgood, por favor, ¡seguro que puedo ayudarle a encontrar alguna pista! -le había urgido.

– No sabemos dónde está Herman. En conciencia, no puedo llevarla a un lugar donde existe un posible peligro -dijo Osgood-. Si pasara algo no me lo podría perdonar.

– Yo me quedaré con ella, señor Osgood -dijo Wakefield con un significativo cabeceo y una sonrisa amable-. Yo la cuidaré en caso de que Herman ande cerca.

– Gracias, señor Wakefield. No tardaré mucho -respondió Osgood. Sabía que tenía que cumplir aquella tarea aunque ello significara darle a Wakefield la oportunidad de confesar su amor a Rebecca. Tenía que descubrir lo que se ocultaba allí por el futuro de su empresa y tenía que garantizar la seguridad de Rebecca, aunque eso supusiera perder su afecto en el proceso en favor de Wakefield antes de que pudiera encontrar el medio de demostrar el suyo propio.

El editor entró en el edificio y descendió hasta el fondo de los escalones de madera que llevaban a aquel subterráneo de olor repugnante lleno de frascos con especímenes y estantes medio vacíos. Si la lunática del asilo tenía razón, ¿por qué había vuelto Dickens allí a solas, en mitad de la noche, cuando sólo le quedaban unas horas de estancia en Boston? Una frase de la primera entrega de El misterio de Edwin Drood se repetía en la cabeza del editor: «Si escondo mi reloj mientras estoy borracho -decía-, tendré que estar borracho otra vez para recordar dónde». Con la lámpara en una mano, Osgood tanteó las estanterías con la otra. Revisó la antigua mesa de trabajo y los nichos de la pared, palpó por detrás los pilones y las cañerías. Llegó al horno, del que salía el hedor espantoso que llenaba el recinto. Allí era donde, en otros tiempos, se habían incinerado trozos del cuerpo de Parkman. Osgood titubeó y rebuscó entre los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Éste sería el sitio perfecto: el único lugar de Boston olvidado por todos, que han dejado intacto, mientras todo lo demás a su alrededor cambiaba. Nadie quería recordar una muerte tan execrable. Boston lo había guardado como un esqueleto en su gigantesco armario.

Con firmeza, Osgood metió la mano en el horno. Sus dedos tantearon la superficie interior recubierta de cenizas y productos químicos. Era como meter la mano en una nube de tormenta: densa y vacía al mismo tiempo. Entonces rozó algo más sólido, algo que recordaba la piel reseca de un moribundo. Despacio, con cuidado de no dejarlo caer, sacó un cuarteado maletín de cuero.

Lo abrió. Dentro había un fajo de papeles. Osgood no daba crédito a sus ojos. Reconoció de inmediato la caligrafía de Dickens en tinta ferrogálica. Se quedó paralizado en el sitio con aquel tesoro en las manos. La sensación era tan abrumadora que, por un momento, no fue capaz de realizar la acción más natural que conocía desde la infancia: leer. No pudo hacer otra cosa que sentarse en la fría piedra presa de un irracional temor a que las páginas se esfumaran ante sus ojos una vez las hubiera visto. No se trataba sólo del triunfante alivio de haber llevado su búsqueda a un final victorioso. Era todo su futuro lo que tocaba con las yemas de los dedos. Tenía a Fields, Osgood & Co. en sus manos; todos los hombres y mujeres que confiaban en él. Era Rebecca.

Y era como si, durante unos segundos más, mantuviera a Charles Dickens con vida. Era una sensación vivificante. Pensó en la pregunta que le había hecho Frederick Leypoldt sobre el trabajo de editor: ¿Por qué no somos herreros o políticos? Por esto, Leypoldt, precisamente por esto. El verdadero objetivo del editor era el descubrimiento de lo que nadie más estuviera buscando, de algo que despertara imaginaciones, ambiciones, emociones. De repente, no pudo esperar ni un solo segundo más para saber cómo acababa Edwin Drood. ¡Allí mismo, y con todas las respuestas en sus manos! ¿Vivo o muerto? ¿Retenido o escondido? Subió la intensidad de la luz, la dirigió sobre las páginas y empezó a estudiarlas, esforzándose por ver entre el polvo y la densa oscuridad. Pero la luz brillante de la lámpara casi cegaba sus ojos, hechos a la oscuridad.

– Vaya, ¡o sea que lo ha conseguido! -interrumpió Wakefield materializándose en lo alto de las escaleras y descendiendo con paso cauteloso a la bóveda con su habitual espíritu amistoso y alegre materialmente enterrado por la oscuridad-. ¿Ha descubierto ya algo, señor Osgood?

Osgood se levantó.

– Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué querría dejarlo en este lugar, señor Osgood? -preguntó Wakefield.

– Le daba miedo perderlo -respondió Osgood.

– ¿Miedo?

– Sí, miedo, ¿no se da cuenta? Piénselo. Dickens se disponía a irse de Boston para siempre la mañana siguiente. Desde el accidente de Staplehurst en el que casi perdió la vida, cada vez que se subía a un tren, a un barco, incluso a un coche de alquiler, quedaba paralizado por el miedo. Dickens sabía que la travesía de vuelta a Inglaterra a bordo del Russia podía ser un peligroso viaje hasta el otro lado del mundo sobre las aguas más bravas del océano. Desde luego, nunca olvidaría que, en el momento del espeluznante accidente de Staplehurst, estaba escribiendo Nuestro común amigo , el libro anterior a El misterio de Edwin Drood , y llevaba con él las últimas páginas de la novela. La última entrega había quedado en el vagón del tren del que había escapado y arriesgó su vida para volver a él y rescatar los papeles.

– Fue muy temerario.

Osgood asintió con la cabeza.

– Pero eso no era lo único que debía de tener en la cabeza. Estaba esa mujer, la señora Barton, que se había colado en la habitación del hotel para dejar una nota exigiendo hablar con Dickens sobre su nuevo libro. Y estaba lo del diario de bolsillo, que ella había robado. Y los agentes de impuestos, que amenazaban con hacer lo que tuvieran que hacer para recaudar el dinero que se debía: confiscar entradas o sus pertenencias y documentos. Dickens sabía que si subía al barco con esto en la mano, tal vez no volviera a verlo nunca. Más aún, ya en Inglaterra, sabía que cuando empezara a publicar el misterio, habría un interés desmedido por saber cómo iba a terminar. Un criado en el que una vez había confiado forzó la caja fuerte de su despacho mientras estaba de viaje. Sí, por todas partes amenazaban los peligros a Dickens y a su manuscrito. Este lugar, este diminuto recinto olvidado, tal vez fuera el único emplazamiento seguro en toda la Tierra para sus páginas. Aquí podían refugiarse sin que nadie las molestara hasta que él pudiera pedir a alguien que las recuperara, lo que haría una vez hubiera terminado la primera parte. Pero al morir de manera inesperada, no tuvo oportunidad de contárselo a nadie.

Wakefield aplaudió.

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