Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Frank inclinó la cabeza con satisfacción, dejando a su subalterno prisionero de los otros dos policías.

– ¡Maldito sea! -bramó Turner sobre el rugido de los truenos-. ¡Maldito sea usted y Charles Dickens por traerle a esta tierra!

A orillas del río Ganges, en la región que bordea Bengala, se encontraba Chandernagor, un territorio que los franceses se habían apropiado años antes. Allí, en un palacio, aguardaba solemne un chino llamado Maistree, vestido con ropajes que brillaban lo mismo que las paredes recubiertas de delicado pan de oro y de plata. Criados indios y parsis le servían comida y bebida.

Uno de los miembros de una familia criminal de Chandernagor entró e informó de que las bolas de opio robadas se habían embalado en cajas de sardinas y estaban listas para su transporte. Hizo una reverencia y dejó en paz al Babu Maistree. Había perdido a dos hombres, Narain y Mogul, en el transcurso de aquel robo: Narain en un salto hacia la muerte y Mogul condenado a dos años de destierro. Y además un policía había quedado al descubierto. Sin embargo, era un tesoro abundante y siempre había más hombres dispuestos para la próxima ocasión. Le costaba mucho más esfuerzo a la policía de Bengala desenmascarar a uno de sus agentes que a él contratar a diez más.

Podía haberse visto un tinte de preocupación en la mirada apática de Maistree mientras sumergía la cuchara en la sopa como un remo. Todavía no tenía noticias del comprador, cuyo nombre ignoraba porque Maistree sólo negociaba con el cabecilla parsi de los rudos marineros que venían a llevarse el opio disfrazado. Maistree sabía que aquel hombre, Hormazd, no trabajaba a solas. Pero siempre había sido digno de confianza. Gran parte del palacio en el que ahora descansaba estaba construido con el dinero del comprador desconocido. Y mientras Maistree no pusiera un pie fuera de los límites de Chandernagor, la policía inglesa de Bengala no podría arrestarle y el contrabando seguiría adelante.

¿Qué podía salir mal?

De hecho, la última vez Hormazd le había comunicado a Maistree el encargo de conseguirle más opio que la temporada anterior. Los mercados se estaban abriendo, en particular los Estados Unidos. El comprador quería todo el opio puro de Bengala que se pudiera sacar de contrabando inmediatamente, y el perista tenía que esperar su mensaje con instrucciones sobre cuándo lo recogerían.

Pero el siguiente envío ya estaba listo. ¿Dónde estaba el comprador?

36

Sanatorio mental McLean, Boston, noche cerrada

Rebecca Sand ya se había preparado para las desapacibles visiones que podía esperar de aquel lugar mientras recorría con paso enérgico el pasillo del hospital. Era sin embargo difícil mantener esa idea en la cabeza, porque el centro se parecía más a una casa de campo inglesa que a un hospital para perturbados.

Osgood ni siquiera había pasado antes por su casa de Pinckney Street ni a ver al señor Fields en la oficina; estaba demasiado ansioso y quiso ir directamente al sanatorio McLean, en Somerville.

– ¿Está segura de que no prefiere irse a casa, señorita Sand? -le preguntó Osgood.

– No estoy más cansada de lo que debe de estar usted, de eso estoy segura, señor Osgood. Además, no creo que le permitan entrar en el pabellón de las mujeres.

– Por supuesto -dijo Osgood antes de hacer una pausa reflexiva-. Es una suerte para mí contar con su ayuda.

El hospital estaba dividido en dos partes, para hombres y para mujeres, todos ellos provenientes de ambientes de gran fortuna y estatus, salvo algún paciente ocasional que se aceptaba por caridad. Ninguna persona del sexo opuesto podía entrar en las respectivas alas, a no ser personal médico. Rebecca escuchaba voces de mujeres gritando y llorando, pero otras cantaban y reían, y ella no sabía cuál de los tipos de ruidos enervaba en mayor medida su espíritu. Todas las ventanas tenían barrotes y las paredes de las habitaciones estaban acolchadas.

Al llegar a una habitación privada, una fornida celadora con cofia de muselina y cara sonrosada le ofreció una silla cómoda. En el interior de la habitación, poco iluminada pero amueblada con lujo, se encontraba una mujer sentada que enrollaba en un dedo su pelo frágil y encanecido. Gran parte de éste se lo había arrancado, el resto lo llevaba recogido sobre la cabeza, adornado con tristes cintas multicolores. Un ancho echarpe le rodeaba el cuello. No levantó la mirada.

La celadora hizo un gesto a la visitante para que empezara.

– ¿Señora Barton? -preguntó Rebecca.

Por fin la paciente giró la cabeza hacia ella. Pero fue sólo un instante. Rápidamente volvió a dedicar su atención a la pared.

– Súcubo -dijo la paciente con un tono de amargura.

– Señora Barton, lo que he venido a preguntarle es muy importante. Urgente, de hecho. Se trata de Charles Dickens.

La paciente levantó la mirada.

– Me dijeron que había muerto -su voz sonaba cascada y susurrante, ya no era aquel vigoroso grito que había sido en sus enfrentamientos con Tom Branagan. Tal vez la herida le había cambiado el registro de voz. La reclusa («interna», como se llamaba a los pacientes en el hospital) se inclinó hacia su visitante y preguntó-: ¿Es cierto?

– Sí, me temo que sí -dijo Rebecca.

Los ojos de la paciente se llenaron de lágrimas.

– No me dejan que tenga ningún libro suyo aquí, ¿lo sabía? Estos médicos maleducados dicen que me pone demasiado nerviosa. Ni siquiera han querido decirme cómo murió, mi Jefe. ¿Cómo murió el cuerpo mortal del pobre jefe?

– No queremos que se altere, señorita -previno la celadora a Rebecca antes de que pudiera responder. Rebecca percibió en la voz de Louisa la promesa de una recompensa si ella le daba alguna información satisfactoria. Intentó recordar todos los detalles de lo que habían contado Georgina Hogarth y Henry Scott y se los refirió: la llegada de Dickens desde el chalet tras una larga jornada de trabajo, el desmayo durante la cena, cómo los criados le habían trasladado al sofá, los ladrillos calientes en los pies, la llegada de los médicos uno a uno y cómo sacudían la cabeza pesimistas mientras la familia se iba reuniendo a su alrededor para acompañarle en sus últimas horas.

– Y en cuanto al último libro del señor Dickens… -dijo Rebecca después.

¡Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens! -aulló Louisa con su antigua potencia. Era evidente que acercarse tanto al corazón del asunto le había puesto en un estado mental diferente. Rebecca pensó que intentar hablarle de su propósito era un enfoque equivocado.

– Le dijo algo al oído -dijo Rebecca confidencialmente-. El señor Dickens. El Jefe le dijo algo al oído la noche que le recogió usted en la calle con el coche, ¿verdad?

Después de que Rebecca repitiera la idea varias veces más con ligeras variaciones, Louisa asintió con la cabeza y dijo que era cierto.

– ¿Qué fue lo que le dijo? -preguntó Rebecca cautelosamente.

Ella asintió con la cabeza otra vez y empezó a reír. Era la risita satisfecha de una niña rica de Beacon Hill al regalarle su primer cachorro. Rebecca, profundamente frustrada, estaba a punto de gritar. Pero no estaba claro que a la otra mujer le importara lo más mínimo lo que necesitaban los demás, ni siquiera ella misma.

La paciente se quitó la pañoleta que le rodeaba el cuello. Debajo, una cicatriz blanca, casi translúcida, le recorría el cuello, más profunda en el lado derecho, con la forma de una sonrisa inacabada, que hizo que Rebecca sintiera el impulso de pasarse la mano por su propio cuello para comprobar que estaba de una pieza.

– Tenía razón. Se parecía a un poema -dijo Louisa de pronto.

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