– ¡Señor Osgood, lo ha conseguido! -exclamó Rebecca-. Pero aunque fuera verdad, no le dijo ni al señor Forster ni a nadie más, que nosotros sepamos, dónde están esas páginas. No sabríamos por dónde empezar a buscar.
– ¿A quién más se lo podría haber dicho? -reflexionó Osgood en voz alta.
– ¿Qué me dice de la señora Barton? -profirió Rebecca.
Osgood le lanzó una mirada sorprendida y negó con la cabeza.
– ¿La lectora perturbada? No me puedo imaginar una candidata menos probable a la que confiar sus secretos, la verdad.
– Recuerdo que aquella noche escuché en la oficina lo que la señora Barton había querido. Estaba escribiendo insensateces que ella creía, en los confusos delirios de su mente, eran la próxima novela de Dickens. Creía que el siguiente libro de Dickens tenía que ser su siguiente libro, que eran uno y lo mismo, que la línea entre lector y escritor se había borrado. El señor Branagan contó que el señor Dickens había tenido un destello de ternura en los ojos por la pobre mujer y se había acercado a ella. Después de haberse cortado el cuello ella misma y mientras parecía que estaba perdiendo hasta la última gota de vida, consiguió preguntarle por su siguiente novela, y él le susurró algo al oído.
– Pero el señor Branagan dijo que no sabía qué era lo que le había dicho.
– Cierto, señor Osgood, pero pudo haber sido… -dijo Rebecca preparándose ante la posibilidad y pensando que ojalá tuviera el valor de sugerirla-. Si ya estaba escribiendo Drood , puede que lo que dijo tuviera algo que ver con eso, con tranquilizarla antes de su muerte. Puede que le diera a ella la respuesta que estamos buscando, ¡y nos está esperando en Boston!
Bengala, India
Había empezado a llover otra vez. En la cárcel de Bengala esto era un inconveniente especial para los centinelas que hacían sus rondas por la azotea. Ese día los centinelas eran los oficiales Mason y Turner, de la patrulla montada. Cuando se cruzaron, Mason se detuvo para quejarse.
– ¡Tres días seguidos de guardia! ¡No está bien, Turner, cuando uno es un hombre de a caballo! ¡Ese inspector Dickens es un maldito estúpido! -gritaba Mason sujetándose el sombrero para que no se lo llevara el viento-. Le juro que, hasta este momento, creía que era un buen hombre.
Turner clavó la mirada en el cielo. A pesar de que era media tarde, estaba tan oscuro que podía haber sido medianoche; los relámpagos, seguidos de un rápido retumbar de truenos, sacudían la azotea. La tormenta era tan fuerte como todas las que habían visto el resto de la temporada.
– Supongo que no hay hombres buenos en el servicio público, Mason -dijo Turner con amargura.
– Me voy a la garita hasta que pare. ¿No viene? -preguntó Mason-. Turner, ¿qué es eso? -Mason miraba a la carabina de Turner, que llevaba calada la bayoneta-. Ya sabe que no se puede tener la bayoneta aquí arriba. Está en el reglamento. Puede atraer los rayos.
Turner arrugó el entrecejo y retiró la mirada de Mason.
– Ese condenado dacoit está en esta cárcel. El que robó el opio.
– ¿Y?
– Nos acusan de haberle dejado escapar, pero es más peligroso de lo que creen. Me gustaría hablar con él.
– ¡Estamos de servicio! ¡Venga, vamos a la garita! -gritó Mason para que se le escuchara por encima del ruido de la tormenta.
Antes de que Turner pudiera alcanzar la puerta que bajaba a la prisión, se abrió y por ella salió un hombre. La luz parpadeante del cielo descubrió que era Frank Dickens.
– Vamos a ver, señor Turner -dijo Frank-. Le alegrará saber que hemos recuperado los cofres de opio robados en el lugar donde los habían enterrado.
Los ojos de Turner mostraron signos de alivio.
– Sin embargo, me temo que este caso no está cerrado -continuó Frank-. Verá, en la cabaña de Narain, el ladrón que saltó por la ventana del tren, encontré varios libros, con anotaciones dentro. En realidad, registros en los márgenes de transacciones y sobornos a oficiales, nativos y europeos. En uno de los libros constaba una anotación, que he descifrado con gran esfuerzo, de un reciente trato con usted.
Turner negó vigorosamente con la cabeza.
– ¡No sé a qué se refiere! -Mason, abandonando el refugio que le ofrecía la garita de guardia, salió a la lluvia y se acercó para escuchar.
– Usted se presentó voluntario -dijo Frank con calma-, después de que robaran el convoy de opio, para asegurarse de que los ladrones pudieran escapar. Sin embargo, con Mason a su lado, no le quedó más remedio que arrestar a uno de ellos. Mientras estaban solos en el tren le dijo a Narain que si mencionaba su nombre a alguien de la policía, le mataría. Le dijo que si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, saltara del tren. Yo diría que tenía una probabilidad entre diez de vivir.
Frank sacó de su bolsillo una piedra y la colocó en la mano temblorosa de Turner.
Frank continuó.
– Pero el otro ladrón, que se hace llamar Mogul, escapó. No sabía nada del acuerdo que Narain tenía con usted hasta después del robo y de eso trataba la pelea que les retuvo en la casa del perista. De hecho, Mogul le tenía a usted tanto miedo que cuando le capturé no confesó al inspector hasta que le vio a usted esperando en la puerta de la sala de interrogatorios. Era usted quien le asustaba, mucho más que su indagación en el chabutra . Si le hubiera atrapado en las montañas, no me cabe la menor duda de que, en sus manos, habría encontrado un destino idéntico al de su cómplice. Quiero saber una cosa. ¿Era Hurgoolal Maistree quien dirigía el plan?
Turner eludió la mirada de Frank.
– Ingenioso -dijo Frank en tono de admiración-. Maistree, el perista, había dado órdenes a los ladrones para que sacaran sólo algunas bolas de opio de los cofres y las sustituyeran por piedras como ésta. De este modo, si se encontraban los cofres, daríamos el caso por cerrado y tal vez ni siquiera nos diéramos cuenta de las piedras hasta una investigación posterior, cuando ya estuviéramos entretenidos con nuevas emociones. Mientras tanto, le había pagado a usted para que le pasara información sobre los momentos en que el convoy fuera más vulnerable y para asegurarse de que los ladrones no fueran capturados. Con el número total de las bolas de opio que había recibido, por el que había pagado a los ladrones posiblemente menos de un tercio de su valor, tendría suficiente para hacer una sustanciosa venta a un contrabandista con un gran beneficio para sí.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió el joven Mason con voz ronca-. ¡Turner, dígale al inspector que está equivocado!
A estas alturas de la historia el rostro de Turner se había endurecido y su mano se crispaba sobre la bayoneta, como si fuera a clavársela a su superior en el pecho.
Frank dio una palmada. Dos oficiales de policía entraron corriendo en la azotea desde la escalera. Rodearon a Turner.
– ¡Era un dacoit negro! -gritó Turner apretando los dientes, con la voz hueca.
Frank Dickens asintió.
– Sí, lo era. La cuestión no es que persuadiera a Narain para que saltara; eso no me importa lo más mínimo. Usted no parece comprender, señor Turner, que es responsabilidad nuestra asegurar que el mercado del opio se desarrolla con libertad y seguridad por Bengala y hasta China. Al contribuir a su entorpecimiento, ha colaborado usted con aquellos que desean el fracaso del triunfo europeo en el mundo. Da plena libertad a contrabandistas y traficantes mucho menos fiables que aquellos con los que nuestro gobierno decide asociarse en estas actividades, perjudicando no sólo a los ingleses, sino a los nativos de India, de China y de todo el globo. Bengala tiene derecho a participar de la prosperidad que trae la civilización.
Читать дальше