Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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«Si ese ser de aspecto miserable ha hecho un viaje tan largo de Londres a Nueva York para pasar de aquella cloaca a ésta -se dijo Rogers para sí-, lo más probable sea que no haya soltado su propio dinero para pagar el pasaje. Y es demasiado raro para llamarlo coincidencia. Es el mensajero de alguien que no quiere comunicar por telegrama algo que podría robarse o ser leído por un operario».

Rogers le siguió hasta una cabaña de pescadores en la que entró el marinero. Rogers se paró junto a la ventana fingiendo que se ajustaba el parche del ojo. El turco puso un sobre en las manos de un sujeto esbelto de gruesos párpados y aspecto de hombre de negocios. El intercambio se produjo rápida y silenciosamente y los dos hombres no tardaron mucho en separarse.

Rogers esperó ansiosamente a que pasaran unos segundos, se colocó el bastón de bambú debajo del brazo y siguió al segundo hombre a una distancia de varios pasos, sin dejar de fijarse en la dirección que tomaba el turco.

31

Provincias del sur, India, al día siguiente, 1870

La estación de las lluvias hizo acto de presencia. El inspector Frank Dickens decidió hacer una parada en un fortín con el pequeño grupo que había seleccionado personalmente entre la Policía del Opio. Los oficiales militares británicos les dieron la bienvenida y ordenaron a sus khansaman que prepararan una cena ligera mientras esperaban a que amainara la lluvia.

– ¿Qué le trae por estas provincias, inspector? -preguntó su anfitrión, un joven inglés de constitución fuerte y personalidad afable.

– Para empezar, un robo de opio -dijo Frank-. Que vale muchos miles de rupias.

El anfitrión sacudió la cabeza.

– Yo diría que la bendición de la civilización no alcanza con facilidad a nuestros amigos de piel oscura. Su moral primitiva permite que su propia gente robe la fuente de su futura riqueza. Ah, aquí tenemos un agradable cambio de tema. ¡Comamos a su salud!

Los policías de Bengala se quedaron mirando a los cuencos de grumoso líquido naranja rojizo que les habían puesto delante.

– ¿Qué es? -preguntó uno de ellos.

El anfitrión rió.

– Es una especie de ensalada líquida, amigo mío, un invento español llamado gaspácheo . Entre los españoles se utiliza como medio para aplacar la sed y prepararse para una comida copiosa en su cálido clima. Previene las fiebres con este tiempo caliente y lluvioso.

Tras disfrutar del extraño tentempié, Frank y su grupo continuaron a caballo hasta alcanzar el cauce seco de un río junto a la selva. Después de consultar el mapa dibujado a mano que le había dado el inspector que interrogara al dacoit capturado, Frank se detuvo y desmontó.

– Sacad las palas.

Frank consiguió un elefante de un puesto policial cercano e inspeccionó la zona mientras sus hombres cavaban en diferentes puntos bajo una lluvia que no dejaba de caer con fuerza para alternar después a intervalos regulares con un sol abrasador. Aunque la actividad era agotadora, Frank no pudo evitar admirar su propia imagen como el conquistador europeo encima de la sobrecogedora bestia. Pensó con desprecio en el tiempo que había pasado aprendiendo el oficio en la revista All the Year Round [5] y la posterior decepción que había sufrido su padre. No se trataba de que Frank no supiera escribir: sencillamente no era capaz de soportar el aburrimiento que le producía aquello del mismo modo que su hermano mayor Charley.

Un día, cuando Frank todavía iba al colegio, su padre le anunció que le iba a enseñar taquigrafía porque era una habilidad rentable y el mismísimo Jefe en persona había hecho trabajos de taquigrafía como reportero independiente en sus años mozos. El sistema, bautizado como Gurney por su inventor, era bastante difícil de aprender, pero Dickens lo había incluso «mejorado» con sus propios «signos arbitrarios» (diversas marcas, puntos, círculos, espirales y líneas) para representar palabras, haciendo que fuera aun mas misterioso. Frank los estudiaba concienzudamente, con cuidado de hacer grandes progresos, y luego su padre le ponía a prueba haciéndole dictados.

Charles Dickens voceaba un discurso altisonante y ridículo, como si estuviera sentado en la Cámara de los Comunes, luego se interrumpía a sí mismo poniendo una voz totalmente diferente con la que defendía la postura contraria de un personaje todavía más altisonante y ridículo. Frank habría jurado que, de algún modo, su padre hablaba de sí mismo durante esos discursos. Esforzándose al máximo por concentrarse, Frank se tronchaba de risa y para cuando se acababa el debate parlamentario, tanto el padre como el hijo se estaban revolcando por la alfombra entre carcajadas incontenibles. Físicamente, se parecía a su padre, más que cualquiera de los chicos; pero en esos momentos le daba la sensación de que eran verdaderos gemelos. Mientras tanto, las páginas de taquigrafía de Frank acababan llenas de jeroglíficos absurdos e incomprensibles.

Frank se había enterado de que a su menudo hermano menor, Sydney, que estaba en la Royal Navy, los compañeros de fatigas le habían puesto de mote «Pequeñas Esperanzas» cuando se publicó la novela Grandes esperanzas . Frank nunca tuvo la intención de seguir los pasos de su padre, pero no estaba dispuesto a que el mundo le viera como un fracasado.

El primer lugar que Frank eligió para cavar en la tierra requemada por el sol no ocultaba nada, pero después de consultar el mapa una vez más, el escuadrón desenterró un cofre de madera de mango sellado con brea. Al cabo de dos horas, habían desenterrado cinco cofres más, el total prometido por el ladrón.

Frank descendió del elefante. Ordenaron rápidamente los pesados cofres formando una fila. Mientras, se había reunido una pequeña multitud de mirones de la aldea cercana.

– Alejen a los nativos de aquí. Ya han visto que los ladrones no pueden vencernos, eso es suficiente.

Pero la orden de Frank no se cumplió a la velocidad necesaria. Varias de las mujeres nativas se habían puesto a bailar y eso bastó para distraer a los policías. Al mismo tiempo, empezaron a emerger poco a poco más nativos de la linde de la selva.

– Los rifles -dijo Frank. Y luego repitió más alto-: ¡Preparen los rifles!

En ese momento, la banda de nativos cargó blandiendo antorchas encendidas y lanzas. Frank ordenó a sus hombres que dispararan y, varias descargas después, los salteadores habían vuelto a desaparecer entre la espesura.

– En este distrito no les gusta la policía blanca -comentó un policía local perplejo.

Frank se dirigió a sus hombres, que estaban avergonzados de haberse dejado engañar.

– Abran los cofres. Quiero que se examinen meticulosamente uno por uno.

– ¡Rocas! -exclamó uno de los policías. Había descubierto que aproximadamente un tercio de las bolas de opio del cofre había sido sustituido por piedras de un peso similar. En los demás cofres pasaba lo mismo.

Frank no evidenció el menor gesto de sorpresa; se limitó a tomar una de las piedras y meterla en su morral.

32

Los muelles de Liverpool, a la mañana siguiente

Los viajeros, resignados ya a regresar a casa, se sentían afortunados de zarpar a bordo del Samaria una vez más. Conseguir pasajes con tan poco tiempo habría sido prácticamente imposible, debido a que el pasaporte de Osgood había estado retenido desde la sospechosa situación en la que se le había encontrado después del incidente del fumadero de opio. Marcus Wakefield también embarcaba para hacer uno de sus múltiples viajes de negocios entre Inglaterra y América. En cuestión de horas, y con un fuerte desembolso que se cargó a la empresa editorial, logró facilitarles los billetes a Osgood y Rebecca en el mismo buque. En conjunción con la labor de presión de Tom Branagan en el departamento de policía, Wakefield puso en juego toda su influencia para recuperar el pasaporte de Osgood para el viaje.

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