Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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En la gran oficina del piso superior, el mayor de los dos Harper abrió el paso hasta un espacio rectangular delimitado por una barandilla. Junto a la pared del fondo había un círculo de sofás y sillones preparado para los autores y otros invitados distinguidos, pero aquel día acogían a otra clase de ocupantes. En diferentes posturas de reposo o gran agitación, se encontraban reunidos cuatro de los más chocantes y extraordinarios seres humanos jamás vistos juntos en las oficinas de una editorial.

Philip se detuvo a medio paso y en su cara se dibujó una sonrisa nerviosa e incómoda.

– ¡Pero, tío Fletcher! ¿Ésos no son…?

– ¡Los bucaneros! -acabó el Mayor su exclamación en un susurro ronco-. O al menos, los mejores de la profesión, y esta vez todos en el mismo sitio.

Allí estaba el suave y achocolatado Esquire, con sus sedas y terciopelos de última moda y sus pesadas botas, con el aspecto de una extraña combinación de actor y obrero y un bastón en equilibrio sobre su regazo; Melaza, con sus guedejas multicolores descendiendo por su mandíbula y barbilla y sobre su chalina sucia; la única mujer del grupo, llamada Kitten, también conocida por otros misteriosos sobrenombres, que no envejecía y no tenía edad, cuyos ojos azules podían haber visto veinte o cuarenta primaveras, dependiendo de en qué ángulo incidía en ellos la luz; y a su lado, respirando con bocanadas profundas y dificultosas, el hombre de dos metros treinta que llamaban Bebé, un ex gigante de circo que masticaba una libra de tabaco entre su dientes monumentales.

– Tío Fletcher -dijo el joven novicio-, ¡esa gente son la escoria de la tierra!

– ¡Bueno! -respondió el Mayor sonriendo con auténtico deleite ante la ingenuidad de su sobrino-. Si no podemos encontrar a Jack Rogers, va a ser casi imposible saber qué ha estado haciendo ese James Osgood y lo que él y Fields tienen previsto para el último libro de Dickens. Somos buenos metodistas, muchacho, pero no podemos quedarnos sentados con las manos en los bolsillos esperando nuestro destino. Tenemos que levantarnos en armas contra los triunfos de nuestros rivales, Philip. Esta escoria, como tú les llamas, podrían haber sido lectores normales, escritores o editores, en cambio se han convertido en sombras de éstos y, como tales, pueden hacer lo que nosotros no podemos hacer, pueden llegar donde nosotros no podemos llegar. Ya aprenderás que no puedes confiar en un gato doméstico cuando lo que se requiere son las artes de un tigre de Bengala.

Una vez hubieron saludado al singular grupo, el Mayor les recorrió lentamente con la mirada uno por uno antes de empezar a hablar.

– Espero que hayan disfrutado de las bebidas y la comida que pedí a una de nuestras chicas que les sirviera -la bandeja estaba ya vacía.

– Yo no la he probado -gruñó Melaza.

– Lo siento -dijo Kitten a los demás abanicándose con una servilleta-. He llegado pronto y me había saltado el desayuno.

El editor continuó.

– Deseaba tener esta consulta con ustedes, amigos míos, porque nos encontramos en un momento realmente apasionante para el mundo del libro.

– ¿Por qué con los cuatro? -preguntó Bebé.

– ¡No es normal! -gritó Melaza pasándose una mano por su barba teñida con los colores del arco iris.

– ¡Vamos! Descubrirá usted que hablo claramente, señor Melaza -dijo el Mayor en tono conciliador-. No me es ajeno que el procedimiento usual de su trabajo les convierte a ustedes en rivales. Sin embargo, aquí en Harper & Brothers hay dinero suficiente para pagar excelentes rescates por todos los tesoros literarios que lleguen del Viejo Mundo, sin necesidad de perder el tiempo poniéndose zancadillas unos a otros.

Esquire, el maestro de baile negro, inclinó la cabeza.

– Yo, por mi parte, expreso mi aprobación, señor. ¿Por qué no fomentar la colaboración, caballeros? Y Kitty. Pero ¿quién está en la lista de lo que buscamos?

Harper reclamó la lista de sus preferencias.

– George Eliot, Bulwer-Lytton, Tennyson, Trollope y… Esquire, tengo entendido que habla francés.

– No sólo hablo en francés, Mayor, bailo y sueño en francés -respondió el de piel oscura en su lengua nativa. Melaza alzó los ojos al cielo y le tiró a Esquire de la cabeza la moderna gorra mientras Harper continuaba.

– Le apuesto a que no puede nombrar un idioma que yo no hable, señor -intervino Kitten.

– Bien -dijo Harper-, porque se dice por ahí que hay una comedia nueva de París que va a causar sensación, y que los teatros de Nueva York pagarían un buen dinero si la tradujéramos por anticipado. Hay que tener los catalejos dispuestos a encontrarla en los puertos de Boston, Nueva York y Filadelfia, lo digo para todos.

Dicho esto, el Mayor sacó del bolsillo de su levita varias monedas de plata y las dejó sobre la mesa.

– Estas monedas me están quemando en el bolsillo -dijo con un animoso parpadeo de sus profundos ojos azules-. Una para cada uno de ustedes, para que les abra el apetito.

Kitten se levantó y guardó su moneda en el pecho con una expresión de no dejarse impresionar.

– ¿Cuánto por un manuscrito importante, Mayor Harper?

– ¿Querida? -preguntó el Mayor. La aludida no repitió la pregunta, a pesar de que él parecía querer obligarla a hacerlo; en vez de eso, se quedó inmóvil como una bailarina de ballet cuya música ha dejado de sonar-. ¡Ah! ¿La recompensa, mi querida Shylock en femenino? Multiplique por dos su tarifa habitual si me consigue el manuscrito de un autor de primera fila. Los traidores a nuestra economía andan por ahí apoyando una vez más las leyes internacionales de derechos de autor, encabezados por ese amante de los británicos, James Lowell, y si tienen éxito nosotros sufriremos las consecuencias en cuanto a lo que la ley nos permita imprimir.

»Fíjense en el difunto Charles Dickens, por ejemplo -continuó-. Tengo fundamentos para pensar que por cada lector en Inglaterra tiene diez aquí. Voy aún más lejos y aseguro que por cada ejemplar de sus obras que circula en Gran Bretaña, se imprimen y circulan diez aquí. Hemos hecho que esos ejemplares sean asequibles y que lleguen a toda la república a través de lo que yo llamo transmisión (y que los ignorantes llaman pirateo) y así hemos llevado la cultura y la instrucción a hogares que de otra manera no habrían podido permitírselas. Puede que yo no viva para ver ese día, pero ustedes sí, cuando los mejores clásicos ingleses se vendan en América por diez centavos. No lo olviden, somos los herederos de Benjamin Franklin, somos los auténticos servidores de este oficio.

Esto produjo entre su audiencia algunos cabeceos de asentimiento y un indiferente consenso general mientras se levantaban para marcharse.

Cuando los visitantes pasaron como una sola persona por la puerta del reservado hacia las escaleras de salida, los oficinistas y contables que ocupaban sus escritorios en la sala de fuera dejaron lo que estaban haciendo para mirarles asombrados. Antes de que Melaza cruzara el quicio en arco de la salida, Harper le tomó del brazo.

– ¿No ha acabado ya con nosotros? -le preguntó Melaza.

– Usted es el mejor de todos -dijo el Mayor confidencialmente-. El más perseverante, por así decirlo.

– ¿Cómo puede saberlo? -inquirió Melaza.

– ¡Vamos, amigo! ¡Usted nos vigila a nosotros y nosotros le vigilamos a usted! Se dice que tenía la última novela de Thackeray antes que su propio editor de Londres.

Melaza sonrió con un placer canallesco al recordarlo.

– Bien. Hay algo especial que quiero que haga.

– Creí que usted quería que colaboráramos.

El Mayor se encogió de hombros.

– La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios, estimado amigo.

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