Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– ¿Tenía algo más que decir o no, Mayor Harper?

– No le quite el ojo de encima a Osgood -dijo el Mayor desabrochando uno de los botones de la chaqueta de Melaza y dejando caer una moneda de oro en el bolsillo del pecho del hombre.

– ¿Osgood?

– ¿Quiere sacar un buen pellizco de esto? ¡Vamos! Entonces, preste atención. No le quite el ojo de encima a James Ripley Osgood. Le dije que le iba a estar vigilando y usted va a ser mis ojos. Tiene algo que necesitamos. No sé lo que es con exactitud, no sé dónde, pero lo siento en lo más profundo de mis huesos.

El mismo Jack Rogers que los Harper habían buscado en vano se encontraba en aquel momento a sólo unas manzanas de Franklin Square. Acababa de desembarcar de un navío que zarpó de Liverpool y había llegado a Nueva York dos días atrás.

Deambulaba por los ruinosos muelles de la parte baja de la isla de Manhattan, entre un bosque de velas, ferrys humeantes y remolcadores atareados, vestido con un traje de arpillera, y llamaba la atención por no participar en las tareas habituales de los cansados peones y las peligrosas ratas de puerto. El ala blanda de su amplio sombrero iba muy calada, ensombreciéndole el rostro; cuando levantaba éste hacia la luz, una persona observadora podía distinguir un parche en su ojo derecho y grupos de arrugas entrecruzadas y falsas patas de gallo.

Eran las mismas arrugas que se había puesto alrededor de la boca y en la frente para disfrazarse de George Washington. Si le descubría alguno de los hombres del Mayor Harper, o algún ex miembro de la policía de Harper, no les resultaría fácil reconocerle de entrada. Pero cada vez le quedaba menos tiempo de efectividad a aquel disfraz y, hasta el momento, no le había servido para nada.

A pesar de que Osgood había dejado muy claro que no quería tener nada que ver con Rogers, y él a su vez no quería tener nada más que ver con los Harper y su dinero, no era capaz de abandonar la investigación del misterio de Dickens por su cuenta. La vergüenza que había experimentado al confesar sus motivos y su papel de Datchery a Osgood y a Tom Branagan no podía ser el final de su intervención en aquella historia.

Tom había dejado bastante claro que le habría hecho arrestar si se hubiera quedado en Londres para investigar. Pero Jack Rogers sabía que en el puerto de Nueva York se realizaban lucrativas transacciones de opio. Muchas de ellas las llevaban a cabo comerciantes legales que se encargaban básicamente de fletar barcos con destino a Turquía a comprar opio (ya que los británicos mantenían el monopolio del suministro de India) y lo llevaban a puertos de China y de las desperdigadas islas orientales. Sin embargo, una pequeña parte traía la mercancía otra vez a los puertos americanos y estos comerciantes, sospechaba Rogers, eran los que podían estar conectados de alguna manera con los adictos que casi habían acabado con Osgood y con él aquella noche en el East End. Pero no encontraba muchas pistas en su recorrido por los embarcaderos, donde se enzarzaba en conversaciones ociosas sobre comercio y barcos mientras hurgaba con su bastón de bambú las pilas de basura (carcasas de animales, botas viejas, grandes cantidades de verduras podridas de los barcos de paso). A veces se sentaba en los decrépitos botes abandonados y pescaba con los ratoncillos del puerto, con la esperanza de descubrir algo más que el hecho de que los chavales sabían jurar como soldados.

Rogers sacó un pañuelo y se secó la nariz y los ojos, ya que ambos le estaban destilando. La cabeza le palpitaba. Nada deseaba más en el mundo que liberarse de los dolores lacerantes. Nada deseaba más que comprar opio para su consumo. No la porquería aguada, alterada y diluida que se podía adquirir en las farmacias, sino el crudo y puro jugo de la amapola.

Aunque había sentido que se quitaba un peso del alma al revelar la verdadera identidad a Osgood y Tom Branagan, no les había contado toda la verdad. No había mentido respecto a quién era: Jack Rogers era Jack Rogers. Ése era precisamente el problema. A Rogers el engaño le salía rápida y espontáneamente si tenía que protegerse.

No era cierto, como le había dicho a Osgood, que llevara seis meses sin consumir narcóticos. De hecho, en el sanatorio de Pensilvania al que le había enviado Harper le habían prescrito fuertes dosis de morfina (un derivado del opio) como método para «curarle» de sus hábitos. La morfina, si bien le había alejado del opio puro, le provocó un estado de dependencia totalmente nuevo en el que caía todas las mañanas y todas las noches.

Rogers recordó un episodio que había presenciado durante la Guerra Civil, cuando un general le reclutó para llevar a cabo una serie de misiones secretas. En el lado de los unionistas había visto a un médico que, a lomos de su caballo, se empapaba una mano de morfina líquida. Luego alargaba la mano y los soldados se ponían en fila y le lamían el guante. De este modo, el médico no tenía ni que bajarse del caballo. Era un recuerdo desagradable. Rogers se preguntaba si él podría caer alguna vez tan bajo como los soldados chupaguantes, desesperados por lograr un poco de alivio. Detestaba la soberbia expresión de poder que recordaba haber visto en los ojos del médico y se sintió él también una víctima más.

Cuando la gente descubría que Rogers era consumidor de opio a veces decían: «Siempre he querido probarlo. Me gustaría saber cómo son las visiones de los fumadores de opio».

– Pues no deberías -les decía Rogers-. No vas a experimentar los sueños de Coleridge y los placeres de De Quincey y luego pararlos cuando tú quieras. Nosotros no somos consumidores de opio; es el opio el que nos consume a nosotros. No tienes descanso hasta que la droga esté dispuesta a dejarte ir.

Entonces ellos hablaban de sus fuertes voluntades. Rogers negaba vehementemente con la cabeza.

– ¡No me hables a mí de voluntad, hombre! Por que la voluntad es precisamente lo que he perdido, lo que ha agonizado y muerto en mi interior. ¡Hay días en que no puedo ni dar cuerda a mi reloj porque me parece que los dedos se me van a desprender por las articulaciones!

Con el viaje a Inglaterra Rogers se había propuesto cumplir una lucrativa misión para el Mayor Harper. También sabía que Edwin Drood estaba situada en el ambiente del mercado de opio y abrigaba la esperanza de que, al verlo con los ojos de Dickens, quizá consiguiera obtener una visión más clara de su propia y siniestra historia. Tal vez, mientras él intentaba engañarle, Dickens le hubiera transferido de verdad alguna información durante sus sesiones de Gadshill que ahora podía serle de utilidad, una mínima porción de su genio.

En cualquier caso, y por la absurda razón que fuera, ya no podía dejar de lado el misterio que se le había ordenado investigar inicialmente. Puesto que no podía quedarse en Inglaterra sin riesgo, había decidido que mezclarse entre los comerciantes de opio de este lado del Atlántico podría desvelarle alguna clave de las conexiones que todavía esperaba poder establecer. Por fin, aquella tarde reconoció a alguien que vio por allí. Y a aquella persona que reconoció, por extraño que pueda parecer, no la había visto antes en toda su vida.

Entre toda la escoria que trabajaba en el comercio de opio en el puerto de Nueva York encontró a un viejo marinero turco con turbante azul y unos cortos y enmarañados bigotes blancos. Era el Turco sentado fumando opio , la figura que Rogers tantas veces había visto en Gadshill en el estudio de verano, ¡que había cobrado vida! La misma figura que había desaparecido de la casa de subastas Christie's situada en King Street. Sólo que estaba allí en carne y hueso. No cabía la menor duda de la absoluta semejanza con la estatua, aunque el hombre vivo estaba más envejecido y más hermosamente demacrado.

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