Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– ¿Quién?

– Se parecía a un poema, pero no consigo recordar a cuál -respondió Louisa. De repente, parecía tener acento irlandés, escalofriantemente parecido al de Tom Branagan-. ¡Hay demasiados poetas en América hoy en día!

– Tom Branagan. ¿En qué tenía razón Tom Branagan? -preguntó Rebecca suavemente.

– El Jefe y la actriz -musitó-. Nelly . Dijo que el jefe la quería.

– Se han publicado muchas maledicencias sobre él en la prensa -señaló Rebecca.

De repente, Louisa habló como si fuera el centro de atención de una cena en Beacon Hill.

– «Todo en orden» significa que venga. «Sanos y salvos» significa que no venga. ¡Mientras esa asquerosa viuda vieja intentaba robarme al Jefe para sí, yo me lo quedé para que nadie más lo robara y lo imprimiera en uno de esos periódicos libertinos!

Rebecca esperó a escuchar más, sacudiendo la cabeza.

– No comprendo.

– ¡No, claro que no! Estoy segura de que nunca ha entendido nada, es usted una chica buena y tonta.

Rebecca, frustrada, buscó ayuda con una mirada a la celadora, que permanecía pacientemente sentada. En respuesta, ella sacó un par de llaves y le hizo a Rebecca un gesto silencioso para que la siguiera hasta la puerta de un armario situado al otro lado de la habitación, lejos de la señora Barton.

– Aquí dejamos todas las cosas que han demostrado ser demasiado peligrosas para su equilibrio, señorita Sand -dijo la mujer en voz baja mientras se inclinaba y sacaba un libro encuadernado en piel roja, de tan sólo unos centímetros de largo y de ancho, que cabría en el bolsillo de una chaqueta-. Asegura que éste era el diario de Charles Dickens. Dijo que se lo había llevado de un baúl en el hotel Westminster de Nueva York.

Rebecca alargó una mano hacia la celadora.

– Entonces ¿sí que perteneció a Dickens?

– No lo sabemos -respondió la celadora-. Después de todo, ¡está escrito entero en una especie de código! Esta buena mujer se pasaba las horas desvelada mirando cada página para descifrarla.

– ¡«Todo en orden» significa que venga! ¡«Sanos y salvos» significa que no venga! -exclamó Louisa vigorosamente desde el otro lado de la habitación.

– ¿Qué quiere decir, señora Barton? -preguntó Rebecca. Al no obtener respuesta alguna, se volvió hacia la celadora y le preguntó si ella lo entendía.

– ¡Vaya si lo entendemos…! Esta criaturita repitió lo mismo todas las noches durante dos semanas. Asegura que descubrió las claves para descifrar el lenguaje secreto en el que Charles Dickens telegrafiaba a Inglaterra para decir si la tal «Nelly» debía reunirse con él en América o no. Si el telegrama decía «Todo en orden», tenía que venir. Si decía «Sanos y salvos», se quedaba en Europa.

– ¡No vino! -interrumpió Louisa, temblándole las manos y respirando agitadamente ante el tema de conversación-. ¡Ella no vino! ¿Lo ve? El Jefe le dijo «Sanos y salvos», no vengas. ¡No la amaba de verdad después de todo! ¡Por fin había logrado conocer a su gran amor verdadero! Y su señor Redlaw me decía: «Para mí, su voz y la música son la misma cosa». Por eso me encontró. Por eso me leyó todas aquellas noches en el Tremont Temple. ¡Me dijo sus últimas palabras a pesar de todos esos hombres malvados que le forzaron a odiarme!

Rebecca sabía que debía tener cuidado si quería que Louisa dijera algo más y no se agotara hasta el punto de no servir para nada.

– El señor Dickens, el Jefe, quería que usted compartiera con el mundo el mensaje que le susurró la noche en que aquel otro hombre la atacó.

Louisa pareció quedarse meditando esta idea sin abandonar su cabeceo constante. De repente, se detuvo.

– Sí, quería que se supiera. Dijo la verdad… Por fin veía el futuro -dijo.

– ¡Sí! ¿Qué dijo? -la exhortó Rebecca.

Louisa dejó salir una exhalación que parecía llevar años guardada.

– Que Dios la ayude, pobre mujer.

Rebecca parpadeó sorprendida.

– ¿Eso fue lo que le dijo? ¿Eso es todo lo que le dijo al oído? ¡Eso fue todo!

– ¡Que Dios la ayude, pobre mujer! -repitió Louisa con más energía y una voz que contenía el espíritu de Dickens.

– ¿Nada más? ¿Está usted segura, señora Barton?

– Y Dios lo ha hecho . El Jefe siempre dijo la verdad. ¡Dios me ha ayudado!

Que Dios la ayude, pobre mujer . ¡Dickens bendiciendo a los desdichados! Rebecca, abatida y pensando en todo el tiempo que habían perdido para ir allí a sugerencia suya, hizo una señal a la celadora. No podía evitar lamentarse por lo decepcionado que se sentiría Osgood al enterarse de lo que le tenía que contar, pero sabía que debía decírselo sin pérdida de tiempo.

Louisa, cuyo ánimo parecía haberse levantado con la conversación sobre Dickens, no daba señales de querer que la entrevista acabara todavía.

– ¡Estaba usted equivocada, querida! -le dijo cuando la celadora se disponía a acompañar a Rebecca a la salida. Las lágrimas empezaban a anegar los ojos de Louisa-. ¡En la calle no! ¡En la calle no!

Rebecca le pidió a la celadora que esperara.

– ¿Qué quiere decir, señora Barton? -preguntó recuperando la atención con renovada paciencia hacia la interna.

– Usted dijo que le recogí en la calle. Pero no es cierto, nada de eso. El coche estaba parado cuando llegué. Aquel cochero, ¡intentaba llevarse al Jefe Dios sabe dónde!

Rebecca reflexionó sobre lo que le contaba. Siempre habían creído que Dickens había parado un coche para que le diera un paseo nocturno antes de volver al hotel. El hecho de que el coche estuviera vacío sugería que Dickens había alquilado el vehículo con un objetivo, o un cometido, en mente. ¿Tenía Dickens un destino concreto la noche anterior a abandonar Boston para siempre? Rebecca estaba a punto de preguntar más, pero para entonces Louisa estaba decidida a continuar voluntariamente.

– Fue en North Grove Street -dijo Louisa-. Cuando regresó al coche no sabía que era yo quien lo conducía. ¡Qué poco sabía entonces que nuestras vidas estaban destinadas a cambiar para siempre desde aquel momento! ¿Se puede evitar lo inevitable, querida? ¿Se puede evitar lo inevitable?

– ¿North Grove Street?

El cochero que esperaba le abrió la puerta a Rebecca. Ella subió al coche y se sentó enfrente de Osgood.

– ¡Es la facultad de Medicina! -exclamó Rebecca.

– ¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿Fue eso lo que le dijo Dickens a esa mujer? -preguntó Osgood.

– No, no -Rebecca le explicó que Louisa Barton había engañado al conductor del coche mientras éste esperaba a Dickens en North Grove Street-. No salió sólo a dar uno de sus paseos para tomar el aire -contó Rebecca-. Debió de decirle al cochero que le llevara a la facultad de Medicina.

Osgood volvió a recordar la conversación del desayuno entre Dickens y el doctor Oliver Wendell Holmes.

¿Hay algo de Boston que le gustaría conocer y todavía no ha visto, señor Dickens , le había preguntado Osgood.

Hay un sitio. Tengo entendido que está en su misma facultad, doctor Holmes. El lugar donde el doctor Webster, al que conocí hace veinticinco años, asesinó al señor Parkman de tan extraordinaria manera. Ya entonces habría apostado el cuello a que Webster era un hombre cruel.

– Tal vez haya algo allí -le dijo Osgood a Rebecca-. Él ya lo había visto. Conociendo al doctor Holmes, lo más probable es que le hubiera ofrecido a Dickens una exploración a conciencia. Si realmente volvió a aquel sórdido lugar antes de irse de Boston, debía de tener un motivo.

– ¡Vayamos entonces de inmediato! -esta entusiasta exclamación salió de los labios de Marcus Wakefield. Estaba sentado en el asiento contiguo al de Osgood.

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