Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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La cabeza de Osgood se puso a funcionar a toda velocidad y su comprensión de las circunstancias saltó tres o cuatro pasos adelante.

– ¿O sea, que Herman nunca intentó matar a Eddie Trood, es decir, a usted, por conocer los secretos de su negocio de drogas?

– Mi negocio de drogas, señor Osgood -dijo Wakefield sonriendo-. Herman ha trabajado como empleado mío desde que le ayudé a huir de los piratas chinos. Verá usted, en mis viajes descubrí que un contrabandista, si quiere sobrevivir lo suficiente para prosperar, tenía que ser invisible. Sobre esa base, cuando volví inicié una nueva vida, la vida de Marcus Wakefield. Herman e Imam, nuestro camarada turco, me ayudaron a realizar mis planes, pero eran carpinteros en su realización, y yo, el único arquitecto. En aquel momento había un joven que había sufrido recientemente los efectos de una sobredosis de opio malo y había muerto. Vestimos al muchacho con algunas de mis ropas viejas y Herman le golpeó la cabeza con una palanqueta para que no se pudiera reconocer el cadáver. Un fin de semana que mi tío estaba en el campo yo me escondí mientras mis colaboradores abrían un agujero en la pared de su casa y metían en su interior el cuerpo de nuestro falso Edward Trood.

– Maquiavélico hasta la médula -dijo Osgood anticipándose a su propósito final-. Así Marcus Wakefield sería temido.

– Bueno, sí, precisamente; aunque no exactamente Wakefield. Utilizaba ese alias en mis negocios más comunes. Como mercader de opio, he adoptado tantos nombres en tantos lugares como convenía a mis propósitos: Copeland, Hewes, Simonds, Tauka. Pero nadie conocía nunca al propietario de esos nombres. Escuchaban historias, leyendas de sus acciones impresionantes y tremendas, historias de los muertos, empezando por Eddie Trood, que habían intentado infiltrarse en sus líneas. Por lo demás, era totalmente invisible y hombres como Imam y Herman eran mis manos y mis pies en el mundo.

»Del mismo modo, también mis medios de transporte debían adquirir la invisibilidad. Aunque no había muchos países dispuestos como China a librar una guerra para evitar la importación del opio a su pueblo, hay muchos gobiernos, como el suyo, que se regodean en cobrar aranceles y realizar inspecciones en los suministros de narcóticos importados. Mi organización se aseguró la propiedad de una línea de vapores, entre los que el Samaria es el más rápido, y los equipó especialmente no sólo para que pudieran convertirse en buques de guerra, sino para que contaran con un amplio espacio de almacenaje oculto. Dado que el nuestro es un barco de pasajeros, los oficiales de aduanas inspeccionarían los equipajes que se bajan a tierra. Pero abrigados por la oscuridad de la noche, los miembros de mi tripulación podrían sacar los cofres de opio, oculto en jarrones baratos o cajas de sardinas para distribuirlas entre los ambiciosos delincuentes de Boston, Filadelfia y Nueva York. Ellos se lo suministraban a los clientes ávidos que no podían, o no querían, comprar el opio a médicos y farmacéuticos, que, en los últimos años, habían sido obligados a llevar un registro de los nombres de todos los compradores de «venenos».

– ¿Por qué Daniel? -preguntó Rebecca, impresionada y abrumada por la traición-. ¿Por qué tuvieron que hacerle daño a mi hermano pequeño?

Wakefield dedicó a Herman una mirada de reproche.

– Me temo, mi querida muchacha, que su muerte fue ajena a nuestros propósitos. Tras la muerte de Dickens, Herman encontró un telegrama de Fields y Osgood en el despacho del albacea del escritor en el que le requerían lo que faltaba de El misterio de Edwin Drood . Salimos para Boston inmediatamente con el fin de interceptar la entrega y, sobornando a un predispuesto empleado suyo llamado señor Midges, se supo que se le había asignado a Daniel Sand la tarea de recoger las últimas entregas de cualquier novela que llegara de Inglaterra.

Midges, que estaba contrariado por los rumores de que Daniel había sido un borracho y todavía más porque las mujeres estaban ocupando demasiados puestos en la empresa, contó más cosas: que a primera hora de la mañana Daniel estaría esperando en el puerto las últimas páginas de El misterio de Edwin Drood . El barco de Inglaterra ya había atracado. Pero para cuando Herman interceptó al chico del traje demasiado grueso, Daniel se había dado cuenta de que le seguían y no portaba nada en el saco de lona que llevaba colgado del hombro. Y para asombro de sus perseguidores, no estaba dispuesto a aceptar dinero a cambio de decirles dónde había escondido las páginas.

«No, señor -les había dicho Daniel-. Lo siento mucho pero no puedo». Le llevaron al segundo piso de un almacén del Long Wharf en el que guardaban opio de contrabando.

Wakefield le había puesto una mano en el hombro al joven empleado.

– Joven, sabemos que tuvo usted problemas en el pasado con algunas sustancias tóxicas. Seguro que no queremos que su patrono, que le confía misiones tan importantes, sepa eso . No somos unos reimpresores de tres al cuarto que quieren robar un ejemplar. Sólo necesitamos saber qué pone en esas páginas de Dickens y luego se las devolveremos.

Daniel dudó, analizando a sus interrogadores; luego sacudió la cabeza enérgicamente.

– ¡No, señor! ¡No debo! -y repetía una y otra vez-: ¡Es de Osgood! ¡Es de Osgood!

Herman se lanzó hacia él, pero Wakefield le hizo una señal para que se detuviera.

– Ahora piensa detenidamente, mi querido muchacho -le instó Wakefield perdiendo la expresión amistosa de su cara, sustituida por una niebla de violencia-, lo decepcionado que se sentiría Fields, Osgood & Co. al descubrir, después de depositar su confianza en ti, quién eres de verdad debajo de ese joven y encantador rostro. Un borracho empedernido.

– El señor Osgood se sentiría decepcionado si no cumpliera con el trabajo por el que se me paga -dijo empecinado el muchacho-. Prefiero contarle mi historia al señor Osgood yo mismo que no cumplir sus órdenes.

Wakefield recuperó su sonrisa, casi rompiendo a reír francamente, antes de hacer un casi imperceptible gesto con la mano.

Herman le rompió la camisa al chico y le hizo unos cortes rectos y poco profundos en el pecho con los colmillos brillantes del kilin de la empuñadura. Daniel hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Herman recogió en una copa la sangre que manaba y la bebió delante de Daniel con una sonrisa creciente, mientras sus labios se iban tiñendo de rojo. Daniel, recuperándose del dolor, temblaba, pero intentó mantener la mirada fija.

– Por el amor de Dios -dijo Wakefield. Luego golpeó a Daniel en la cabeza con una porra. Daniel se desplomó en el suelo-. ¿No te das cuenta -explicó Wakefield a Herman- de que podrías atizar a este chico hasta arrancarle la cabeza y asustarle hasta que se le pongan todos los pelos de punta y no diría ni una palabra que ese Osgood no le haya autorizado? Ahí tienes una lección de lealtad, Herman.

El aludido gruñó irritado ante este comentario. Wakefield ordenó a Herman que le inyectara opio al chico y le soltara en el muelle. Si su instinto no le engañaba, en su estado de confusión el muchacho iría a recoger las páginas donde las había escondido. Pero sus sentidos estarían bastante embotados para permitir que Herman se las quitara fácilmente; y, para que la cosa fuera todavía más limpia, si informaba a la policía del robo, no le creerían al verle inmerso en el aura de la droga.

Pero Daniel, después de recuperar el fajo de papeles de un barril abandonado, perdió a Herman en los atestados embarcaderos del muelle y entre la confusión del puerto. Cuando Herman le atrapó en Dock Square, Daniel huyó de él y le atropelló el ómnibus. Había demasiada gente alrededor para que Herman intentara hacerse con los papeles. Pero Wakefield se sumó al círculo de observadores que se formó alrededor de Daniel y escuchó el nombre de Sylvanus Bendall, el abogado que confiscó avariciosamente los papeles.

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