Rogers levantó la cabeza en el mismo momento en que el machete se le clavaba en el cuello. Su cuerpo se desplomó del estribo del carruaje al pavimento. Rebecca se tropezó con el bajo de su vestido y casi se cayó en medio de la calle.
– ¡Rogers! -gritó Osgood. Se arrodilló a un lado de su salvador, pero había muerto desangrado en un instante-. ¡No! ¡Rogers!
El cochero soltó una maldición y levantó el látigo. Rebecca se había torcido un tobillo, pero seguía aferrada a la manilla del coche. Osgood la empujó para que subiera los peldaños y ella se encaramó al carruaje con un fuerte impulso en el momento en que los caballos arrancaban al trote, dejando atrás a Osgood.
– No, ¡señor Osgood! -gritó Rebecca alargando la mano.
Osgood le gritó al cochero que fuera tan rápido como pudiera mientras el polvo y la grava que levantaba el carruaje formaban un remolino a su alrededor. Herman sólo podría seguir a uno, y era él quien llevaba la cartera con el manuscrito. Por lo menos Rebecca quedaría a salvo.
Osgood corrió hacia Washington Street, agarrándose las costillas vendadas, mientras intentaba calmar la dolorosa respiración. El parsi iba a matarle y no habría nada que le detuviera; para lograrlo destruiría cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Osgood aceleró la carrera con Herman pisándole los talones.
Enfrente de él estaba el edificio Sears, que Osgood conocía bien pues allí se encontraba su banco. Delante de la entrada principal había un portero que estaba cerrando la puerta con un manojo de llaves. Osgood tenía la esperanza de que, dentro, Herman le perdería la pista y conseguiría escapar. Pasó por delante del portero y entró en el edificio.
Osgood había alcanzado el lado opuesto del pasillo central, donde se veía otra puerta de salida a la calle. ¡Ojalá el portero no la hubiera cerrado todavía! Cuando se acercaba a ella algo sacudió la puerta, que se abrió lentamente, desvelando la silueta de una figura canallesca con la barba descuidada y un sombrero ladeado. ¿Otro vendedor de opio del Samaria enviado por Wakefield? Osgood frenó en seco.
El eco de los pasos de Herman parecía escucharse por todas partes, arriba, abajo, por todos los lados. Osgood se giró en una dirección, luego en otra, sin saber qué pasillo elegir. Así que corrió al centro del vestíbulo y abrió la puerta del ascensor. Entonces cayó en la cuenta de algo: ¡a esas horas no había ascensoristas! Los chicos no dormían en aquellas diminutas habitaciones, por muy decoradas y acolchadas que estuvieran. Había entrado en ellos muchas veces en el curso de sus actividades cotidianas para subir a su banco, situado en la séptima planta. ¿Recordaría cómo se lo había visto hacer a los chicos?
Inclinó la cabeza hacia el sonido. El bombeo del ascendente remolino de vapor; el sonoro entrechocar de cadenas y metales. Herman se paró en el vestíbulo. Inspeccionó lo que le rodeaba: escaleras en los dos lados del edificio. Corrió hacia el fondo, siguiendo el sonido sibilante del vapor que ascendía por encima de él.
Osgood trazó un plan de urgencia. Detendría el ascensor en una planta intermedia del edificio, saldría corriendo y bajaría por las escaleras, saliendo del edificio mientras Herman todavía le estuviera buscando por el interior.
El ascensor de Sears era lo que entonces se llamaba un salón móvil. La cabina tenía el techo abovedado con claraboyas, y una elegante araña de cristal colgaba de él. La instalación de gas de la araña estaba oculta bajo un tubo de metal de aleación. El resto de la cabina podía haber sido un rincón de un salón de Beacon Hill. Bajo los pies, una mullida alfombra, y en cada una de las tres paredes había sofás. Sobre el revestimiento de nogal francés, dorando su contorno, inmensos espejos pulidos.
Los mandos no parecían fáciles de manejar y, en realidad, eran más difíciles de lo que parecían. Osgood los manipuló provocando un movimiento de sacudidas y frenazos que le hizo arrepentirse de su plan de inmediato. Pararlo fue todavía más complicado, pero Osgood logró hacer que la máquina se detuviera razonablemente cerca del cuarto piso.
Salió del ascensor y corrió como una flecha en dirección a la escalera, por la que empezó a descender antes de escuchar los pasos que ascendían hacia él. ¡Era Herman! Osgood dio la vuelta e intentó volver a subir al cuarto piso, pero había perdido distancia y Herman estaba a punto de agarrarle del tobillo. El editor se separó lo suficiente para salir por el sexto piso. Respirando con esfuerzo, Osgood fue tambaleándose hasta el ascensor y accionó la palanca del ascensor para que subiera desde el cuarto. ¡Maldita sea esa lenta bomba de vapor! Por favor, más rápido… El ascensor llegó y Osgood se lanzó por los aires a su interior, dándose un fuerte golpe contra el suelo.
Al tiempo que la puerta se cerraba, Herman se abalanzó sobre él. Alargó el bastón y… la puerta se cerró atrapándolo. Durante un interminable segundo, Osgood se vio cara a cara con la cabeza dorada del kilin, el amenazador cuerno que surgía de su frente y sus vacíos ojos de ónice. Había sido tremendamente diabólico y aterrador. Y ahora, visto de cerca, le parecía una inofensiva baratija de oro. Osgood tiró del bastón con todas sus fuerzas agarrándolo por el áspero cuello del kilin. Cayó de espaldas en la cabina con el bastón en las manos y la puerta se cerró del todo. Osgood accionó la palanca con la punta del zapato y el ascensor comenzó a descender.
Osgood esperó llevarle al mercenario ventaja suficiente (¿treinta segundos?) para salir del edificio. Pero, mientras escuchaba el zumbido del vapor bajo sus pies, pensó en el valiente Jack Rogers, en el insensato Sylvanus Bendall; pensó en el pobre Daniel tumbado en la fría mesa del forense; pensó en el terror ciego de Yahee; pensó en la frialdad de Wakefield al bailar el vals, en la frialdad con la que había amenazado silenciar a William Trood y a Tom; y pensó también en Rebecca. Y entonces supo, sin la menor sombra de duda, que no podía limitarse a salir corriendo del edificio y dejar que Herman quedara libre para volver a buscarles. Por un momento, a Osgood le asombró su propia determinación. Tenía que parar a Herman. Tenía que pararle de una vez por todas allí mismo .
Pasó por la primera planta. Su habilidad con los mandos del ascensor mejoraba por momentos y pudo frenar con suavidad en el sótano. Se alejó de la cabina en dirección a la contigua sala de máquinas donde se controlaba su funcionamiento y le propinó una fuerte patada, sin resultado, a la tubería de vapor que proporcionaba energía al ascensor. Luego esgrimió el bastón de Herman y golpeó con él la válvula, que se abolló primero y luego se rompió; el bastón se quebró, decapitando la monstruosa testa dorada. Osgood regresó al ascensor y se agazapó, esperando con los ojos clavados en las escaleras, la respiración agitada y sintiendo el dolor de las costillas fracturadas, cuyos vendajes bajo la ropa se habían aflojado y rasgado y le producían la sensación de que su cuerpo podía romperse por la mitad en cualquier instante. Cuando Herman apareció en la puerta del sótano y se abalanzó sobre él, Osgood cerró la puerta y llevó con destreza el ascensor hacia arriba a toda velocidad.
Al ascender la cabina por el aire, un chorro de vapor salió disparado del motor y alcanzó a la amenazadora figura de Herman. Cegado y confuso, el mercenario gritó, caminó en círculos a tientas y cayó en el hueco del ascensor.
Osgood, por encima de el, estaba aterrado. La cabina del ascensor se bamboleaba y gruñía, mermado el poder del vapor. Paró abruptamente en la quinta planta, sin coincidir con el nivel del descansillo con demasiada precisión, pero, de todas formas, salió arrastrándose y gimiendo de dolor al entrar en contacto con el suelo de madera. En ese preciso instante, las cadenas cedieron y la cabina vacía se precipitó por el hueco como un peso muerto. Herman, todavía aturdido en el fondo del pozo y tratando de mantenerse alejado del vapor ardiente, miró hacia arriba justo para ver cómo la cabina se derrumbaba encima de él. La fuerza con la que cayó era tal que el compacto volumen del mercenario atravesó el suelo de la cabina, y la araña de cristal y las claraboyas del techo se desprendieron y cayeron sobre él en un millar de fragmentos.
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