Osgood pensó en Rebecca. Pensó que ojalá la hubiera dejado entrar con él al edificio para que estuviera a su lado y compartiera aquel momento. Entonces cayó en la cuenta.
– ¿Dónde está la señorita Sand, señor Wakefield?
– ¡Ah, no se preocupe, señor Osgood! He dejado a mi colega cuidando de Rebecca.
Osgood hizo un gesto de agradecimiento, aunque recibió con una inclinación de cabeza el uso informal que hizo su benefactor del nombre propio de la mujer. Significaba una cosa: que ella había aceptado su declaración de amor. A pesar del dolor que le producía pensar en ello, Osgood seguía deseando que ella estuviera a su lado. Aquello era un triunfo de ella tanto como de él; de ella y para ella. Por todo lo que había tenido que pasar con Daniel.
Osgood se dio cuenta de que aquellas palabras que permeaban sus pensamientos no eran suyas. Lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido . Ésa había sido la frase de Wakefield en la conversación que sostuvieron en el salón a bordo del barco. Una pregunta tomó forma en la cabeza de Osgood, eclipsando por un momento el asombroso documento que tenía en las manos y el sombrío sótano en el que se encontraba: ¿cómo había sabido Wakefield lo de Daniel? ¿Habría adquirido Rebecca el nivel de intimidad suficiente con él para contárselo? Osgood no fue capaz de distinguir si el sentimiento que le invadió de repente era afán de protección, celos o sospechas de Wakefield.
– ¡Impresionante, señor Osgood! -estaba diciendo Wakefield, riendo como si le hubiesen contado el final de un chiste desternillante-. Y, mire, ¡lo ha encontrado usted antes que nadie!
Una escena de su primer viaje en el Samaria apareció en la memoria de Osgood. Wakefield haciéndose amigo inmediatamente. Una rápida sucesión de ideas, de hechos. Wakefield no es que hubiera estado a bordo de su barco en el viaje de ida a Londres y, luego, en el de vuelta. Es que les había seguido en el viaje de ida y en el de vuelta, lo mismo que Herman. Herman y él estaban en Boston al mismo tiempo, en el barco al mismo tiempo y en Londres al mismo tiempo. Wakefield acudió a toda velocidad a la comisaría de policía después del ataque de Herman en el fumadero de opio.
– Creo que debería ir a buscar a la señorita Sand -dijo Osgood con calma.
– Claro, claro -confirmó Wakefield.
– ¿Sería tan amable de vigilar esto durante unos instantes? -preguntó Osgood señalando el maletín de cuero.
– Soy su humilde servidor, señor -dijo Wakefield. Cuando Osgood había subido la mitad de las escaleras, Wakefield añadió-: Oh, pero espere un momento. ¡Tengo un regalo que traje para usted de Londres! ¡Con todas las emociones casi se me olvida! Para agradecerle todos los libros de nuestros viajes.
– Es muy generoso -murmuró Osgood calculando con una mirada de soslayo el número de escalones que le quedaban hasta la puerta.
– ¡Cuidado! -exclamó Wakefield.
Lanzó el pesado objeto por el aire. Osgood lo atrapó contra su pecho con una sola mano. Desenvolvió el papel y expuso el compacto objeto a la luz refulgente de la lámpara. Era una figura amarilla de escayola que en otro momento constaba en la lista de objetos de la subasta como Turco sentado fumando opio . La figura de la casa de Charles Dickens.
– Usted dijo -recordó Osgood como sin darle importancia- que la habían roto en la casa de subastas.
– Tómelo como una especie de regalo de despedida, señor Osgood. Oh, y ¿por qué iba a vigilar un maletín de cuero que apostaría mi mejor par de guantes de cabritilla a que está vacío? Ya ha cambiado los papeles a su cartera, ¿no es verdad?
El fuerte eco de los dedos de Wakefield al chascar recorrió la sórdida cámara. Dos chinos aparecieron en lo alto de las escaleras. Uno de ellos se rascaba la nuca con una uña. No era una uña cualquiera. La uña del meñique de la mano izquierda medía entre dieciocho y veinte centímetros y estaba perfectamente limpia y afilada, un aditamento que sólo cultivaban los scharf chinos para utilizarlo en la comprobación del nivel de pureza o adulteración de la especia que se utilizaba para pagar el opio.
También Rebecca, temblorosa, apareció en la cima de las escaleras. Detrás de ella, el resplandor plateado de la lámpara de Osgood iluminó los prominentes colmillos de la cabeza de un kilin.
Osgood volvió a bajar las escaleras hasta el final, donde se le acercó Rebecca en busca de protección. Wakefield se reunió con Herman en el descansillo. Herman le hizo una reverencia a Wakefield llevándose las dos manos a la frente.
– Ya le dije, señor Osgood -señaló Wakefield-, que la señorita Sand estaba bien vigilada.
– Usted dispuso que Herman me atacara en el Samaria y que usted resultara ser el héroe del enfrentamiento, para asegurarse de que obtendría mi confianza y apoyo -dijo Osgood-. Han estado juntos en esto desde el primer momento. Intentó ganarse el afecto de la señorita Sand para que ella le revelara nuestros planes.
– ¡Ha ganado usted el premio! ¿Sabe una cosa? Tiene el virtuoso hábito de pensar que el resto del mundo es tan bienintencionado como usted, amigo mío -replicó Wakefield-. Lo admiro. Vayamos a un lugar más cómodo que éste.
– No iremos con usted a ningún sitio -dijo Osgood-. No es comerciante de té, señor Wakefield -mientras hablaba, Osgood dejó caer la figura del turco en su cartera y sintió el aumento de peso en el hombro.
– Ah, sí lo soy -fue la respuesta de Wakefield, acompañada de una risa apagada que coreó Herman-. Aunque, naturalmente, no sólo de té. El té es, muy a menudo, con lo que nuestros amigos chinos nos pagan los cargamentos de opio. ¿Tiene ya una visión clara de la situación general, señor Osgood? No, estaba siempre demasiado pendiente de las frases para entender los libros; eso le ha mantenido aislado, preocupado por palabras que no cambian nada en definitiva, porque la maquinaria de hombres más poderosos que usted le supera. Cuando yo era joven, me echaron de mi casa. Busqué refugio con un familiar, pero adquirí un espíritu inquieto que nunca me ha abandonado.
Mientras Wakefield hablaba, Osgood balanceó con fuerza la cartera y golpeó al hombre de negocios en la pierna. Ni siquiera se inmutó. Se escuchó un golpe metálico y la figura de escayola se rompió en pedazos dentro de la cartera.
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas de sorpresa. Wakefield se levantó los pantalones y descubrió un mecanismo en la pierna formado por correas, goznes y ruedas dentadas.
– ¡Dios mío! -balbució Osgood-. ¡Edward Trood!
Herman dio dos amenazadores pasos hacia él. Wakefield detuvo a su protector parsi con un gesto y, de pie, muy tieso, miró con furia a Osgood. Habló en un chino pronunciado como secos ladridos con los dos scharfs , que asintieron y salieron del recinto. Luego se volvió hacia Osgood.
– No, señor Osgood, no soy él. Ése fue mi nombre una vez, sí… Fui el pequeño y apocado Eddie Trood, con su pie deforme, cuando fui expulsado de Rochester por el cruel despotismo de mi padre. Pero esa parte de mí ha muerto, y también lo está Eddie Trood. Empecé a hacerle desaparecer cuando escapaba a través de los éxtasis del opio en casa de mi tío. Pero mi cuerpo no tardó en rebelarse, situándome bien en la agonía de su poder cuando lo consumía, bien en las simas de la miseria si intentaba abstenerme de él. Un médico me aconsejó el uso de la jeringa, un método que proporcionaba una mayor sensación de relajación y adormecimiento de los sentidos pero no servía para reducir mi necesidad interior de la droga. Era una estimulación sin satisfacción.
»El opio era una armadura que me protegía del mundo exterior, pero, para hacerlo, me machacaba los huesos. Me dijeron que un viaje por mar era la única manera de obligarme a escapar de su control. Después de viajar a China dejé de ser su esclavo. Una nueva verdad se abrió ante mí. Una visión clara del inevitable poder de la droga: la necesidad de realizar sus trapicheos no a través del médico o el farmacéutico, sino en las sombras y al resguardo de la noche. Fue en Cantón donde un médico me hizo este aparato para el pie. Corrige la deformación de la postura de tal manera que no se aprecia ninguna deficiencia en mi paso, ni siquiera observando muy concienzudamente. Entonces supe que estaba preparado para volver a Inglaterra como un hombre nuevo.
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