Pero transcurrieron los meses sin que la joven respondiera al gesto del hombre al que ella llamaba el profesor o el profe, aunque seguro que si hubiera leído el texto se habría reconocido en el personaje. Cuando finalmente encontró de nuevo a Fanny, ella dejó muy claro que no la entusiasmaba verse esclavizada en el libro del profesor, expuesta a la vista de todos. Él no pensó en excusarse, pero en los meses siguientes le abrió sus emociones como nunca lo había hecho, ni siquiera con Mary Potter, la joven que había muerto durante un aborto pocos años después de casarse con Longfellow. La señorita Appleton y el profesor Longfellow empezaron a verse con regularidad. En mayo de 1843 Longfellow le escribió una nota proponiéndole matrimonio. El mismo día, recibió su aceptación. ¡Oh, Día por siempre bendito,'que me abrió a esta Vita Nuova, esta Nueva Vida de felicidad! Repetía estas palabras una y otra vez hasta que tomaron forma, adquirieron peso y pudo abrazarlas y protegerlas como si fueran niños.
– ¿Dónde se habrá metido Houghton? -preguntó Fields cuando partía su carruaje-. Más le vale no olvidarse de nuestro almuerzo.
– Quizá lo hayan retenido en Riverside. Señora… -Longfellow se quitó el sombrero al paso por la acera de una mujer corpulenta, la cual le devolvió una sonrisa tímida. Siempre que Longfellow se dirigía a una mujer, aunque fuera brevemente, era como si le ofreciera un ramo de flores.
– ¿Quién era ésa? -preguntó Fields frunciendo el ceño.
– Ésa -respondió Longfellow-es la señora que nos sirvió una cena en Copeland's hace dos inviernos.
– Ah, bien, sí… De todos modos, si lo han retenido en Riverside, mejor sería que la causa fuera el trabajo con las páginas del Inferno que hemos de enviar a Florencia.
– Fields -dijo Longfellow apretando los labios.
– Lo siento, Longfellow -se excusó Fields-. La próxima vez que la vea le prometo que me quitaré el sombrero.
Longfellow sacudió la cabeza.
– No, no es eso. Mire allí.
Fields siguió la mirada de Longfellow, que se dirigía a un hombre extrañamente encorvado que llevaba una bolsa de hule brillante, y que caminaba con paso excesivamente vivo por la acera opuesta.
– Es Bachi.
– ¿Y ése fue alguna vez profesor de Harvard? -replicó el editor-. Está tan encarnado como una puesta de sol en otoño.
Observaron el paso del profesor italiano, cada vez más rápido hasta convertirse en un trote que concluyó con un salto brusco frente a la fachada de una tienda, en una esquina. La tienda tenía una techumbre baja de tejas y un letrero ostentoso en el escaparate en el que se leía
WADE E HIJO Y CÍA.
– ¿Conoce usted esa tienda? -preguntó Longfellow.
Fields no la conocía.
– Parece tener mucha prisa, ¿verdad?
– Al señor Houghton no le importará aguardar unos momentos -dijo Longfellow tomando a Fields por el brazo-. Venga, podemos enterarnos de algo si lo cogemos por sorpresa.
Cuando echaron a andar hacia la esquina para cruzar la calle, vieron a George Washington Greene que salía con muchas precauciones de la farmacia Metcalf's llevando un cargamento. El hombre de las muchas enfermedades se ofrecía nuevas medicinas como otros se ofrecen helados. Los amigos de Longfellow a menudo se lamentaban de que las pociones de Metcalf's contra la neuralgia, la disentería y demás -vendidas con una imagen de marca que representaba la figura de un sabio con una nariz exagerada-contribuían en gran manera a los accesos de Rip Van Winkle durante sus sesiones de traducción.
– ¡Santo Dios, si es Greene! -le dijo Longfellow a su editor-. Es imperativo, Fields, que evitemos que hable con Bachi.
– ¿Por qué? -preguntó Fields.
Pero la proximidad de Greene impidió seguir hablando.
– ¡Mis queridos Fields y Longfellow! ¿Qué los trae hoy por aquí, caballeros?
– Mi querido amigo -dijo Longfellow, mirando ansiosamente la puerta, bajo la sombra de un dosel, de Wade e Hijo, al otro lado de la calle, aguardando a que Bachi diera señales de vida-. Veníamos a almorzar en la casa Revere. Pero ¿no debía usted estar en Greenwich este día de la semana?
Greene asintió y suspiró al mismo tiempo.
– Shelly quiere que permanezca bajo sus cuidados hasta que mi salud mejore. ¡Pero no puedo estar todo el día en cama, aunque el doctor insista! El dolor nunca mata a nadie, pero es el compañero de cama más molesto. -Entró en minuciosos detalles sobre sus síntomas más recientes. Longfellow y Fields fijaban sus ojos en el otro lado de la calle mientras Greene seguía con su cháchara-. Pero yo no debería aburrir a todo el mundo con cantilenas sobre mis males. No me quejaría si no me sintiera frustrado por perderme otra sesión de Dante, ¡y desde hace semanas no me han dicho una palabra al respecto! He empezado a preocuparme por si el proyecto se abandonaba. Por favor, dígame, querido Longfellow, que ése no es el caso.
– Tan sólo hemos hecho una breve pausa -dijo Longfellow, estirando el cuello para mirar al otro lado de la calle, donde a Bachi se le podía ver a través del escaparate. Estaba gesticulando enérgicamente.
– No tardaremos en reanudar las sesiones. Sin duda -añadió Fields. Un carruaje dobló la esquina de enfrente, privando de la visión del escaparate y de Bachi-. Lo siento, pero debemos irnos, señor Greene -se apresuró a decir Fields, dándole en el codo a Longfellow y tirando de él.
– ¡Pero están ustedes confundidos, caballeros! ¡Han sobrepasado la casa Revere, que está en dirección opuesta! -dijo Greene riendo. -Sí, bien…
Fields buscó una excusa verosímil mientras aguardaban a que un par de coches que se acercaban atravesaran el transitado cruce. -Greene -interrumpió Longfellow-. Debemos hacer primero una breve parada. Por favor, vaya usted al restaurante y almuerce con nosotros y con el señor Houghton.
– Me temo que mi hija se pondría hecha una furia si no regreso -respondió Greene, preocupado-. ¡Oh, miren quién viene! -Greene dio un paso atrás, se tambaleó y quedó fuera de la estrecha acera-. ¡El señor Houghton!
– Mis más sentidas disculpas, caballeros. -Un hombre desgarbado, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres, apareció junto a ellos y bajó su brazo, insólitamente largo, para estrechar la primera mano, que resultó ser la de George Washington Greene-. Estaba a punto de entrar en la casa Revere cuando los vi a ustedes tres con el rabillo del ojo. Espero que su espera no haya sido prolongada. Mi querido señor Greene, ¿se une usted a nosotros? ¿Y cómo sigue usted, mi buen amigo?
– Muy mal alimentado -respondió Greene, revistiéndose de nuevo de sus padecimientos-. La mía era una vida en la que las reuniones de Dante los miércoles por la noche eran el primer y último sustento.
Longfellow y Fields alternaban su vigilancia con vistazos de quince segundos. La entrada de Wade e Hijo seguía bloqueada por el carruaje intruso, cuyo cochero permanecía sentado pacientemente, como si su misión primordial fuera obstruir la visión de los señores Longfellow y Fields.
– ¿Ha dicho usted eran? -le preguntó Houghton a Greene, sorprendido-. Fields, ¿tiene eso algo que ver con el doctor Manning? Pero ¿qué hay de la celebración en Florencia y de la tirada especial del primer volumen? Debo saber si las fechas de publicación se han retrasado, ¡no puedo ir a ciegas!
– Desde luego que no, Houghton -dijo Fields-. Precisamente hemos aflojado las riendas un poco.
– ¿Y en qué puede ayudar, pregunto, un hombre habituado al placer de ese trocito semanal de paraíso? -se lamentó dramáticamente Greene.
– No lo sé -respondió Houghton-. Pero me preocupa imprimir ese libro, tal como se han puesto los precios… ¿Puedo preguntar si su Dante superará cualquier obstáculo que Manning y Harvard se propongan interponer en su camino?
Читать дальше