Llegó el carruaje policial del subjefe Savage y se apeó el jefe Kurtz. Rey se reunió con él en la escalera de la Comisaría Central. -¿Y bien? -preguntó Kurtz.
– He descubierto que el nombre de pila del saltador era Grifone, según otro vagabundo, quien afirma haberlo visto en ocasiones junto a la vía férrea -explicó Rey.
– Ya es un paso -admitió Kurtz-. ¿Sabe? He estado pensando en lo que dijo usted, Rey, sobre esos asesinatos como formas de castigo. -Rey esperó a que a esto siguiera algo concluyente, pero Kurtz se limitó a dejar escapar un suspiro-. He estado pensando en el juez presidente Healey.
Rey asintió.
– Bien, todos hacemos cosas que vivimos para lamentar, Rey. Nuestra propia fuerza de policía reprimió disturbios a porrazos durante el proceso Sims, desde la escalinata del palacio de justicia. Cazamos a Tom Sims como a un perro y, tras el juicio, lo trasladamos al puerto para devolverlo como esclavo a su amo. ¿Me sigue? Ése fue uno de nuestros momentos más oscuros, y todo a partir de una decisión del juez Healey, o de una ausencia de ella, al no declarar sin validez la ley del Congreso.
– Sí, jefe Kurtz.
Kurtz parecía entristecido por sus pensamientos.
– Piense en los hombres más respetables de la sociedad bostoniana, patrullero. Yo diría que, con toda probabilidad, no han sido unos santos, al menos en estos tiempos. Han vacilado, han prestado apoyo al bando equivocado durante la guerra, han antepuesto la cautela al coraje, y cosas peores.
Kurtz abrió la puerta de su despacho, dispuesto a continuar. Pero tres hombres vestidos con gabanes negros estaban de pie inclinados sobre su escritorio.
– ¿Qué pasa aquí? -inquirió Kurtz, y luego miró en derredor en busca de su secretario.
Los hombres se apartaron, descubriendo a Frederick Walker Lincoln sentado a la mesa de Kurtz.
Kurtz se quitó el sombrero e hizo una ligera reverencia.
– Honorable…
El alcalde Lincoln estaba completando una perezosa calada final a un cigarro, sentado entre las alas laterales de la mesa de caoba de John Kurtz.
– Espero que no le moleste que hayamos hecho uso de su despacho mientras esperábamos, jefe.
Una tos quebró la voz de Lincoln. Junto a él se sentaba el concejal Jonas Fitch. Una sonrisa beata parecía haber sido tallada en su rostro al menos desde hacía unas horas. El concejal despidió a dos de los hombres enfundados en gabanes, miembros de la oficina de detectives. Uno se quedó.
– Aguarde en el antedespacho, patrullero Rey -ordenó Kurtz. Prudentemente, Kurtz tomó asiento a este lado del escritorio y esperó a que la puerta estuviera cerrada.
– ¿De qué se trata? ¿Por qué han traído aquí a esos bribones? El bribón que quedaba, el detective Henshaw, no se mostró particularmente ofendido. El alcalde Lincoln dijo:
– Estoy seguro de que tiene usted otros casos policiales que han permanecido descuidados durante este tiempo, jefe Kurtz. Hemos decidido que de la resolución de esos asesinatos no se encarguen sus detectives.
– ¡No puedo permitirlo! -protestó Kurtz.
– Dé la bienvenida a los detectives que van a hacer el trabajo, jefe. Están capacitados para resolver casos como ése con rapidez y energía -dijo Lincoln.
– Particularmente con esas recompensas sobre la mesa -añadió el concejal Fitch.
Lincoln dirigió una mirada ceñuda al concejal. Kurtz bizqueó.
– ¿Recompensas? Los detectives no pueden aceptar recompensas, según la propia ley de ustedes. ¿Qué recompensas, alcalde?
El alcalde aplastó su cigarro, fingiendo pensar en el comentario de Kurtz.
– Mientras estamos hablando, el consejo municipal de Boston aprobará una resolución impulsada por el concejal Fitch, que elimina la restricción de que los miembros de la oficina de detectives reciban recompensas. También habrá un ligero incremento de tales recompensas.
– Un incremento, ¿de cuánto? -preguntó Kurtz. -Jefe Kurtz… -empezó a decir el alcalde.
– ¿Cuánto?
Kurtz creyó ver sonreírse al concejal Fitch antes de responder. -La recompensa se eleva ahora a treinta y cinco mil por la detención del asesino.
– ¡Que Dios nos proteja! -exclamó Kurtz-. ¡Habría hombres capaces de cometer un asesinato para echar mano de ese dinero! ¡Especialmente en nuestra maldita oficina de detectives!
– Nosotros hacemos el trabajo que alguien debió hacer y no hizo, jefe Kurtz -apuntó el detective Henshaw.
El alcalde Lincoln exhaló aire y su rostro entero se deshinchó. Aunque el alcalde no tenía un parecido exacto con su primo segundo, el difunto presidente Lincoln, presentaba el mismo aspecto esquelético y de persona infatigable pese a su fragilidad.
– Quiero retirarme después de otro mandato, John -dijo suavemente el alcalde-. Y quiero estar seguro de que mi ciudad me recordará con honor. Necesitamos atrapar a ese asesino o se abrirán las puertas del infierno. ¿Se lo imagina? Entre la guerra y el magnicidio, Dios sabe que los periódicos han vivido del sabor de la sangre durante cuatro años, y a fe mía que están más sedientos de ella que nunca. Healey era compañero mío de clase en la universidad, jefe, y creo que en cierto modo se espera de mí que me eche a la calle y encuentre yo mismo a ese loco. Y si no, ¡me colgarán en el Boston Common! Se lo ruego, deje que los detectives resuelvan esto y retire del caso al negro. No podemos sufrir otra perturbación.
– Perdone, alcalde -dijo Kurtz enderezándose en su silla-, ¿qué tiene que ver el patrullero Rey con todo esto?
– La rueda de reconocimiento en relación con el caso del juez Healey y que casi acabó en disturbios. -Al concejal Fitch le gustaban las frases rebuscadas-. Aquel mendigo que se arrojó desde la ventana de su comisaría. Supongo que eso le suena, jefe.
– Rey no tuvo nada que ver con eso -replicó Kurtz, plantándose.
Lincoln sacudió la cabeza con un gesto de simpatía.
– El concejal ha encargado una investigación para determinar su papel. Hemos recibido quejas de varios agentes de policía, en el sentido de que, para empezar, fue la presencia de su conductor lo que provocó la conmoción. Nos han informado de que el mulato custodiaba al mendigo cuando ocurrió aquello, jefe, y algunos creen… Bueno, hacen cábalas sobre si él pudo forzar la caída por la ventana. Probablemente de manera accidental…
– ¡Malditas mentiras! -exclamó Kurtz enrojeciendo-. ¡Él trataba de calmar las cosas, como hacíamos todos! ¡El que saltó era una especie de maníaco! ¡Los detectives tratan de detener nuestra investigación para así hacerse con las recompensas! Henshaw, ¿qué sabe usted de esto?
– Sé que el negro no puede salvar a Boston de lo que está pasando, jefe.
– Quizá cuando el gobernador sepa que su candidato ha traído la división al departamento de policía, haga lo que debe y reconsidere su iniciativa -dijo el concejal.
– El patrullero Rey es uno de los mejores policías que he conocido.
– Lo cual, ya que estamos aquí, plantea otra cuestión. También se nos ha hecho saber que a usted lo ven por toda la ciudad en compañía de él, jefe. -El alcalde arrugó el ceño-. Incluido el lugar de la muerte de Talbot. Y no como su simple conductor, sino como un igual en sus actividades.
– ¡Es un verdadero milagro que a ese moreno no lo haya perseguido una turba de linchadores tirándole adoquines cada vez que sale a la calle! -dijo el concejal Fitch riendo.
– Nosotros aplicamos a Nick Rey todas las restricciones que el consejo municipal sugirió y… ¡Yo no veo qué tiene que ver su posición con esto!
– Tenemos encima un delito que inspira horror -dijo el alcalde Lincoln, apuntando con un rígido dedo a Kurtz-. Y el departamento de policía está cayéndose a pedazos. Por eso tiene que ver. No permitiré que Nicholas Rey siga interviniendo de ninguna forma en este caso. Un error más y deberá enfrentarse a su separación del servicio. Hoy han ido a verme unos senadores del estado, John. Están constituyendo otra comisión para proponer la supresión de todos los departamentos de policía municipal del estado y sustituirlos por una fuerza de policía metropolitana dependiente del mismo estado, si no podemos acabar con esto. Los tenemos en contra. No podré saber lo que sucede allá donde tengo mando. ¡Compréndalo! No quiero ver el departamento de policía de mi ciudad desmantelado.
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