El concejal Jonas Fitch pudo advertir que Kurtz estaba demasiado anonadado para hablar. El concejal se inclinó y lo miró a los ojos.
– Si usted hubiera hecho cumplir nuestras leyes sobre templanza y antivicio, jefe Kurtz, ¡quizá a estas alturas todos los ladrones y los bribones habrían huido a Nueva York!
A primera hora de la mañana, las oficinas de Ticknor y Fields bullían de anónimos dependientes de la tienda -algunos, muchachos todavía, y otros con el pelo gris-y de oficinistas de menos categoría. El doctor Holmes fue el primer miembro del club Dante en llegar. Mientras paseaba por el vestíbulo para matar el tiempo, decidió instalarse en el despacho privado de J. T. Fields.
– Oh, perdón, mi buen señor -dijo, cuando advirtió que allí había alguien, y se dispuso a cerrar la puerta.
Un rostro anguloso y en la sombra se volvió hacia la ventana. Holmes tardó un segundo en reconocerlo.
– ¡Mi querido Emerson! -saludó Holmes sonriendo ampliamente.
Ralph Waldo Emerson, con su perfil aquilino y su largo cuerpo, vestido con una capa y un mantón azules, volvió en sí de sus ensoñaciones y saludó a Holmes. Era una rareza encontrar a Emerson, poeta y conferenciante, fuera de Concord, un pueblecito que en un tiempo había rivalizado con Boston por su despliegue de talentos literarios, especialmente después de que Harvard le prohibiera hablar en su campus por haber declarado muerta la Iglesia Unitarista, durante una alocución en la facultad de Teología. Emerson era el único escritor de Estados Unidos que se aproximaba a la fama de Longfellow, e incluso Holmes, un hombre en el centro de todo el quehacer literario, se sentía halagado cuando se hallaba en compañía del autor.
– Acabo de regresar de mi Lyceum Express anual, organizado por nuestro mecenas de los poetas modernos. -Emerson levantó una mano sobre el escritorio de Fields, como si le diera la bendición, un gesto que recordaba sus días como reverendo-. El guardián y protector de todos nosotros. Yo le traía unos papeles.
– Bien, ya era tiempo de que regresara usted a Boston. Lo hemos echado de menos en el club del Sábado. ¡Estuvo a punto de convocarse una reunión de protesta para reclamar su compañía! -dijo Holmes.
– Muy agradecido; no sabe cuánto me halaga eso -replicó Emerson sonriendo-. Nunca encontramos tiempo para escribir a los dioses ni a los amigos, sólo a los abogados, que pretenden cobrar deudas, y al hombre que ha de reparar el techo de nuestra casa.
A continuación, Emerson le preguntó a Holmes por sus asuntos y él contestó con largas y complicadas anécdotas.
– He estado pensando en escribir otra novela.
Lo dijo como tanteando, pues le intimidaban la fuerza y la rapidez de las opiniones de Emerson, que a menudo le hacían parecer a uno que estaba completamente equivocado.
– Oh, me gustaría que lo hiciera, querido Holmes -dijo Emerson sinceramente-. Su voz no puede dejar de agradar. Y hábleme del brillante capitán. ¿Sigue con su carrera de derecho?
Holmes rió nerviosamente por la mención de junior, como si lo relativo a su hijo fuera algo cómico en sí, lo cual no tenía el menor fundamento, pues Junior carecía del mínimo sentido del humor.
– Yo me incliné una vez por las leyes, pero consideré todo aquello muy indigesto. Junior también escribía buenos versos; no tan buenos como los míos, pero buenos versos. Ahora vive de nuevo en casa. Es como un Otelo blanco, sentado en la mecedora de nuestra biblioteca e impresionando a las jóvenes Desdémonas con las historias de sus heridas. En ocasiones creo que me desprecia. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación con su hijo, Emerson?
Emerson guardó silencio durante unos densos segundos.
– No hay paz para los hijos de los hombres, Holmes.
Observar los gestos del rostro de Emerson mientras hablaba era como mirar a un hombre maduro cruzar un arroyo saltando de piedra en piedra, y el cauteloso egocentrismo que evocaba esa imagen distrajo a Holmes de sus ansiedades. Deseaba que la conversación prosiguiera, pero sabía que los encuentros con Emerson podían concluir casi sin avisar.
– Mi querido Waldo, ¿puedo hacerle una pregunta? -Lo que Holmes quería realmente era su consejo, pero Emerson nunca daba ninguno-. ¿Qué le parecería a usted que nosotros, Fields, Lowell y yo, ayudáramos a Longfellow en su traducción de Dante?
Emerson alzó una de sus cejas, como cubiertas de escarcha.
– Si Sócrates estuviera aquí, Holmes, podríamos ir a hablar con él en la calle. Pero no podemos ir a hablar con nuestro querido Longfellow. Hay un palacio, servidores y una hilera de botellas de vino d, distintos colores, vasos de vino y hermosas chaquetas. -Emerson inclinó la cabeza, pensativo-. A veces pienso en la época en que leía; Dante bajo la dirección del profesor Ticknor, como hizo también usted, pero no puedo dejar de considerar a Dante una curiosidad, un mastodonte, una reliquia para colocarla en un museo, no en una casa
– ¡Pero usted me dijo una vez que la introducción de Dante en Estados Unidos sería una de las realizaciones más significativas de nuestro siglo! -insistió Holmes.
– Sí. -Emerson consideró aquello. Le gustaba enfocar los asuntos desde todos los puntos de vista siempre que fuera posible-. También eso es verdad. Sólo que, ¿sabe, Wendell?, prefiero la sociedad de una persona fiel a una asociación de conversadores rápidos, que más que nada buscan la admiración mutua.
– Pero ¿qué sería de la literatura sin esas asociaciones? -replicó Holmes sonriendo. Tenía la integridad del club Dante a su cuidado-. ¿Quién puede decir lo que debemos a la sociedad de admiración mutua entre Shakespeare, Ven Jonson, Beau Montt y Fletcher? ¿O a aquella sociedad que formaban Johnson y Goldsmith, Burke y Reynolds, Beauclerc y Boswell, el más admirador entre los admiradores, y que se reunían junto a la chimenea de un salón?
Emerson reordenó los papeles que había traído para Fields, a fin de mostrar que el objeto de su visita se había cumplido.
– Recuerde que, sólo cuando el genio del pasado se transmita a un poder actual, tendremos el primer poeta norteamericano. Y en alguna parte, nacido en las calles más que en el ateneo, encontraremos al primer verdadero lector. El espíritu del norteamericano se supone tímido, imitativo, domesticado; y al erudito, honrado, indolente, complaciente. Sin acción, el erudito ya no es un hombre. Las ideas pueden obrar a través de los huesos y de los brazos de los hombres buenos, o no pasan de meros sueños. Cuando leo a Longfellow, me siento muy a gusto, seguro. Pero eso no nos aportará nuestro futuro.
Cuando Emerson se hubo marchado, Holmes sintió que se había enfrentado a un enigma de la esfinge al que sólo podía darse una respuesta. Sintió también que, decididamente, aquella conversación era algo que le pertenecía, y no quiso compartirla con los otros cuando llegaron.
– Pero, realmente, ¿es eso posible? -preguntó Fields a sus amigos después de que hablaran de Bachi-. ¿Ese mendigo de Lonza pudo haber estado tan abrumado que antepuso el poema a la vida?
– No sería la primera ni la última vez que la literatura se apodera de una mente debilitada. Piensen en John Wilkes Booth -dijo Holmes-. Cuando disparó contra Lincoln, exclamó en latín: «Así les ocurra siempre a los tiranos.» Eso es lo que dice Bruto mientras asesina a julio César. Lincoln era el emperador romano en la mente de Booth. Recuerden que Booth era shakespeariano. Igual que nuestro Lucifer es un maestro dantista. La lectura, la comprensión, el análisis que nosotros realizamos a diario lograron lo que en nuestro fuero interno esperábamos que se obrara en nosotros; y eso mismo actuó sobre los huesos y los músculos de ese hombre.
Longfellow enarcó las cejas al oír esto.
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