Las manos de Greene se agitaron conforme las levantaba en el aire.
– Si fuera posible resumir una idea precisa de Dante en una sola palabra, señor Houghton, esa palabra sería fuerza. El paisaje de su mundo acaba por asentarse en la memoria de uno junto a su mundo real. Incluso los sonidos que se ha demorado en describir al oído del lector como ásperos, fuertes o suaves, al instante vuelven a usted siempre que oye el rumor del mar o el aullido del viento o el canto de los pájaros.
Bachi salió de la tienda, y ahora pudieron verlo examinando el contenido de su bolsa, con aspecto de gran emoción. Greene se detuvo.
– ¿Fields? Pero ¿qué ocurre? Parece usted esperar que ocurra algo al otro lado de la calle.
Longfellow hizo una seña a Fields, un golpecito con la muñeca, para que entretuviera a su interlocutor. Como compañeros en una situación crítica que de algún modo consiguen comunicar una compleja estrategia con el mínimo gesto. Fields ejecutó una maniobra de distracción para su amigo, pasando su brazo flojamente sobre sus hombros.
– Ya ve, Greene, ha habido varios cambios en el campo de la edición después de la guerra…
Longfellow empujó a un lado a Houghton y le dijo con un hilo de voz:
– Me temo que tendremos que posponer nuestro almuerzo para otra ocasión. Dentro de diez minutos sale un tranvía hacia Back Bay. Le ruego que acompañe hasta allí al señor Greene. Acomódelo y no se vaya hasta que salga el tranvía. Asegúrese de que no se apea.
Longfellow habló levantando ligeramente las cejas para que el otro comprendiera bien su urgencia.
Houghton respondió con un gesto militar, sin pedir mayores explicaciones. ¿Le había pedido alguna vez Henry Longfellow un favor personal o a alguien a quien él conociera? El dueño de Riverside Press deslizó su brazo bajo el de Greene.
– Señor Greene, ¿me permite que lo acompañe al tranvía? Creo que el próximo está a punto de salir y no le conviene esperar mucho rato con este frío de noviembre.
Con apresuradas despedidas, Longfellow y Fields esperaron a que dos grandes ómnibus pasaran atronando calle abajo, tocando las campanillas para avisar. Los dos poetas cruzaron la calle sólo para darse cuenta a la vez de que el profesor italiano ya no estaba en la esquina. Miraron una manzana por delante y otra por detrás, pero no lo vieron en ninguna parte.
– ¿Dónde demonios…? -preguntó Fields.
Longfellow señaló y Fields miró a tiempo para ver a Bachi cómodamente sentado en el asiento trasero del mismo carruaje que había estado obstruyendo su vigilancia. El ruido de los cascos de los caballos se alejaba, al parecer sin compartir la impaciencia del pasajero.
– ¡Y no hay un coche de punto a la vista! -se lamentó Longfellow.
– Podemos atraparlo -dijo Fields-. La caballeriza del cochero Pike está a pocas manzanas de aquí. El bribón pide un cuarto de dólar por un asiento en su carruaje, y medio dólar cuando se considera particularmente extorsionado. Nadie en la manzana puede sufrirlo salvo Holmes, y él no soporta a nadie excepto al doctor.
Fields y Longfellow, caminando con rapidez, encontraron a Pike no en su caballeriza, sino tercamente estacionado frente a la mansión de ladrillos del 21 de la calle Charles. El dúo solicitó los servicios de Pike, y Fields sacó dinero a puñados.
– No puedo servirles, caballeros, ni por todo el dinero de esta comunidad -dijo Pike en tono áspero-. Me he comprometido a transportar al doctor Holmes.
– Escúchenos atentamente, Pike -y Fields exageró el tono de mando que de forma natural tenía su voz-. Somos colaboradores muy estrechos del doctor Holmes. Él le diría que nos cogiera.
– ¿Son ustedes amigos del doctor? -preguntó Pike.
– ¡Sí! -exclamó Fields, aliviado.
– Entonces, como amigos suyos, no es probable que quieran quitarle el coche. Yo estoy comprometido con el doctor Holmes -repitió Pike amablemente, y se sentó de nuevo para sacar punta con los dientes a lo que quedaba de un palillo de marfil.
– ¡Bien! -exclamó Oliver Wendell Holmes, contoneándose en el escalón de acceso a su casa, sosteniendo una cartera de mano, vestido con un traje oscuro de estambre, con una bufanda de seda blanca lindamente anudada como una corbata, y con una rosa blanca en el ojal-. ¡Fields, Longfellow, después de todo vienen ustedes a la conferencia sobre alopatía!
Los caballos de Pike avanzaban a todo correr por la calle Charles, en dirección a las intrincadas calles del centro, rozando las farolas y sobrepasando a los airados conductores de tranvías. El carruaje de Pike era un rockaway destartalado, con un asiento lo bastante ancho para acoger a cuatro pasajeros sin que tuvieran que aplastarse las rodillas unos contra otros. El doctor Holmes había dado instrucciones al cochero para llegar rápidamente a la una menos cuarto al Odeón, pero ahora el destino había cambiado, al parecer en contra de la voluntad del doctor, desde la perspectiva del cochero, y el número de pasajeros se había triplicado. Pike tenía el propósito de conducirlos de todos modos al Odeón.
– ¿Y qué hay de mi conferencia? -preguntó Holmes a Fields una vez en la trasera del carruaje-. Están vendidas todas las entradas, ¿sabe?
– Pike puede dejarlo allí en un periquete en cuanto encontremos a Bachi y le hagamos un par de preguntas -respondió Fields-. Y le aseguro que los periódicos no informarán de que llegó usted tarde. ¡Si yo no hubiera despedido mi coche para dejárselo a Annie, no nos habríamos quedado atrás!
– Pero ¿qué cree usted que conseguirá si damos con él? -inquirió Holmes.
Fue Longfellow quien le contestó:
– Está claro que hoy Bachi está nervioso. Si conversamos con él lejos de su casa, y de su bebida, puede mostrarse menos renuente a hablar. De no habernos tropezado con Greene, es probable que hubiéramos atrapado a Ser Bachi sin estas prisas. Yo estaba por explicarle sencillamente al pobre Greene todo lo que ha ocurrido, pero, la verdad, sería un golpe para una constitución tan débil. Padece todas las calamidades y cree que tiene al mundo en contra. Sólo le falta que le caiga un rayo encima.
– ¡Ahí va! -exclamó Fields, señalando un vehículo a unas cincuenta varas por delante-. Longfellow, ¿no es el carruaje?
Longfellow alargó el cuello por el costado del coche, sintiendo que el viento le golpeaba la barba, y dio señales de asentimiento.
– ¡Cochero, siga recto! -gritó Fields.
Pike aflojó las riendas, y el carruaje recorrió la calle, bamboleándose, a una velocidad muy superior al límite permitido, que la Oficina de Seguridad de Boston había establecido recientemente en «un trote moderado».
– ¡Nos estamos alejando mucho hacia el este! -advirtió Pike a gritos por encima del estrépito de los cascos sobre los adoquines-. Muy lejos del Odeón, ¿sabe, doctor Holmes?
Fields preguntó a Longfellow:
– ¿Por qué habríamos de esconder a Bachi de Greene? No creo que se conozcan.
– Hace tiempo -dijo Longfellow asintiendo-el señor Greene conoció a Bachi en Roma, antes de que se manifestara lo peor de sus padecimientos. Me temo que, si nos hubiéramos acercado a Bachi estando Greene presente, Greene habría hablado demasiado del proyecto Dante, ¡como acostumbra hacer con todo el que esté dispuesto a aguantarlo!, y eso influiría en las ganas de hablar de Bachi, y le haría sentirse aún más desgraciado.
Pike perdió de vista su objetivo varias veces pero, después de unas rápidas vueltas, galopadas notablemente medidas y pacientes retrasos, recuperó la ventaja. El otro cochero también parecía tener prisa, pero permanecía completamente ajeno a la persecución. Cerca de las calles estrechas de la zona portuaria, su presa se les escapó de nuevo. Luego reapareció, arrancando a Pike una blasfemia, por la que se excusó, y acabó por pararse en seco, haciendo volar a Holmes a través de la cabina para dar en el regazo de Longfellow.
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