El visitante suspiró al advertir la presencia de los dos poetas. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla mientras estrechaba las manos de Holmes y de Longfellow, manejándolas como si fueran botellas de vino de las más raras y delicadas cosechas.
Jennison disfrutaba dedicando sus cuantiosas riquezas al patrocinio de artistas y a su propio perfeccionamiento en materia de apreciación de las bellas letras. Nunca dejaba de sentirse abrumado ante los genios a los que sólo conocía gracias a su dinero. Jennison se acomodó en una butaca.
– Señor Fields, señor Longfellow, doctor Holmes -dijo nombrándolos con exagerada ceremonia-. Todos ustedes son buenos amigos de Lowell, mejores de lo que me es dado serlo a mí, pese a tener el privilegio de conocerlo, porque el verdadero conocimiento sólo se da entre genios.
Holmes lo interrumpió nerviosamente:
– Señor Jennison, ¿le ha sucedido algo a Jamey?
– Estoy enterado, doctor -dijo Jennison suspirando hondamente y buscando las palabras-, estoy enterado de los malhadados hechos relacionados con Dante, y estoy aquí porque deseo ayudarlos en lo que haga falta para contrarrestarlos.
– ¿Hechos relacionados con Dante? -repitió Fields con voz rota. Jennison asintió solemnemente.
– La maldita corporación y sus esperanzas de librarse de ese curso de Lowell sobre Dante. ¡Y su intento de detener su traducción, queridos señores! Lowell me habló de eso, aunque es demasiado orgulloso para solicitar ayuda.
Tres suspiros contenidos escaparon de debajo de los respectivos chalecos tras las palabras de Jennison.
– Ahora, como seguramente saben ustedes, Lowell ha cancelado temporalmente sus clases -dijo Jennison, mostrando su contrariedad al advertir la aparente indiferencia de sus interlocutores ante algo que los concernía-. Bien, pues yo digo que eso no puede ser. Eso no beneficia a un genio de la categoría de James Russell Lowell y no debe consentirse sin luchar. Temo que sea inminente la posibilidad de que a Lowell lo hagan pedazos si emprende una vía de conciliación. Y en la universidad oigo que Manning está exultante.
Esto último lo dijo con el ceño fruncido a causa de la preocupación.
– ¿Qué quiere usted que hagamos nosotros, mi querido señor Jennison? -preguntó Fields con un movimiento deferente.
– Anímenlo a que se muestre más audaz. -Jennison subrayó su afirmación con un puñetazo en la palma de la mano-. Sálvenlo de su propia cobardía o nuestra ciudad perderá uno de sus corazones más vigorosos. Pero he tenido otra idea. Creen una organización permanente dedicada al estudio de Dante, ¡yo mismo aprendería italiano para ayudarlos! -Jennison desplegó una sonrisa, a la vez que su cinturón monedero de piel, del que sacó y contó unos billetes grandes-. Una asociación dantista de algún tipo, dedicada a proteger esa literatura tan querida para ustedes, caballeros. ¿Qué me dicen? Nadie tiene por qué saber que yo intervengo, y ustedes les ganarán la mano a los miembros de la corporación.
Antes de que alguien pudiera replicar, la puerta de la Sala de Autores se abrió de repente. Lowell se quedó parado ante ellos, pálido el rostro.
– ¿Qué pasa Lowell? ¿Algo va mal? -preguntó Fields.
Lowell empezó a hablar pero luego reparó en Jennison.
– ¿Phinny? ¿Qué está usted haciendo aquí?
Jennison dirigió una mirada a Fields, en demanda de ayuda.
– El señor Jennison y yo teníamos algunos asuntos pendientes -dijo Fields, poniéndole al hombre de negocios el cinturón monedero en las manos y empujándolo hacia la puerta-. Pero ya se iba.
– Espero que todo vaya bien, Lowell. ¡Pronto me pondré en contacto con usted, amigo mío!
Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de la Sala de Autores.
Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.
– Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí, como han hecho ustedes esta tarde.
Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? -preguntó Lowell.
Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le permitiría regresar antes de enero de 1867.
De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca, anonadado.
– Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos, como si fuera arena!
– ¡Pues deberíamos celebrarlo! -replicó Holmes riéndose-. ¿No comprende lo que eso significa, si estuviera usted en lo cierto? Vaya, que es un pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece estimulante.
– Jamey, si Bachi fuera el asesino… -dijo Fields inclinándose hacia Lowell.
Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:
– Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado, Lowell.
Fields se puso de pie, radiante.
– Oh, señores, voy a organizar una cena Dante que hará palidecer el club del Sábado. ¿Cómo va a ser la carne de cordero tan tierna como el verso de Longfellow? ¿Y puede chispear el Moét como el ingenio de Holmes, y los cuchillos de trinchar, rivalizar con la agudeza de la sátira de Lowell?
Se dedicaron tres brindis a Fields.
Todo esto alivió un tanto a Lowell, como también la noticia de una sesión de traducción de Dante, lo que equivalía a reanudar la normalidad, el regreso al puro disfrute de su erudición. Esperaba que ellos no hubieran perdido ese placer al aplicar su conocimiento sobre Dante a tan repugnantes asuntos.
Longfellow parecía saber lo que inquietaba a Lowell.
– En tiempos de Washington -dijo-fundieron los tubos de los órganos de las iglesias para fabricar balas, querido Lowell. No tenían elección. Ahora, Lowell, Holmes, ¿quieren acompañarme abajo, a la bodega, mientras Fields va a ver cómo sigue el trabajo en la cocina? -preguntó mientras tomaba una bujía de la mesa.
– ¡Ah, los verdaderos cimientos de toda casa! -comentó Lowell levantándose de la butaca de un salto-. ¿Dispone usted de una buena cosecha, Longfellow?
– Ya conoce usted mi método práctico, señor Lowell:
Cuando invites a un amigo a cenar dale tu mejor vino. Cuando invites a dos, bastará el segundo mejor.
Los presentes emitieron un repiqueteo de carcajadas, aumentadas con una sensación de alivio.
– ¡Pero tenemos a cuatro sedientos a los que satisfacer! -objetó Holmes.
– Entonces no esperemos mucho, mi querido doctor -le aconsejó Longfellow.
Holmes y Lowell lo siguieron a la bodega, iluminándose con el fulgor plateado de la bujía. Lowell recurrió a las risas y a la conversación para distraerse del punzante dolor que irradiaba en su pierna, golpeándolo y trasladándose hacia arriba desde el disco rojo que le cubría el tobillo.
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