Estaba enumerando el Directorio de la É lite de San Francisco.
¿Dónde estaban ahora sus ironías?
La entrepierna me dolía como si me hubieran golpeado con una porra. Besé los pechos de Amelia mientras ella enumeraba los nombres de la élite de San Francisco que asistirían a su boda con el señor Sloat, el banquero. Sus pezones eran rosados como yemas de dedos. Se los besé mientras ella gemía. No quería tumbarse en la cama ni permitía ninguna otra atención. La besé hasta que me dolieron los labios.
Cuando la acompañé de regreso en un carruaje de alquiler ella lloraba. Esta vez subí los escalones del 913 de Taylor Street con un brazo dándole apoyo. Entró sin llamar y se marchó.
Cuando regresé a mi habitación, una nota había sido deslizada por debajo de la puerta:
Debido a que ha hecho caso omiso de la norma de no traer mujeres a su habitaci ó n, le conminamos que recoja sus cosas y vac í e el cuarto a m á s tardar el pr ó ximo lunes.
Sra. Adeline Barnacle
Por la mañana, los libros que le había prestado a Belinda estaban ordenadamente apilados en el cuarto escalón: Ivanhoe, El Molino del Flossy Grandes Esperanzas, junto a una nota con tres primorosas líneas escritas a pluma en una hoja arrancada de la libreta escolar y en las que daba por finalizado nuestro compromiso.
El jueves, en las oficinas del Hornet discutía con Bierce mi artículo sobre el muro de Crocker, intentando disimular que mi corazón no estaba roto en pedazos por la ira y la pena.
Cuando Charles Crocker era alabado por su generoso espíritu al servicio de la ciudadanía que había construido muchas obras de enorme y permanente valor para el Estado, Bierce decía:
– Su tendencia a realizar mejoras es simplemente un instinto natural heredado de su antepasado con espíritu al servicio de la ciudadanía, el hombre que cavó los agujeros de los postes en Mount Calvary.
También me mostró un recorte de periódico que había guardado, una denuncia contra Crocker de un abogado con quien el magnate del Ferrocarril había litigado:
«Mostraré al mundo cómo un inteligente mecenas de las artes y la literatura puede ser fabricado gracias a la riqueza amasada por un vendedor ambulante de alfileres y agujas. Visitaré Europa hasta que pueda ornamentar mi deficiente inglés con un toque de francés mal pronunciado. Llevaré un diamante tan grande como un faro de una de esas locomotoras; y mi tejido adiposo aumentará al mismo tiempo que mi arrogancia, y me contonearé por los pasillos del Palace Hotel como un monumento viviente, que respira y anadea, del triunfo de la vulgaridad, la crueldad y la deshonestidad».
– No puedes aspirar a igualar esos niveles de invectiva -dijo Bierce-. Deja los insultos a otros -dijo, y eso es lo que había intentado hacer:
Charles Crocker de los Cuatro Grandes fue el director de la construcci ó n del Ferrocarril del Union Pacific. Obr ó maravillas con los miles de culis, « las mascotas de Crocker » , que conformaban la mayor parte de sus cuadrillas de construcci ó n, y que quedaron sin empleo cuando el Ferrocarril fue terminado.
Estando é l mismo desocupado, viaj ó al extranjero para comprar mobiliario y objetos de arte para su mansi ó n en Nob Hill, para la cual financi ó una l í nea de tranv í as en California Street. El palacio Crocker cost ó alrededor de un mill ó n y medio de d ó lares. El estilo arquitect ó nico es denominado « Renacimiento temprano » . Su fachada de m á s de cincuenta metros es una obra maestra de marqueter í a, y su torre de veintitr é s metros de alto ofrece una magn í fica vista de la City.
Aunque podr í a haber extendido sus dominios hasta casi cualquier esquina del pa í s que deseara, no pudo hacerse con la esquina nordeste de la manzana de Nob Hill que limita con Jones, California, Taylor y Sacramento Streets. Pudo comprar el resto de parcelas que conformaban la manzana de su mansi ó n, pero un cabezota director de pompas f ú nebres alem á n, Nicholas Yung, no quer í a venderle su esquina.
Por ello, Crocker hizo construir en tres lados de la propiedad de Yung un muro de m á s de doce metros, bloque á ndole la luz y las vistas y dej á ndole tan s ó lo una estrecha fachada que daba a Sacramento Street. Finalmente, Yung se traslad ó a otra parte de la Ciudad, pero no le vendi ó la propiedad, de forma que Crocker dej ó el muro en pie.
El muro disuasorio es ahora uno de los lugares de visita obligada de Nob Hill y se ha convertido en s í mbolo de la arrogancia de los ricos en general y de los millonarios del Ferrocarril en particular.
El Partido Obrero de Denis Kearney era considerado por los habitantes de Nob Hill un partido anarquista. Los irlandeses de Kearny frecuentemente se reun í an junto al muro disuasorio o agraviante como blanco de sus ataques y de su ira contra los magnates del Ferrocarril, los cuales hab í an amasado una fabulosa riqueza y se hab í an deshecho de un ej é rcito de chinos tras finalizar la construcci ó n del ferrocarril, contribuyendo as í a la depresi ó n posterior y el desempleo generalizado. Se afirma que Crocker se hab í a hecho construir la torre con ranuras en sus muros para derramar plomo fundido sobre las cabezas de los posibles comunistas que le asediaran, pero, aunque las concentraciones de obreros en paro comenzaban junto al muro de Crocker, los alborotadores se dispersaban colina abajo para saquear Chinatown. Las ranuras para plomo fundido a ú n no han sido utilizadas a d í a de hoy.
– Eso es adecuado -dijo Bierce-. Ahora repásalo de nuevo y elimina la mitad de los adverbios. -Tan sólo hay tres. -Quita dos, pues.
La señorita Penryn anunció la llegada del señor Beaumont McNair. Beau entró en la oficina, con su barba de pan de oro, su barbilla arrogante, sus ojos demasiado juntos, su chaqueta de perfecta confección y su manera afectada de andar, como si primero probase la estabilidad del suelo con la punta estirada de su reluciente bota antes de confiar todo su peso sobre él.
Se detuvo y observó el cráneo blanquecino del escritorio de Bierce. Bierce se levantó. Yo también.
– Buenos días, señor McNair.
– Buenos días, señor Bierce, Redmond -dijo Beau, con una inclinación de la cabeza hacia mí.
Acerqué una silla y tomó asiento con cierto estilo, el joven al que le producía placer dibujar coños en las barrigas desnudas de prostitutas y que, de hecho, estaba obsesionado con mujeres de dudosa reputación.
– Hubo un incidente ayer noche -dijo Beau, con la barbilla alta y los ojos fijos en Bierce-. Un intruso.
Bierce me dirigió una rápida mirada, pero se limitó a asentir a Beau.
– Alguien forzó la entrada -dijo Beau-. Marvins lo persiguió pero lo perdió finalmente. Había una ventana abierta.
– El fantasma -dijo Bierce.
Beau pareció sobresaltarse.
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