Oakley Hall
Ambrose Bierce y la Reina de Picas
Homicidio: Muerte de un ser humano por otro ser humano. Hay cuatro clases de homicidio: el alevoso, el excusable, el justificable y el encomiable, aunque al muerto no le importa mucho estar incluido en una o en otra; la distinción es para uso de abogados.
– El Diccionario del Diablo-
Cuando Ambrose Bierce tuvo noticia del primer asesinato del Destripador de la calle Morton exclamó: «Por lo visto hay alguien al que le gustan las mujeres incluso menos que a mí».
Era tan sarcástico sobre algunos temas que resultaba directamente insultante. Entornaba los ojillos bajo sus protuberantes cejas y torcía la boca bajo el rubio bigote, y entonces hacía algún comentario soez sobre las mujeres, o sobre las poetisas, o sobre la Compañía de Ferrocarriles del Pacífico Sur.
Bierce era mi héroe por aquel entonces. No podía evitar estremecerme cada vez que oía a la gente hacer algún comentario que me pareciera un fraude sobre religión, o sobre la inocente bondad de los pobres, o sobre sus santas madres, o sobre cualquiera que fuera encumbrado a categoría de héroe sin merecerlo. Y Bierce odiaba el fraude con todas sus fuerzas.
Dejé el cuerpo de bomberos para trabajar como asistente de Dutch John, impresor del Hornet, y con la intención de convertirme en un periodista como Bierce. Había recibido una buena educación por parte de los Hermanos Cristianos de Sacramento y había leído una biblioteca entera de libros. ¿Qué otro entrenamiento necesitaba? Ser un periodista famoso parecía ser una buena manera de ganarse la vida, y proporcionaba además cierto estatus social: la gente te saludaba por la calle y te decía que les había gustado tu último artículo o diatriba contra el Ferrocarril. Bierce era editor del Hornety columnista del Tattle. Me dejaba la piel intentando conseguirle y redactarle noticias de interés local, sobre todo cualquier cosa relacionada con la SP, a la cual Bierce odiaba especialmente… me refiero la Southern Pacific, la compañía del Ferrocarril. Me trataba con bastante cordialidad, al menos yo no era una poetisa que le hubiera agraviado publicando un libro de poemas y obligándole a reseñarlo en su columna del Tat ú e.
De hecho, cuando no estaba echando pestes acerca de una u otra estafa, Bierce era un caballero cordial.
El Hornet era una publicación satírica semanal con sede en California Street, junto al Banco de California y su fachada de altísimas columnas que se elevaban al cielo. El nuevo propietario y editor era el señor Robert Macgowan. Había en nómina un par de reporteros borrachuzos que solían merodear por la comisaría del casco antiguo o la City, una mecanógrafa, un caricaturista llamado Fats Chubb, Dutch John el impresor y su ayudante Frank Grief, un par de tipógrafos y Bierce.
Algunas noches, Bierce y yo salíamos juntos de las oficinas del Hornet, sorteando el tráfico de calesas, carruajes, jamelgos, carros, remolques, jinetes y ciclistas de California Street, cruzábamos la amplia marquesina verde y entrábamos en el Dinkin's. El tráfico en las calles del centro era tan fiero que te jugabas la vida al cruzarlas, y casi todos los días, o eso parecía, el Chronicle, el Examiner o el Alta California publicaban noticias sobre un nuevo accidente grave, sobre gente atropellada y piernas rotas, con la consabida perorata editorial acerca de que Algo Debe Hacerse. Pero nadie hacía nada al respecto, y la situación cada vez iba a peor.
En Dinkin's, con una cerveza delante, a Bierce le gustaba hablar sobre la profesión de escritor. Él era el Todopoderoso Bierce, Bitter [1] Bierce, y su columna del Tattle era leída en toda la ciudad. Yo era un ayudante subalterno de impresor y ocasionalmente reportero, y no sabía siquiera durante cuánto tiempo continuaría pagándome el jornal el señor Macgowan, pero Bierce estaba encantado de proporcionarme consejos.
– Comprueba frase por frase y palabra por palabra. ¡Elimina la basura! Si no puedes encontrar el adjetivo correcto para un nombre, abandónalo. Un nombre tan sólo necesita un adjetivo, el más selecto. Elimina todos los participios y adverbios que puedas. Los participios chirrían como las llantas de una rueda sobre gravilla. Tres participios en una frase la arruinarán. Demasiados adverbios desarticulan el texto.
Dinkin's tenía una larga barra atestada de espaldas de bebedores, tras la cual se divisaba una reluciente pared de paneles de caoba, espejos y faroles redondos de gas. Dick Dinkins colocaba platos de comida sobre la barra para que los bebedores picotearan y el licor siguiera corriendo.
Bierce y yo solíamos sentarnos en algún rincón desde el cual podíamos observar California Street y el tráfico atascado o en ajetreado movimiento. En las aceras, los caballeros paseaban con bombines y chisteras y levantaban sus bastones para saludarse unos a otros, y en ocasiones pasaban bellas damas o incluso prostitutas en parejas, contoneándose. En el interior se percibía un agradable tufo a humo de cigarro, cerveza, whisky, sardinas y queso, olores que se transformaban en el exterior en hedor a excrementos de caballo, polvo y negocios.
Un anciano con barba de chivo se acercaba entonces a preguntar a Bierce si había oído la última anécdota sobre el Senador Sharon. Sharon había preguntado al famoso pintor francés Meissonier si era uno de los viejos maestros europeos, porque él nunca compraría ninguna obra «que no fuera de uno de los Viejos Maestros».
Bierce decía entonces que ya había oído la anécdota exactamente treinta y una veces. Y añadía:
– Sirvió en el Senado, por nuestros pecados / Cada palabra un engaño y cada voto un apaño [2].
Y continuaba su cháchara con el caso de «La Rosa de Sharon». Por aquel entonces, una de las mujeres de Sharon había llevado a los tribunales al rey de Comstock [3]acusándole de adulterio y demandando una pensión alimenticia además de la parte que le correspondiera de sus millones.
De esa forma, el viejo conocido con barba de chivo no se marchaba molesto, porque, a pesar de la fiereza con la que Bierce hacía trizas cualquier clase de falsa pretensión que provocara su ira en el Tattle, cuando estaba con sus amigos en un bar rebajaba la acritud de su expresión, o añadía una broma para suavizar su ataque.
Bierce tenía por aquel entonces cuarenta años, lucía elegante estampa y un metro ochenta de estatura, tenía el cabello rubio rojizo, una maraña de cejas y un gran bigote. Su piel era suave y de color rosado y olía a colonia. Tenía cierto porte militar al moverse, pues había sido comandante durante la Guerra. Se decía que era el periodista mejor vestido de San Francisco, con su traje de tweed y cuello alzado, y sus lujosas corbatas sujetas con un alfiler de diamante. Por aquel entonces tenía la impresión de que Bierce era la estrella del momento, reclinado en su silla, rozando el vaso contra una punta del rubio bigote y en actitud reflexiva, probablemente planeando alguna nueva diablura verbal.
El sargento Nix entró a grandes zancadas con su uniforme de chaqueta de nueve botones cruzada y se sentó dejando el casco sobre la mesa. Era uno de los tipos del cuerpo que mantenía a Bierce informado de lo que se cocía en la City.
– Hola, Bierce -dijo, y luego a mí-: Hola, Tom.
Nix y yo habíamos coincidido en partidos de béisbol, cuando el equipo de la policía jugaba contra el de los bomberos, antes de que yo comenzara a trabajar en el Hornet.
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