Me pareció que su trato confiado y su tranquilidad eran tan sólo una representación.
– ¿Era el senador Sharon uno de los posibles padres?
– En un sentido no estoy muy segura, pero en otro estoy totalmente segura. No, no fue él.
– ¿Era él uno de los que le hicieron propuestas?
– Tan sólo una proposición -dijo-. Hubiera acabado en una relación muy similar a la insatisfactoria relación de la valerosa señorita Sarah Althea Hill. Yo me inclinaba más por el matrimonio.
»Sr. Bierce, permítame que le diga esto -continuó ella-. Podría tratarse de un exceso de orgullo por mi parte, pero yo no creo que pueda ser culpada por los tejemanejes de la Jota de Picas. Fue obra de Nat. Se trataba del tipo de procedimiento por el que se hizo famoso. Sin duda lo aprendió de William Sharon. Creo que mi papel debe ser considerado como pasivo. Tal vez debería ampliar sus investigaciones más allá de este pequeño círculo de cinco personas…
– Es posible -dijo Bierce, aunque me pareció que lo dijo sin creérselo-. ¿Es posible que Macomber se cambiara el nombre, al igual que Jackson se cambió el suyo?
Sentí un peso invisible sobre mis hombros. Lady Caroline suspiró y se estrechó de hombros dentro de su estuche de oro y plata.
– ¿Cómo era Macomber, Lady Caroline? -pregunté.
Sus ojos azules se volvieron hacia los míos, pestañeando como si tuviera dificultad en enfocarme.
– Era un joven agradable, bastante hablador. No recuerdo mucho más de él, señor Redmond.
– ¿Y cómo se conocieron los cinco compradores de la Jota de Picas?
Dejó escapar el humo antes de abordar la cuestión.
– Éramos amigos.
¿Clientes?
– La mujer asesinada, ¿era Julia Bulette?
Pareció repentinamente recelosa.
– Sí. Era también mi amiga, una amiga de negocios, pero buena amiga, una buena mujer, una muy buena amiga.
– ¿Podría haber sido ella una de los Picas?
– Había un sistema de exclusión por azar. Ella resultó ser la excluida.
– ¿Podría decirme quién lo hizo?
Reflexionó unos instantes y entornó los ojos tras el humo.
– Debió de ser mi esposo.
– ¿Y por qué piensa que debió de ser él?
– Señor Bierce, le confesaré algo, aunque dudo que le sorprenda lo más mínimo. Nat McNair era un monstruo cruel, deshonesto, frío y desagradecido que nunca perdonó ni el más mínimo desliz ni olvidó un favor.
– ¿Por qué se casó con él, señora?
– Pensé que llegaría a ser el hombre más rico de California -dejó escapar una risa corta-. No fue capaz de alcanzar ese objetivo, pero sus logros fueron impresionantes. Yo también me gané mi parte de todo ello.
Deduje que no se refería a su papel en los chanchullos de la Jota de Picas.
– ¿Por qué Will Sharon no tenía participación en la Jota de Picas?
– ¿Por qué este nombre sigue saliendo en nuestra conversación? El senador Sharon era y es un hombre detestable. Espero que la señorita Hill gane el juicio y le quite la mitad de sus millones.
Se recostó en la chaise longue como si estuviera más que satisfecha con su denuncia. Bierce le preguntó acerca de lo que podría hacer sentir culpable a su hijo.
– Según tengo entendido, Beau fue adoptado por el señor McNair unos meses después de que naciera. Vivió en San Francisco en una situación de creciente bonanza económica hasta los diez u once años… cuando él y la hija de James Brittain eran novios.
Lady Caroline asintió, soltando finos hilos de humo por la nariz.
– ¿Aprobaba usted esa relación? -preguntó Bierce.
– No particularmente, señor Bierce. De hecho, no la aprobaba en absoluto.
– El señor Brittain no la aprobaba porque los considera hermanos.
Lady Caroline bebió un poco de oporto, con el cigarrillo humeante entre los dedos de la otra mano. Me dio la impresión de que eran maniobras defensivas, al igual que su vestido bordado parecía una especie de armadura.
– Por cierto, estoy al tanto de los problemas de su hijo en Londres -dijo Bierce.
– Fue coaccionado por falsos amigos. Aunque no lo excuso.
Incluso cuando hablaba con énfasis había una serenidad en sus palabras que me pareció producto de una voluntad extraordinaria. Entonces se dirigió a mí:
– Señor Redmond, preferiría revelar las siguientes confidencias tan sólo al señor Bierce.
– Por supuesto -dije, levantándome-. Lady Caroline, le traigo un mensaje de Jimmy Fairleigh de Virginia City. Me pidió que le dijera que nunca la olvidará.
La bella máscara de repente se transformó en un infeliz rostro humano. Entreabrió los labios, los ojos llamearon en los míos y aparecieron arrugas en su cuello.
– ¡Ese pobre chico desafortunado! ¿Qué hace ahora?, dígame, por favor.
– Es camarero en el International Hotel.
– Las minas están agotadas. La ciudad debe de estar muriendo. ¡Debo hacer algo por él! -susurró, y de nuevo la máscara se recompuso en su rostro. Le di las buenas noches.
Marvins me acompañó a otra sala de estar en el piso de abajo y se entretuvo encendiendo lámparas y trayéndome otra copa de oporto. Me costaba quedarme quieto sentado, y el vino se me antojaba un capricho aristocrático excesivamente denso y dulce. Tras veinte minutos le pedí a Marvins que le dijera a Bierce que iba afuera a tomar el aire, y salí a la fresca humedad para pasear junto a la verja de bronce hacia la cima de Taylor Street, donde una sola farola arrojaba un círculo de pálida iluminación en la niebla, como si su llama ardiera bajo el agua.
Me paré antes de llegar al punto donde se divisaba la casa de los Brittain, más abajo, y retrocedí unos pasos hacia la entrada a cocheras. Me volví de nuevo justo a tiempo para ver una silueta que salía de los arbustos, escalaba la verja y volvía alejándose de mí. Cuando pasó por debajo de la farola volvió la cabeza y me pareció divisar un tenue destello de barba rubia.
Cuando Bierce se reunió conmigo le dije que había visto a Beau saliendo de la casa.
– Mucho me temo que no ha podido ser Beau a quien has visto -dijo-. Estaba jugando al ajedrez con Rudolph Buckle en el salón de billar.
– ¿Lo viste? -pregunté.
– No -dijo pensativamente-. Pero Beau fue el tema de nuestra conversación -continuó-. Tú mencionaste en alguna ocasión que la señorita Brittain te habló de sus investigaciones de campo. Está obsesionado con las prostitutas. Lady Caroline estaba muy preocupada por esto y teme que Beau se meta en problemas de nuevo, como le ocurrió en Londres. ¡Pero el hecho es que él ya está metido en problemas! ¿Y cómo habría podido discutir con ella la posibilidad de que la obsesión de su hijo haya sido propiciada al conocer el pasado profesional de la madre? Ahora está fascinado por una joven china, sin duda una prostituta.
– Entonces está en peligro de ser atacada por el Destripador -dije.
Seguimos bajando por California Street con las luces de Chinatown a nuestros pies.
– Había una obsesión generalizada con las prostitutas chinas en los viejos tiempos -continuó Bierce-. ¡Y aún sigue ocurriendo! Cualquier palurdo que llegue a la City puede verlo por sí mismo. La cuestión candente no es ¿qué es el hombre?, o ¿por qué estamos aquí?, sino ¿poseen las féminas chinas un diseño de aparato genital distinto al de sus hermanas blancas? ¡Imagínate! Ah Toy es famosa por haberse forrado gracias a esa obsesión por encontrar el conocimiento esencial. En su tarifa de precios se lee: «Dos monedas mira, cuatro monedas toca, seis monedas dentro». Y me imagino que la mayor parte de su fortuna la hizo con el satisfecho pago de sus clientes mirones -se rió, avanzando a zancadas a paso militar. Parecía satisfecho consigo mismo.
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