Beau comenzó a hablar, pero Lady Caroline le paró con un movimiento de su mano desnuda. Dijo susurrando:
– Usted sobrevalora mis poderes, señor Bierce.
– No creo estar haciéndolo.
– No creo que pudiera persuadir a Elza Klosters para que hiciera tal cosa -dijo con firmeza.
Bierce se levantó.
– Muy bien, señora -dijo-. Buenos días, señora, señores. Creo que no tenemos nada más de lo que discutir aquí.
Nos fuimos. Me pareció que probablemente Bierce se saliera con la suya cuando ellos hubieran tenido tiempo para debatirlo.
– Es una mujer extraordinaria -dijo Bierce, con el mismo tono con el que había hablado de Lillie Coit, Ada Claire y Adah Isaacs Mencken.
Doblamos hacia California Street, que se empinaba en dirección a Nob Hill; sorteamos el tráfico de algunos carros y carruajes, y dos tranvías cruzándose a mitad de la cuesta. Se oyó un grito, un golpeteo de pezuñas, el chirrido de metal arrastrado. Bierce me tomó del brazo y me lanzó contra el muro de ladrillo a nuestras espaldas.
Un carruaje se escoraba hacia nosotros, un par de caballos con los ojos desorbitados y las patas delanteras centelleantes, y sobre ellos la silueta del conductor envuelta en un abrigo se balanceaba azotando el látigo. Saqué a toda prisa el revólver de Bierce de mi bolsillo, levanté el cañón y apreté el gatillo. El disparo explotó en mis oídos al mismo tiempo que el carruaje viró pasando junto a nosotros con las ruedas traseras chirriando y soltando chispas sobre la calzada. Se oyeron gritos de alarma e ira un poco más allá. Sostuve el revólver apuntando con mano temblorosa, pero no volví a disparar. El carruaje se alejaba velozmente por California Street, giró en la segunda esquina y desapareció, dejando a su paso peatones con el sombrero encasquetado mirando su estela, uno de ellos agitando un bastón en su dirección. Un hombre saltó de su calesa para tranquilizar al caballo. Aún salían volutas de humo del cañón del revólver.
– Fallé -dije.
Bierce dijo con voz apagada:
– Leí en una de las Penny Dreadfuls [12]que Billy el Niño mantiene su dedo índice a lo largo del cañón de su arma y simplemente señala con él a su objetivo.
Parecía haberme convertido en su guardaespaldas. Me guardé el revólver. El cañón estaba caliente.
– Eso era una respuesta, no una amenaza -dije-. El senador Jennings aún no habrá recibido noticias de Klosters.
– No, eso era para mí -dijo Bierce-. No era una intimidación, era un intento de acortarme la vida…
Sonaba complacido.
Mammy Pleasant volvió a visitarle a la oficina de redacción del Hornet. Llevaba bombasí negro que crujía como un bosque cuando se sentó. Iba tocada con un sombrero de paja negro atado a la cabeza con un pañuelo negro y un bolso negro que podría haber contenido un bebé de considerable tamaño. Dos aretes de oro brillaban en sus orejas. Dirigió su fiero y oscuro rostro hacia Bierce.
– Me alegra verla de nuevo, señora Pleasant -dijo Bierce-. ¿Por qué tengo la impresión de que su visita tiene que ver con el regreso de Lady Caroline Stearns a San Francisco?
Mammy Pleasant bajó la mirada a sus manos entrelazadas sobre el regazo y dijo:
– Supongo que no puede evitarlo, señor Bierce.
Bierce se atusó las rubias puntas del bigote.
– ¿Y qué tiene que decirme, señora Pleasant?
Ella volvió sus ojos perfilados en blanco hacia mí.
– Tengo entendido que está recabando información para un artículo periodístico sobre ciertos aspectos de mi vida en San Francisco -dijo ella.
– Así es -confirmó Bierce.
– Poseo cierta información que podría servirle, si puede usted garantizar que mi historia no será hecha pública en estos momentos. Sería de lo más inoportuno para mí, señor Bierce.
Bierce permaneció en silencio durante unos momentos, estudiándola.
– Creo que usted puede decirme la identidad del Destripador.
Una oscura mano ciñó el chal aún más a su cuerpo. Se inclinó hacia delante mostrando los dientes en su enjuto rostro, y negando al mismo tiempo con la cabeza.
– Señor Bierce, creo que entiendo su punto de vista. Usted pensará que porque James Brittain prohibió la boda de su hija con Beau McNair ya ha descubierto la verdad. Pero usted no ha descubierto la verdad. Usted tan sólo ha visto la mitad del cuadro.
Ella cogió su bolso y se levantó, una figura encorvada, y salió a toda prisa.
Bierce y yo nos miramos.
– Diantres, ¿qué significa esa sibilina afirmación?
Negué con la cabeza, impotente.
– ¿Está cuestionando nuestra solución del parentesco de Beau? El propio Brittain lo admitió.
Dije que no sabía qué pensar.
Educación: Aquello que se le revela al sabio y la falta de entendimiento oculta al idiota.
– El Diccionario del Diablo-
El sargento Nix llegó al Hornet con las últimas noticias del Old City Hall.
– Bos Curtis ha entrado en la comisaría como una carretada de gatos monteses -dijo-. Menudo guirigay que ha montado en la oficina del capitán.
– ¿Es cierto que Pusey tiene un testigo del asesinato de Rachel LeVigne? -preguntó Bierce.
– Un tipo llamado Horswill. Le mostró la fotografía y reconoció a Beau McNair. Y el señor R. Buckle había jurado en falso que Beau había estado con él al mismo tiempo.
– ¿Y Pusey contaba con poder discutir sobre eso con Lady Caroline?
Nix se las apañó para encogerse de hombros y asentir a un mismo tiempo.
– Me imagino que Curtis le diría a Pusey lo que iba a hacer con Edith Pruitt y este tal Horswill si se subían al estrado para testificar… como los identificadores de fotografías. Por no hablar de por qué el capitán decidió mostrar la fotografía de Beau McNair a la primera testigo.
Me pregunté en voz alta si la policía había asignado vigilancia a la mansión de los McNair.
– La dama no quiere a nadie allí -dijo Nix-. Tengo entendido que el lugar está construido como una fortaleza y bastante protegido desde que aquellos de las barriadas asaltaron Nob Hill como una horda salvaje. Vuestro amigo el tal Klosters ha estado allí -añadió.
– Tom y yo hemos sido invitados a la mansión de Lady Caroline después de la cena de esta noche -dijo Bierce.
– ¿No sería mejor que fueras tú solo? -pregunté, cuando Nix se hubo marchado.
– Quiero que tú observes todo. Estarás escuchándonos a ella y a mí, para informarme más tarde de cualquier cosa que pudiera escapárseme a mí.
A las nueve en punto subíamos por California Street en un coche de alquiler, zarandeándonos cada vez que la pezuña del caballo resbalaba sobre los adoquines, el conductor maldecía y azotaba el látigo. Llegamos hasta los edificios de los Cuatro Grandes, pasamos junto a la mansión Crocker con la fachada decorada con volutas, la torre y la sombra del absurdamente elevado muro disuasorio más allá. Un banco de niebla ocultaba las luces de la parte oeste de la City.
– Debió de ser bastante aterrador para los Nobs -dije- cuando hubo esa concentración de trabajadores aquí.
– Denis Kearney contra Charles Crocker -dijo Bierce-. Derechos de propiedad contra derechos de los trabajadores. ¡Piensa en la cantidad de derechos que han sido pisoteados en luchas en nombre de otros derechos! Las guerras son causadas por los derechos. Los derechos del negro, los derechos de los esclavistas. ¡La ley del Esclavo Fugitivo! ¿Cómo pudo nuestra cámara legislativa crear tal monstruosidad? Yo digo: ¡Abajo con los derechos!
El caballo de alquiler avanzó repiqueteando.
– A la conclusión a la que se llega -dijo Bierce con pesimismo- es que al final nada importa. Nada. La escena pasajera puede ser observada y ridiculizada, pero no puede ser sentida, porque no hay nada que valga la pena sentir. Somos como moscas atraídas a lascivos jóvenes, etcétera.
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