Anunció que deseaba fumar unas cuantas pipas de opio, y me pidió que le acompañase. Necesitaba mi consejo.
Descendimos a Chinatown, donde parecía estar familiarizado con un perfumado callejón junto a Kearny Street. No era uno de los fumaderos de opio turísticos. Descendimos cuatro escalones de ladrillo y pasamos junto a una pared musgosa bajo un juego de sombras densas como terciopelo negro. Antes de llegar a la puerta del salón pude oler el opio, ese olor penetrante que te recuerda a algo que no termina uno de recordar. Un viejo chino se inclinó y nos condujo al interior. En una sala común había seis hombres, no todos chinos, tumbados en camastros de madera empotrados en la pared, las chaquetas colgaban junto a sus cabezas, que descansaban sobre rectángulos de piel. El humo se arremolinaba gris contra el techo decorado. En la pared había una lista de precios en inglés y en chino, para pipas pequeñas y grandes. En una estancia privada había un camastro con una mesilla al lado y una lámpara de gas encendida sobre una mesa. El viejo chino nos señaló el lugar. Bierce, a continuación, me señaló una silla de respaldo recto, la cual arrimé.
– Cuéntame todo lo que hayas averiguado, visto, oído, pensado… todo -dijo-. No sólo esta noche. Todo. Hay algo que se me escapa. Tan sólo no pares de hablar.
Comencé a hablar.
Apareció un celestial [13]más joven con túnica de seda rosa y decorada con bordados de ranas en el pecho y, poniéndose en cuclillas, amasó una bola de goma marrón oscuro y la colocó sobre una llama hasta que comenzó a hervir. Luego lo vertió en la cazoleta de la pipa, la cual inhaló Bierce. La primera pipa pareció durar tan sólo unos instantes y el joven comenzó a preparar la segunda. Yo inhalé el humo que se escapaba. Bierce se había quitado el abrigo y aflojado la corbata. Era la primera vez que lo veía con el botón del cuello de la camisa desabrochado.
– ¡Continúa! -ordenó.
Entresaqué de mi memoria todo lo que sabía de los asesinatos, el viaje a Washoe, el daguerrotipo de los Picas, la entrevista con Pusey, mis conversaciones con Amelia y su padre. Pero no las que tuve con mi padre, E. O. Macomber, el cual había escrito a Bierce la carta firmada por un Ex Picas.
Bierce se fumó la segunda pipa y una tercera.
– ¿Tiene hermanos Amelia? -preguntó.
Ella tenía un hermano llamado Richard, al que había visto fugazmente en el Baile de los Bomberos y que estaba estudiando en la Sheffield School en Yale.
– ¿Y tiene ella un tío, hermano gemelo de su padre, y al que Beau se parece?
– Amelia no cree que lo tenga.
Le conté a Bierce que había visto a Beau en el Bella Union y también la visión fugaz en Battery Street del cuadro de Lady Caroline como Lady Godiva… el cual el señor Brittain había descrito y que aparentemente era propiedad del senador Jennings. Bierce me pidió que le describiera al hombre que se llevó el cuadro para protegerlo del fuego, a lo que sólo pude responderle que se trataba de un hombre joven.
Hubo más preguntas, todas sin conexión aparente.
Tras lo que me parecieron horas de mi narración y con la boca cada vez más seca, Bierce murmuró algo en chino al joven, el cual hizo una reverencia y se retiró. A continuación, entró una mujer. Me impactó ver que se trataba de una prostituta oriental cubierta tan sólo por unas cortas enaguas blancas. Tenía una cara graciosa, ojos como líneas pintadas, con prominentes pómulos. La separación entre los dos dientes frontales le otorgaba una atractiva y aniñada apariencia. Se acuclilló para preparar lo que debía ser ya la quinta pipa y me hizo una señal con la cabeza lanzándome una mirada provocativa.
Salí del privado a la habitación compartida, donde permanecí un rato incómodo y enfadado entre los fumadores recostados y sus sirvientes moviéndose bajo la tenue luz. Me sentía atrapado en el lugar y el momento equivocados, respirando humo de algo que desaprobaba, incluso estando medio mareado por sus vapores.
No le había dicho a Bierce todo, así que quizás estaba entorpeciendo su solución. Pero no quería que esa solución involucrase a mi padre.
Finalmente, la chica reapareció y con otro movimiento de cabeza me indicó que volviera a entrar en el privado. Se me ocurrió que quizás me había vuelto un mojigato desde mi relación con Amelia Brittain, pero siempre había estado totalmente en contra de la esclavización de las jóvenes chinas en Chinatown.
Bierce estaba echado con una rodilla doblada. Se incorporó, llevándose las manos a las mejillas, y sacudió la cabeza una sola vez.
– Creo que ya lo tengo -dijo él.
– Eso está bien -dije. Quería salir de ese lugar.
– Debo hacer el trabajo del capitán Pusey por él para poder lograr mis propios objetivos -dijo Bierce, poniéndose en pie tambaleante. Le ayudé a ponerse el abrigo.
– ¿Y me lo vas a contar? -pregunté.
– Aún no. No vaya a estar equivocado.
Rico: El que guarda en depósito y con obligación a rendir cuentas las propiedades del indolente, el incompetente, el derrochador, el envidioso y el desafortunado.
– El Diccionario del Diablo-
Cuando llegué a Pine Street y comencé a subir los quejumbrosos escalones exteriores en la oscuridad, pude ver un objeto blanco en el escalón más alto, como una bolsa grande de ropa. Se alzó, creciendo en altura, y a medida que subía y me acercaba vi que se trataba de Amelia Brittain ataviada con un vestido blanco.
– ¿Qué haces aquí? -susurré.
– ¡Tenía que verte!
– ¿Dónde está tu vigilante?
– Tomé un coche de alquiler. ¡He estado esperándote horas\ Abrí la puerta y entré tras ella; me incliné para encender la lámpara. Amelia se sentó en la cama con las manos entrelazadas bajo la barbilla.
– ¡Hueles raro! -dijo ella.
Le dije que había estado en un fumadero de opio con Bierce.
– ¿Fumaste opio?
– No, no lo hice.
– Hay damas que lo hacen. Eleanor Bellingham le dijo a mamá que es maravillosamente relajante.
Me hizo sentir rígido y censurador.
– No deberías… -comencé.
– Oh, ¡no digas eso! ¡Voy a casarme!
Me quedé sin aliento. Cuando me senté junto a ella apoyó la cabeza sobre mi hombro.
– Es un amigo de Papá. Es simpático. Él es…
– ¿Cómo se llama?
– Marshall Sloat. Es banquero.
No reconocí el nombre.
– ¡Va a ser muy pronto! -Me rodeó con los brazos-. ¡Es un matrimonio fabuloso! ¡Por favor, bésame, Tom!
La besé. Los besos se prolongaron.
– La boda será en Trinity, y la recepción en el Palacio. ¡Todo el mundo estará allí! -Amelia respiraba hondamente-. El gobernador Stanford estará allí. El señor Crocker estará allí, y el señor Fair. El senador Jennings estará allí.
Le dije que no pensaba que el senador Jennings fuera a estar allí, pero no me prestó atención. De alguna forma, se había quitado la blusa, y su combinación resbaló hasta su cintura. Besé sus pechos desnudos. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza, balanceándolos allá arriba como cuellos de cisnes mientras gemía, cerraba los ojos y giraba el rostro a un lado y otro. Besé sus pechos y sentí cómo el fino vello perfumado de sus axilas me hacía cosquillas en la mejilla. Besé su barriga. Cuando intenté ir más allá ella susurró: «¡No, no, no, no, no, no!» en escala ascendente. Así que besé sus pechos mientras ella gemía y sollozaba y balanceaba los brazos por encima de nuestras cabezas, aún hablando:
– Quizás el general Sherman esté allí -jadeó-. Y los Mackay, y los Mills y el señor y la señora Reid, y la señorita Newlands, y los Blair y los Martin y los Toland. Los Thomson y los Blake y los Walker y la señorita Osgood y el señor Faber.
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