Marvins cerró las puertas dobles a nuestras espaldas, sonó a bofetada.
Me deslicé a una silla libre mientras Bierce permanecía de pie, mirando fríamente al grupo que había sido convocado por él mismo.
El senador Jennings impulsó su cuerpo levantándose del asiento.
– ¿Qué demonios es todo esto, Bierce?
– Siéntese, señor -dijo Bierce. Se desplazó con su rígido paso hacia el ventanal, donde podía ver de frente a los tres de la mesa y al resto de nosotros también. En su expresión se leía que tenía al Ferrocarril donde quería tenerlo. Jennings permaneció de pie, marcando barrigón.
– He pedido al señor Bierce que lleve a cabo este procedimiento -dijo Lady Caroline con suave voz de acento británico y una sonrisa permanente en su máscara de porcelana. Los dedos en guantes blancos permanecieron unidos por las yemas mientras hablaba. Llevaba un vestido de terciopelo negro ribeteado con encaje y de cuello alto. Su rubio cabello colgaba ondulante hasta quedar atrapado en un moño francés alto rematado con una aguja de diamante, y diamantes con forma de lágrimas brillaban en los lóbulos de sus orejas. Dirigió una sonrisa a Bierce.
Jennings se sentó. Tenía las mejillas del color de la ternera cruda. Inclinó la cabeza a un lado para escuchar algo que le susurraba su abogado.
– Nos ocupan dos asesinatos aquí. Dejaremos a un lado primero el asesinato obvio. Ya le he advertido al senador Jennings que voy a probar que él asesinó a la viuda del juez Hamon.
– Un momento, si nos hiciera el favor -dijo el abogado de Jennings, levantando una mano con un dedo extendido a modo de cuestión de procedimiento.
– Yo no hago favores -dijo Bierce-. Señor Klosters, ¿le ofreció el senador Jennings dinero para asesinar a la señora Hamon?
Hubo un momento de silencio, y el abogado permaneció de pie. Lady Caroline dirigió su sonrisa congelada hacia Klosters. Jennings se volvió a levantar, acercándose a su abogado y mirando al pistolero.
– Me ofreció trescientos dólares -dijo Klosters con voz pastosa. Permaneció sentado, sujetando con las manos el sombrero sobre las piernas-. Le dije que no lo haría, así que me ofreció quinientos. Le dije que ya no hacía esas cosas.
– La Sociedad de Picas -dijo Bierce-. Fue creada para hacerse con el control de la Mina Jota de Picas en Virginia City. Había cinco miembros. Dos de ellos matrimonio, Caroline LaPlante y Nathaniel McNair. Se les unió un tercero, Albert Gorton, para formar mayoría y arrebatarles a los otros dos sus participaciones en lo que se iba a convertir más tarde en unos beneficios incalculables. Uno de estos otros dos era E. O. Macomber, el cual ha desaparecido o se ha cambiado el nombre; la quinta persona era Adolphus Jackson, que luego pasó a llamarse Aaron Jennings y fue elegido senador del Estado.
Dejó que todos procesaran la información, dio unos cuantos pasos y luego continuó:
– Jackson y probablemente Macomber tenían motivos para estar furiosos por la estafa que habían sufrido. Gorton fue descartado por venganza, o porque se había vuelto molesto para McNair. Ese asesinato no nos ocupa, aunque el señor Klosters podría aclararlo.
– No es necesario que responda a eso, Elza -dijo Lady Caroline. Su voz quedó ahogada por el aullido del senador Jennings:
– ¡No pienso seguir escuchando todas estas tonterías!
– Entonces, ¿por qué está usted aquí, señor? -dijo Bierce-. Capitán Pusey, ¿arrestará al senador Jennings por asesinato?
– No recibo órdenes de periodistas, señor Bierce.
Pusey lo dijo calmadamente. Estaba sentado con los brazos cruzados sobre su pecho uniformado y las piernas cruzadas; parecía como si lo hubieran atado a la silla.
– Muy bien -dijo Bierce-. Comentaré unas cuantas cosas más sobre el senador Jennings a medida que avancemos en la reunión.
Se acercó a la ventana con paso solemne, me dio la impresión de que un poco ostentosamente. Sostuvo un dedo delante de la barbilla.
– Algunas cosas han estado claras desde el principio. El capitán Pusey tuvo conocimiento a través de sus contactos con la policía londinense de que el joven señor McNair había estado involucrado en unas cuantas fechorías en las que él y algunos compañeros abusaron de mujeres de la calle siguiendo un procedimiento que más tarde fue remedado en las carnicerías de los asesinatos de las prostitutas de Morton Street. Está claro que el capitán Pusey sabía esto cuando mostró la fotografía del señor McNair de su archivo a una prostituta que había visto fugazmente al asesino.
»El capitán Pusey también había comentado a otra persona el arresto de Beau McNair en Londres.
Bierce calló y dio unos cuantos pasos más.
– ¿Y la identidad de esa persona, señor Bierce? -preguntó Curtis, mirando más allá de Lady Caroline. Beau se miraba fijamente las manos.
– Todo llegará, señor Curtis. Existía mucho odio aquí. Como hemos visto, el senador Jennings resultó perjudicado, pero hubo otra persona que resultó perjudicada de forma más terrible y cuyo odio se transformó en locura asesina.
En esta ocasión, cuando Bierce hizo una pausa, nadie habló. Lady Caroline tenía la barbilla regiamente levantada.
– Nathaniel McNair no fue el padre de Beaumont McNair -continuó Bierce-. Se habla de otros dos hombres que podrían ser los padres del hijo de Caroline LaPlante. En la familia de uno de esos hombres nacieron gemelos.
De repente, Rudolph Buckle se puso en pie, movía los labios como si intentara formar palabras que no salían de su boca. Lady Caroline hizo una señal imperiosa con su mano. Se había quitado uno de los guantes.
– La señora Pleasant me hizo notar que tan sólo estaba contemplando la mitad del cuadro -dijo Bierce-. Gemelos -repitió-. Uno de los gemelos fue entregado a Mammy Pleasant. La encargada de deshacerse de bebés no queridos se deshizo del gemelo no querido.
Las cabezas se giraron hacia Mammy Pleasant. Los aretes de oro reflejaban la luz en un tembloroso círculo cuando se puso en pie.
– Puede hablar del tema, señora Pleasant -dijo Lady Caroline.
En su suave staccato, Mammy Pleasant dijo:
– El niño fue entregado al señor y la señora Payne para que lo criasen. Él era albañil y habían perdido a su propio hijo.
– ¿Hubo dinero de por medio, señora Pleasant?
– Se les pagó la cantidad de dos mil dólares -dijo Mammy Pleasant.
Lady Caroline se había quitado los dos guantes y estaba untándose las manos con un líquido color crema de un pequeño frasco de plata.
Era como si Bierce fuera el maestro y le indicara que era su turno. No la miró directamente, pero levantó un dedo dirigido hacia ella.
– El señor McNair me permitió quedarme con un bebé, pero no con dos -dijo ella-. A modo de castigo.
– ¿Eligió quedarse con el niño más guapo o más fuerte de los dos gemelos? -preguntó Bierce-. ¿O uno de los dos había nacido con un defecto?
– No tengo intención de hablar de ello, señor Bierce.
– Permítanme señalar que el odio estaría intensificado si hubiera alguna tara. El odio hacia su hermano perfecto, así como hacia su madre.
Lady Caroline siguió untándose el líquido en las manos.
– Creo que hubo algún tipo de tara, una deformación -dijo Bierce-. Y creo que la deformación era genital.
Se paró para mirar a Lady Caroline. Vio que el rubor le había subido a las mejillas, pero no respondió.
Bierce continuó hablando con mucha cautela:
– Al igual que las fechorías de Beaumont McNair con las prostitutas londinenses parecen reflejar cierto malestar con el pasado de su madre, asimismo parece reflejarlo la violencia particular del otro gemelo.
»El objetivo del gemelo era ver a su hermano inculpado con estos asesinatos, pero principalmente era castigar a su madre. La incriminación de Beau debía servir para atraer a su madre a San Francisco. Aquí él esperaba castigarla igual que había castigado a las otras prostitutas. Ciertamente, era un plan demente. Era el plan de un loco.
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