Lady Caroline estaba ahora totalmente inmóvil en su silla, con su hermosa cabeza erecta, observando a Bierce con una mueca congelada en su rostro que ya no sonreía.
– ¿Cómo se llama ese joven, senador? -preguntó Bierce repentinamente.
Su nombre debía de ser Payne.
Las cabezas giraron hacia Jennings, el cual devolvió la mirada a Bierce con los labios apretados como una cicatriz.
Mammy Pleasant pronunció el nombre en voz baja:
– George Payne.
Bierce señaló al senador Jennings.
– Usted creía que era el padre del retoño de Caroline LaPlante, el padre de George Payne. La madre encinta le dijo que usted era el padre, así como también se lo dijo a otros. Ella había decidido que quería casarse y usted era su segunda opción, pero usted también resultó ser un farolero. Nat McNair era su tercera opción. Quizás usted, de hecho, sea el padre. La madre, por su parte, dice que no está segura.
Jennings le dirigió un gruñido.
Me pregunté repentinamente quién más había sido informado de que era el padre. ¿Era é sta la conexión con Sharon que todo el mundo negaba?
– No pretendo saber cómo llegó usted a conocer a George Payne o su identidad -continuó Bierce-. Pero sin duda dio con él. Trabajaba como tabernero en el salón de su propiedad en Battery Street. El salón de Adolphus Jackson, de hecho. Fue George Payne quien salvó del fuego el cuadro de Caroline LaPlanta como Lady Godiva… el cuadro que en otro tiempo colgó en un salón de Virginia City, y luego en su oficina en Sacramento. E incluso más tarde en el salón El Ángel de Washoe. Fue el gemelo quien transportó el famoso cuadro de su madre, ¿verdad, Tom?
Todas las cabezas se giraron hacia mí.
– Sí -dije.
– El odio del joven había sido alimentado -dijo Bierce, girándose hacia Lady Caroline-. El capitán Pusey había informado al senador Jennings sobre el delito y arresto de Beaumont McNair en Londres. Ambos se conocían muy bien. Pusey sabía que Jennings era un pirómano convicto llamado Adolphus Jackson y lo había estado chantajeando durante años. Jennings pasó la información de Pusey a su empleado. Los asesinatos habían comenzado en un momento preciso, y ese momento vino determinado por el regreso de Beaumont McNair a San Francisco.
»El odio de George Payne fue alimentado por el senador Jennings -dijo Bierce.
– ¡Un momento! -dijo el abogado de Jennings levantándose con un brazo y un dedo en alto.
– ¡No tiene ninguna prueba de nada de esto! -gritó Jennings. Empujó la silla ruidosamente hacia atrás y se puso en pie-. ¡Maldito calumniador! ¡Me largo de este agujero de mierda, Ted!
Con los hombros encogidos y la cabeza gacha, como si esquivara balas de rifle, se abalanzó hacia las puertas dobles que Marvins había cerrado antes. Las abrió de par en par y desapareció con un apresurado golpeteo de pisadas sobre el parqué. Ni Pusey ni el sargento Nix hicieron ademán alguno de ir a por él. Su abogado, haciendo unas cuantas muecas y ademanes a Lady Caroline, lo siguió más pausadamente, cerrando las puertas tras de sí.
– ¿Podríamos llamar todo esto una extrapolación, o meramente una hipótesis? -preguntó Curtis con voz ahogada.
– Bos -dijo Lady Caroline.
– ¿Está usted afirmando que el senador Jennings fue el autor intelectual de estos asesinatos? -dijo Buckle.
– Al menos proporcionó el impulso para que ocurrieran.
– ¿Puede la policía encontrar a este hermano gemelo?
– Lo encontraremos -dijo Pusey calmadamente.
– Encontrarán a un hombre que ha sido confundido con Beaumont McNair en muchas ocasiones -dijo Bierce. Dio unos cuantos pasos frente a la ventana. Los ojos de Lady Caroline lo siguieron en todo momento.
»El odio que estos dos compartían era muy poderoso -dijo Bierce-. Se complementaban el uno al otro. El gemelo podría no haberse transformado en un asesino sin Jennings. Jennings podría haber olvidado el viejo rencor sin George Payne, al cual consideraba su hijo perjudicado.
Por fin había logrado llegar hasta el Ferrocarril. Había relacionado la Compañía del Pacífico Sur con el Destripador.
– Por lo tanto, Lady Caroline corre peligro -dijo Pusey, aún con los brazos y las piernas cruzadas.
– George Payne ha estado accediendo a esta mansión durante años -dijo Bierce-. Creía que debía haber sido su hogar. Los sirvientes lo conocían como el fantasma. Quizás el señor Buckle pudo dar con él.
Las cabezas se giraron hacia Buckle, aún de pie. Sus labios se movieron, pero no salió ningún sonido de ellos. Respiraba agitadamente.
– ¿Es esto cierto, Rudy? -inquirió Beau.
– Creo que podemos dar por terminada la reunión -dijo Lady Caroline antes de que Buckle pudiera responder. Se levantó de su asiento-. Gracias, señor Bierce. Sus conclusiones me han dejado impresionada. Sin duda, hemos sido alertados.
Curtis se levantó. El resto se removió en sus asientos y se dispusieron a marcharse. Mammy Pleasant se abría paso a codazos y echó un vistazo a su alrededor. Su postura corporal, y los primeros pasos que dio en dirección a la puerta eran los de una anciana.
Oí el repiqueteo de tacones en el parqué del corredor fuera del cuarto. La puerta entonces se abrió abruptamente. Beau McNair, con una gorra y una bufanda gris, jadeante y pálido, dio dos pasos y entró en la sala, con el rostro dirigido a Lady Caroline como si fuera una pistola. Pero no era Beau.
Era el joven que yo había visto en el bar del Bella Union, y a quien había visto aparecer saliendo de los arbustos aquí dos noches atrás.
Un disparo conmocionó la sala. El sombrero sobre el regazo de Elza Klosters explotó en el aire, donde se agitó para luego caer como un pato herido. George Payne cayó de bruces con los brazos extendidos, chocó contra el suelo y no volvió a moverse. Klosters se levantó, con la pistola humeante en la mano. Había un tufillo a pólvora. Saqué el revólver de Bierce de mi bolsillo.
Golpeé con él la mano de Klosters. Gritó y dejó caer su arma. Volvió a gritar cuando le hundí el cañón del revólver en las costillas.
– ¡Tom! -gritó Bierce, como si yo fuera un cachorro que se hubiera portado mal-. ¡ Tom!
Klosters me miró con sus ojos de asesino de gatos, con la boca abierta en un círculo de dolor y una mano sujetando fuertemente la otra. Di una patada a la pistola aún humeante y la envié debajo de las sillas.
Lady Caroline se había levantado para mirar a su hijo muerto. Beau se aproximó a ella y la abrazó. Ella alzó la barbilla, dirigió su rostro al techo, pálido como el cráneo de Bierce, pero tan hermoso. Marvins, sosteniendo una Navy.44, bloqueó la salida con agentes. Mammy Pleasant se alejó de los policías, santiguándose.
Pude ver la mejilla del Destripador de Morton Street, velludo con una corta y rubia barba como la de Beau. La bufanda había caído abriéndose y revelando las dos cicatrices paralelas hechas por las uñas de Rachel LeVigne. Tenía los ojos azules abiertos, mirando al infinito; el hijo no elegido, el hijo abandonado enloquecido por ello, el hijo de James Brittain o Aaron Jennings o de otro, y de Caroline LaPlante. Una lengua de sangre oscura salió de debajo de su cabeza.
Nadie más pareció ser consciente de que acabábamos de presenciar una emboscada y una ejecución, o quizás todos ellos lo eran.
Cogito cogito ergo cogito sum: «Pienso que pienso, luego pienso que soy»; una de las frases más próximas a la certeza que jamás haya pronunciado filósofo alguno.
– El Diccionario del Diablo-
El titular en el Chronicle de la mañana que me fui de mi habitación en casa de los Barnacle era: El senador Jennings, procesado. En la noticia se hacía referencia a él como el «senador de la Compañía del Pacífico Sur». Bierce había logrado asestar un golpe al Ferrocarril.
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