– Puede que sí le sea de ayuda a usted - dijo Bierce.
Hubo unos momentos de tensión que congelaron a todos los reunidos en sus distintas poses.
Curtis unió las yemas con las manos encima de la mesa.
– ¿Le importaría explicar qué quiere decir, señor Bierce?
– Creo que estos asesinatos y la aparente relación del señor McNair con los mismos han sido urdidos para atraer a Lady Caroline a San Francisco, donde está en peligro por parte de alguien cuyo odio ha terminado por transformarse en locura.
El silencio tenía textura y peso, como un bloque de cemento.
– ¿Y quién podría ser, señor Bierce? -susurró Lady Caroline.
Me dio la impresión de que, bajo todas esas capas de ropa, su cuerpo era delgado, y que bajo el sombrero y el velo se escondían cabellos rubios. Sus guantes negros se movían al unísono, deslizando una mano sobre la otra. Percibí una emanación sexual tan sutil que parecía ser parte de su aroma a flores.
– Aún no lo sabemos, señora -dijo Bierce, cruzando los brazos sobre el pecho.
Lady Caroline miró a Curtis, y éste dijo con tono grave:
– ¿Tiene pruebas de eso, señor Bierce?
– Todas las mujeres asesinadas han sido marcadas con un naipe, de picas. Lady Caroline debe de recordar la Sociedad de Picas en Virginia City. Todos los asesinatos, excepto uno, han sido llevados a cabo de tal forma que apuntasen a su hijo como culpable.
– No lo entiendo -comenzó a decir Beau.
Bierce le interrumpió.
– He oído en alguna ocasión que se referían a usted como la Reina de Picas, Lady Caroline. Cada nuevo naipe ha sido una progresión hacia las figuras.
Bajo el velo pude ver los labios de Lady Caroline redondeándose en una O.
– Ha habido una conspiración para traerla de nuevo aquí, señora.
– Es sobre el joven McNair por lo que queremos consultarle -dijo Curtis-. Nos ha llegado información de que la policía tiene pruebas contra él que aún no han sido mostradas.
– Probablemente sea cierto -dijo Bierce.
– El capitán Pusey -dije.
Los ojos de Curtis se deslizaron hacia mí, duros como ágatas.
– Sí, el capitán Pusey Bierce movió un dedo hacia mí para que continuase.
– Es un misterio que el capitán Pusey tuviera una foto del joven señor McNair, y que la mostrara a una mujer que podría haber visto al asesino en el segundo asesinato.
– Esa identificación podría ser recusada con éxito ante un tribunal -dijo Curtis.
– No es ésa la cuestión, Bos -dijo Lady Caroline.
– La cuestión es que Pusey sabía de alguna travesura en la que el señor McNair estuvo involucrado en Londres -dijo Bierce-. Los detalles particulares de aquella travesura han sido reproducidos aquí de forma letal, para convencer a la policía de la culpabilidad del señor McNair. El asesino debió de conocer el arresto de Londres por canales que nos conducen de vuelta a Pusey. Pusey tenía la fotografía en su archivo de fotografías, y no la mostró a la testigo por casualidad. Ustedes obviamente han sido advertidos de que hay más pruebas, que él retiene.
– Eso es un burdo chantaje. Conozco de sobra la reputación del capitán Pusey -dijo Lady Caroline, aunque no sonó muy preocupada.
– El capitán Pusey no es tan listo como él cree -dijo Curtis.
– Parece ser que soy yo el objetivo, no mi madre -dijo Beau.
Estaba sentado muy recto. Su barba recortada parecía una pátina de oro sobre las mejillas y la barbilla. Me pareció que sus ojos estaban demasiado juntos.
– Su madre a través de usted -dijo Bierce.
– Señor Bierce, ¿le importaría decirme cuál es su interés en estos horribles asesinatos? -dijo Curtis.
– Soy periodista, señor -dijo Bierce.
– ¿Le importaría decirme qué más sabe sobre ellos?
– Un asesino, que sin duda es un demente, destripó a dos mujeres en Morton Street -dijo Bierce-. El tercer asesinato no fue cometido por la misma persona, sino por el senador Aaron Jennings. La víctima era la viuda del juez que había servido junto a Jennings en el Tribunal de Circuito y que tenía pruebas de la corrupción de Jennings. Estas pruebas iban a hacerse públicas, y para ese fin la señora Hamon había solicitado entrevistarse conmigo al día siguiente. Jennings intentó contratar a un asesino para deshacerse de ella, pero el tipo se había convertido a la fe, así que Jennings en persona hizo el trabajo. Se escenificó el crimen para que pareciera similar a los otros dos asesinatos.
– ¡Eso es una vil patraña! -explotó Curtis-. El senador Jennings…
– Es el asesino de la señora Hamon y tengo la intención de probarlo -le interrumpió Bierce. La mano enguantada de Lady Caroline hizo un movimiento hacia su abogado, que calló.
– El cuarto asesinato fue de nuevo obra del Destapador original -continuó Bierce-. De nuevo se esforzó por incriminar al señor McNair; la víctima resultó ser una relación suya. Hubo un intento de atentar contra la vida de la que entonces era prometida del señor McNair, la señorita Brittain, y que aquí el señor Redmond logró detener.
– El compromiso ya se había sido -dijo McNair con un tono que me resultó insoportable, como si hubiera sido él quien hubiera roto la relación.
– Sin embargo, ella podía considerarse una relación en el momento del ataque.
Pude sentir la mirada de Lady Caroline. Hubo un silencio mientras la información era procesada.
– Señor Bierce -dijo Lady Caroline-, tengo la sensación de que usted quiere algo. ¿Me dirá lo que es?
– Podría solucionar este asunto si me ayudan -dijo Bierce-. Tengo la convicción de que pronto podré identificar a la persona que quiere hacerles daño a usted y a su hijo, señora.
– Si se le presta ayuda -dijo ella suavemente.
– Creo que usted conoce a un hombre llamado Elza Klosters.
Se hizo otro silencio tenso.
– El cual fue empleado por su difunto marido -añadió Bierce.
– Recuerdo a Elza Klosters -dijo Lady Caroline, mientras se quitaba lentamente el guante de la mano izquierda, con la cabeza inclinada durante el proceso.
– ¿Y Adolphus Jackson?
– ¿Cuál es la pertinencia de estas preguntas, si no le importa? -inquirió Curtis.
– Lady Caroline conocía al senador Jennings por el nombre de Adolphus Jackson. Él era uno de los miembros de la Sociedad de Picas y tiene motivos para sentirse perjudicado por Lady Caroline y su marido de entonces.
– ¿Perjudicado? -dijo Beau con voz áspera.
– Estafado, entonces.
– ¿Está usted insinuando -dijo Curtis- que el senador Jennings es nuestro demente? No puedo creer…
– El senador Jennings no es el demente -dijo Bierce-. Sin embargo, es un asesino.
– ¿Es él parte de la conspiración que ha mencionado antes? -preguntó Lady Caroline. Por primera su voz sonó entrecortada. Pude verle la mano, con los dedos extendidos delante de su pecho; no era una mano joven.
– Aún no lo sé, señora. Usted ha percibido que yo quiero algo. Me he prometido a mí mismo que veré al senador Jennings condenado por el asesinato de la señora Hamon. Y usted puede ayudarme a lograrlo.
Bierce daba prioridad a la condena de Jennings por encima de los asesinatos de las prostitutas porque estaba obcecado como una locomotora desbocada en pos de la Compañía de Ferrocarriles del Pacífico Sur, y consideraba a Jennings su objetivo particular.
– ¿Y cómo podría ayudarle, señor Bierce? -dijo Lady Caroline.
– Lady Caroline, usted posee una virtud que es el gran poder de persuasión que ejerce sobre los hombres. Y no es un cumplido vacío. Le pido que persuada a Elza Klosters para que declare ante un juez que el senador Jennings intentó contratarle para asesinar a la señora Hamon. Entonces puedo prometerle que la identidad del Destripador saldrá a la luz.
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